Familia
por Guillermo Urbizu
Familia es hoy un concepto al que poco a poco se le ha ido despojando de su significado más genuino y, por ello mismo, quizá hasta de su misma identidad. Generosidad, compromiso o sacrificio ya sólo nos parecen posibles en el melodrama de algún tipo de ficción o, como mucho, en la nostalgia color sepia de nuestros antepasados. Reiterados eufemismos, simpáticas ironías, y el siempre fácil sarcasmo difuminan el contorno lingüístico y vital de una realidad para nada obsoleta, si se quiere mantener en nuestra sociedad una conciencia verdaderamente solidaria. La coherencia social, el progreso más auténtico, discurre por el cauce necesario de una ética familiar, donde precisamente el individuo aprende a balbucear su pensamiento, su carácter, sus sentimientos. Y todo ello con una clara vocación por la excelencia (no por la competencia), por hacer las cosas lo mejor posible, de cara a los demás. ¿No es acaso en la entraña de la palabra familia donde ciframos nuestra más íntima biografía, la de cada uno?
Escribo estas líneas entre la reflexión y el recuerdo. Tengo muy claro que mi vida se mueve -y conmueve- en muy diversos estratos, y que cada uno sólo merece la pena de ser vivido tanto en cuanto haya en él un aglutinante familiar, es decir, de cariño, de lucha por la felicidad. Todos ellos conforman lo que llamamos existencia -mi existencia en este caso-, en una unidad que me hace ser el que yo soy, ni más ni menos, ni mejor ni peor, entre la multitud de mujeres y hombres que me rodean. Mi mujer y mis hijos, mi padre y hermano, mis ahijadas Isabel e Inés y Clara y Teresa, y tantos y tantos buenos amigos... Ellos condicionan mis actos, hacen -con su palabra, con una mirada, o con leve gesto- que todo se transforme en mí y a mi alrededor, que las cosas adquieran un sentido íntimo, entrañable y verdadero. Son mi familia, raíz de lo único bueno y coherente de lo que yo pueda ser capaz.
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