Domingo, 24 de noviembre de 2024

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Moho en la fe

por Guillermo Urbizu


No es mal símbolo. Moho en la fe. Y me dio en qué pensar. Paso a contar. El hecho es que hacía años que no ejercía de monaguillo. Sí, monaguillo. Esos niños -o no tan niños- que ayudan al sacerdote católico durante la misa en cuestión, en esa vuelta al sacrificio del Gólgota. Sucedió en un pueblo. Estábamos multitud. Si contamos, claro, a los ángeles y a otras almas que andan por el Cielo o por el Purgatorio y que estoy convencido hicieron allí acto de presencia. Si dejamos de contarlos estábamos mi familia, los cinco. Y el cura, mi tío. Seis. Más Dios: tres Personas, aunque en este caso de calado infinito. Bueno, pues eso, los que estábamos. Con fresco y con paz, entre aquellos viejos y silenciosos muros del XVI o XVII. Me fijaba en los cada vez más escasos confesionarios, en la piedad de las tallas, en la luz, en ese espacio sagrado desde donde tanta gente ha implorado, ha llorado, ha cantado, ha renacido.

 
¡Qué quieren que les diga! Según me iba fijando, me daba cuenta de lo poco que cuidamos los católicos a Dios. Yo el primero. Sobrenaturalmente desde luego, pero materialmente es notorio. Y cuanto más me acercaba al Sagrario más evidente se me hacía el descuido. ¿En qué consistía? Veamos. El altar. Ese lugar donde Cristo se hace Hostia, donde se renueva la Cruz, con el Cuerpo, Sangre, Alma y divinidad del Verbo encarnado. Ese lugar acrisolado por la santidad y el Amor. El altar: ese lugar que trasciende espacio y tiempo, esa Eucaristía desde donde mana el sentido y la felicidad de todo. Bueno, pues allí había un misal descuadernado sobre un cojín mugriento y descosido, y una única vela metida en un cacharro de plástico con arena. Lo más moderno y limpio era el micrófono. Ni siquiera un crucifijo. El mantel con esas características cagadas de mosca. Y el alma en los pies. Limpiamos lo que pudimos, con unas toallitas enjabonadas que salieron del insondable bolso de mi mujer. Y ella fue la que puso unas flores sobre el altar. Pero lo peor estaba por llegar.

 
Pongo a Dios por testigo que me esmeré en mi oficio de monaguillo. Sentí que hubiera desaparecido toda noción de campanilla (no debe gustar), porque todo aquel que haya pasado alguna vez por estos avatares sabe que hay dos cosas con las que el acólito disfruta sobremanera: la campanilla y pasar la cesta o la bolsa entre las almas. Y en tiempos tocar las campanas colgándose de aquellas enormes sogas (ahora hasta los badajos se mueven sólo mediante la electricidad) que te elevaban en el aire en un grito. En fin, que me quedé sin tocar la campanilla durante la consagración. Pero antes ocurrió lo del moho. Previo al ofertorio el monaguillo concienzudo pone sobre el altar el pañito llamado manutergio, y sobre él la vinajera. ¡Dios! Lo que vi entonces me sobrecogió. En el jarrillo del vino pude distinguir una capa asquerosa de moho que allí flotaba. Corrí a la sacristía para ver alguna rápida solución. Había otras vinajeras, pero todas sucias, impresentables. No tuve otro remedio que salir con la botella del vino en ristre y servir así directamente en el cáliz. Un tanto rústico y poco elegante, lo sé, pero no tuve otra opción.

Al terminar la Misa limpie el moho a conciencia, y también la patena, y pensaba que todo aquello, esa falta de finura y de cuidado en las cosas de Dios, es claro síntoma de una cada vez mayor falta de fe. Empezando por los sacerdotes. No hay excusas. Y no juzgo: razono. Hacen falta muchas tragaderas en el alma para tener a Cristo entre tanta mierda. 
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