El amor al Papa Benedicto XVI
por Guillermo Urbizu
El amor al Papa es una realidad en personas de todo tipo y condición. Más o menos pías, e incluso no católicos, o católicos arrebujados más en el capricho que en la piedad. Desde Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y ya no digamos Juan Pablo II, esta cercanía con la figura del Papa, y el torbellino sobrenatural que la alumbra –sostén de su prestigio moral–, es sin duda mucho mayor. Es algo auténtico, puro, que para nada se ha de confundir con el sentimentalismo tetrabrik o con la efímera conmoción de lo mediático. El verdadero cariño lo es porque el hombre posee una cualidad a la que llamamos alma, algo que no se puede reducir a un comentario superficial, a mil documentales televisivos o a la recurrente estadística de turno. Es como si el amor de los novios se quisiera fundamentar en el vídeo de la ceremonia o en la lista de bodas (lo cual no deja de ocurrir con frecuencia). Y las cosas del querer no son así. Digo.
Desde hace cinco años tenemos con nosotros a Benedicto XVI. Un concienzudo alemán, un intelectual de peso, un sacerdote que nos bendice con la música de Dios en sus manos. No es un Papa de transición. Es un Papa de efusión, de profunda oración y de aguda inteligencia. Es un Papa de corazón ardiente y de visión profética. Es un Papa santo. Sobre él se han abalanzado los prejuicios, las consignas y los estereotipos de rigor. Normal. No todo el mundo quiere al que hace cabeza en la Iglesia Católica. (Y Satanás hace su trabajo, mueve sus fichas con ahínco). Al fin y al cabo es el sucesor de Pedro, el mismo que por humildad pidió ser crucificado cabeza abajo. Y a él, visto lo visto, le va a ir por un igual. ¿Desde cuándo la Verdad es una cuestión de imagen o telediarios? Su Santidad reza, habla, escribe. No cesa de denunciar el mal y el catolicismo a medias (que se conforma con cualquier niebla) y la forma de vida epicúrea con su tristeza añadida, y la blasfemia, y la fantasía teológica de algunos, y el toco mocho del pecado en todo su muestrario de engaños.
Pero no estamos solos. Y no está solo el Papa. Ni mucho menos. El Señor está atento. Nos ama. Y pastorea. Y ama también a todas esas almas que Le escupen en el rostro de Benedicto XVI, Su vicario. Cristo cuenta con ese dolor y su misterio, y cuenta con la suma de todas las pequeñas plegarias de los que amamos a Pedro. El mal azuza, parece que triunfa. Parece que disuelve la esperanza. Sólo parece. Los hombres trivializamos lo más sagrado con extraordinaria desenvoltura. Y sientes la orfandad en la que el hombre se encuentra si Dios no está en su vida. El vacío de tantas personas que se afanan con el aire. La historia contemporánea se envilece a ojos vista. Pero Cristo vence. Benedicto XVI sabe de la ternura de Dios para con los hombres, del don inefable de Su Amor, que se manifiesta en el temblor cotidiano. Sabe que el hombre puede resucitar a la Poesía divina, a esa Armonía de misericordia, que a la postre es la única felicidad duradera. Porque no hay otra.
Desde hace cinco años tenemos con nosotros a Benedicto XVI. Un concienzudo alemán, un intelectual de peso, un sacerdote que nos bendice con la música de Dios en sus manos. No es un Papa de transición. Es un Papa de efusión, de profunda oración y de aguda inteligencia. Es un Papa de corazón ardiente y de visión profética. Es un Papa santo. Sobre él se han abalanzado los prejuicios, las consignas y los estereotipos de rigor. Normal. No todo el mundo quiere al que hace cabeza en la Iglesia Católica. (Y Satanás hace su trabajo, mueve sus fichas con ahínco). Al fin y al cabo es el sucesor de Pedro, el mismo que por humildad pidió ser crucificado cabeza abajo. Y a él, visto lo visto, le va a ir por un igual. ¿Desde cuándo la Verdad es una cuestión de imagen o telediarios? Su Santidad reza, habla, escribe. No cesa de denunciar el mal y el catolicismo a medias (que se conforma con cualquier niebla) y la forma de vida epicúrea con su tristeza añadida, y la blasfemia, y la fantasía teológica de algunos, y el toco mocho del pecado en todo su muestrario de engaños.
Pero no estamos solos. Y no está solo el Papa. Ni mucho menos. El Señor está atento. Nos ama. Y pastorea. Y ama también a todas esas almas que Le escupen en el rostro de Benedicto XVI, Su vicario. Cristo cuenta con ese dolor y su misterio, y cuenta con la suma de todas las pequeñas plegarias de los que amamos a Pedro. El mal azuza, parece que triunfa. Parece que disuelve la esperanza. Sólo parece. Los hombres trivializamos lo más sagrado con extraordinaria desenvoltura. Y sientes la orfandad en la que el hombre se encuentra si Dios no está en su vida. El vacío de tantas personas que se afanan con el aire. La historia contemporánea se envilece a ojos vista. Pero Cristo vence. Benedicto XVI sabe de la ternura de Dios para con los hombres, del don inefable de Su Amor, que se manifiesta en el temblor cotidiano. Sabe que el hombre puede resucitar a la Poesía divina, a esa Armonía de misericordia, que a la postre es la única felicidad duradera. Porque no hay otra.
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