Lunes, 25 de noviembre de 2024

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Seguir al Señor

por Juan del Carmelo

          Si tenemos costumbre de leer habitualmente los Evangelios…, veremos que son varias las veces que a distintas personas, el Señor sin más, les dice: “Sígueme” y sin embargo hay otros casos como el del endemoniado en la Decápolis, en Gerasa, que una vez curado le pide al Señor, seguirle y: “Subido El en la barca, el endemoniado le suplicaba que le permitiese acompañarle. Más no se lo permitió, antes le dijo: Vete a tu casa y a los tuyos y cuéntales cuanto el Señor ha hecho contigo y cómo ha tenido misericordia de ti. Y él se fue y comenzó a predicar en la Decápolis cuanto le había hecho Jesús, y todos se maravillaban” (Mc 5,18-20). Al Señor, hay muchas formas de seguirle, cada uno tenemos nuestro camino específico, porque todos no solo de cuerpo sino de alma somos diferentes.

 

            Pero Él quiere que todos le sigamos, dentro de nuestro camino hacia Él, que está abierto, y a todos nos llama y nos invita, por ello en términos generales nos dejó dicho: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24-25). Y para seguirle vemos que hay dos previas condiciones de inevitable cumplimiento, ya que si no las cumplimos no podemos seguirle. La primera es que renunciemos a todo aquello nos pide nuestro “ego” y que nos aparta del camino del Señor; la segunda es que aceptemos, el sufrimiento y las contradicciones que esta vida nos ofrece como medio de santificación y que después le sigamos en su camino.

 

Desde luego que  a todos nos llama, pero hay veces, en que la llamada es personalizada, porque Él sabe muy bien que cuando le dice “sígueme” a una persona, esta está ya entregada a su amor: “Pasando Jesús de allí, vio a un hombre sentado al telonio, de nombre Mateo, y le dijo: Sígueme. Y el, levantándose, le siguió” (Mt 9,9). Y la entrega de en este caso es absoluta, incondicional, tal como el Señor la desea, pues Él nunca comparte nada con nadie, Él lo quiere todo. Y lo quiere todo porque Él es un Dios sumamente celoso, tal como el mismo se califica, al decir: “Soy un Dios celoso” (Ex 20,5).

 

“A otro le dijo: Sígueme, y respondió: Señor déjame ir primero a sepultar a mi padre. Él le contestó: Deja a los muertos sepultar a sus muertos, y tú vete y anuncia el reino de Dios. Otro le dijo: Te seguiré, Señor, pero déjame antes despedirme de los de mi casa. Jesús le dijo: Nadie que, después de haber puesto la mano sobre el arado, mire atrás es apto para el reino de Dios” (Lc 9, 57-62).

 

Y uno ahora, actualmente uno se pregunta: ¿Qué significa seguir al Señor? Para nosotros hoy en día seguir a Cristo, no es solamente entrar en un convento o en un monasterio, o ir a un seminario. Para los que no hemos tenido la suerte, de haber sido llamados vocacionalmente a una vida consagrada, porque el Señor tenía otros planes distintos, nuestra forma de seguir a Cristo es imitarle. Aunque también lo es para el que lleva una vida consagrada.

 

Para San Agustín: “Toda la vida sobrenatural consiste para nosotros en convertirnos en Cristos,…”. La paradoja, que aquí tenemos, consiste en que hemos de aprender de Dios a ser humanos: pues nuestro maestro es Jesús, en quien Dios vino no solo a comunicarnos o mostrarnos el camino, sino en quien Dios vivió, nuestra vida humana.

Juan Pablo II, escribía: “Recordad siempre que Cristo es el Hombre nuevo; sólo a imitación suya pueden surgir los hombres nuevos. Él es la piedra fundamental para construir un mundo nuevo. Solamente en Él encontraremos la verdad total sobre el hombre, que le hará libre interna y externamente en una comunidad libre”.

Según el Kempis, seguir a Cristo, no consiste en especular sobre los misterios de Dios, sino en imitar su vida. Porque es mejor obrar el bien que definirlo. Pero para obrar es necesario el conocimiento, que se adquiere  no por el magisterio humano, sino por el divino, merced a la mortificación del corazón.

 

Lo esencial que se debe conocer, es que la verdadera identificación con Cristo es interior, es decir, se sitúa más allá de la vida moral, de la conciencia, de los sentimientos y de las facultades del conocimiento y de la voluntad. Es ante todo la invasión de nuestro ser por la persona del Señor. La imitación a Cristo, es en referencia a nuestro ser íntimo a nuestro espíritu, a nuestra alma. Pero además ha de tenerse en cuenta, que sin amor no hay posibilidad de imitar. El deseo de imitar al Señor, ha de estar generado por nuestros deseos de amor a Él. Si le amamos le imitamos. La imitación es siempre el mayor fruto del amor.

En la imitación al Señor, esta, ha de estar unida a la perfección a la que debemos de aspirar. “Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). Fuera de la imitación a Cristo, no hay perfección posible. Por lo que, su imitación debe de ser nuestra obligación, nuestra vocación, nuestro deber y nuestra obligación en todos los momentos de nuestra vida. Y la perfección a su vez está unida al amor. El abad Baur, escribe: “Somos tanto más perfectos, cuanto más amamos”. Porque según los Evangelios, no es más perfecto el que se comporta de un modo irreprochable, sino el que ama más.

 

Pero ahora, aquí en este mundo en que vivimos, a medida que crecemos en la semejanza con Cristo por la caridad, vamos siendo más capaces como Él, de tomar sobre nosotros las penas del prójimo, sin autosatisfacción ni paternalismo, sino con una fortaleza que quite de hecho la carga de sus hombros y les ayude a llevarla. Cuando se crece en la imitación a Cristo, la persona ama más y se perfecciona más, lo cual implica que se transforme, porque el amor es siempre transformante, siempre transforma y dentro de esta transformación, se va perdiendo el temor a la muerte, pues la persona sabe que  tiene que asemejarse a Cristo incluso en la muerte para poder llegar a la resurrección. Así San Pablo escribía: “Más aún, todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a él, no con mi propia justicia –la que procede de la Ley– sino con aquella que nace de la fe en Cristo, la que viene de Dios y se funda en la fe. Así podré conocerlo a él, conocer el poder de su resurrección y participar de sus sufrimientos, hasta hacerme semejante a él en la muerte, a fin de llegar, si es posible, a la resurrección de entre los muertos. Esto no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi carrera con la esperanza de alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús” (Flp 3,8-12). Solo tratando de imitar la vida de Cristo y de participar en su muerte, entramos con Él en la gloria de los cielos.

 

La perfección absoluta de una persona, la alcanzará esta cuando se llegue a fundir con la divinidad y esta gran alegría nos espera a todos los que queramos aceptarla, aceptando el amor a Dios. Pero aquí y ahora en este mundo, el hombre que avanza y que ha llegado a la fortaleza espiritual se parece a Dios en su naturaleza divina y humana. Dios, en efecto, se contempla a sí mismo en su naturaleza divina con toda su riqueza, en toda su desbordante felicidad.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

 

Otras glosas o libros del autor relacionados con este tema.                                           

-        Libro. ENTREGARSE A DIOS. Isbn. 978-84-611-7594-0.

-        Libro. DEL MÁS ACÁ AL MÁS ALLÁ. Isbn. 978-84-611-5491-3.

-        Perfección espiritual. Glosa del  25-11-10

-        Perfección humana. Glosa del 12-06-10

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