Aunque desprecien a los profetas, que no llamen mentirosa a Gema Galgani
por César Uribarri
Lo declaró Sor Angela Grotta: Presenciamos la operación (de autopsia) dos monjas de san Camilo de Lelis, don Mateo Giannini, el abogado Giuseppe y dos médicos. Yo misma fui quien, echando mano a los instrumentos, descubrí el corazón por orden de los médicos. La sangre corría a uno y otro lado fresca y hermosa, tanto que me quedé profundamente maravillada de que en un cadáver, que llevaba quince días de enterrado, pudiese haber todavía sangre en aquella cantidad, teniendo presente además el estado de consunción a que llegó Gema en sus últimos días. El corazón aparecía fresco, fuerte, flexible rubicundo y todo lleno de sangre, cual si se hallase vivo.
Santa Gema Galgani es un misterio. Su vida desconcierta, por la fuerza de un amor total que le abrasa, un amor desconcertante a quien cariñosamente llamaba, simplemente, Jesús. “Os amo, os amo apasionadamente. Moriré, Jesús, moriré, sí , moriré, pero de amor y dolor por Ti. Padre mío (su director espiritual, el padre Germán), tomo de nuevo aliento; cuanto más miserable me siento, más me parece que quiero a Jesús; su amor me embriaga, me consume cada vez más…”. Extraña santa, llena de dolor de amor. Su vida interior es una tensión de amor total sacudida por temores, sufrimientos, dudas sobre la veracidad de cuanto le acontece. La querida Gema, la santa estigmatizada, debe huir en tantas ocasiones del Sagrario pues se siente arder por dentro, siente que morirá abrasada si permanece delante del Santísimo un rato más. El pecho le quema, las mejillas le abrasan el rostro, el corazón parece explotar. Ese corazón que, en algunas ocasiones, le impide siquiera sentarse en los bancos de la iglesia, pues tanta es la pasión que siente por Cristo, que sus latidos hacen temblar el banco de un modo escandaloso. Y eso le humilla.
Y como de pasada, en una de sus cartas dirigidas a su director espiritual, Gema Galgani deja caer una pista desconcertante.
“Monseñor (se refiere a su confesor, Mons. Volpi, que tuvo muchas dudas sobre la veracidad de cuanto vivía santa Gema) se ha indignado tanto contra mí por mis pecados que apenas me confiesa, y me desecha, llamándome mentirosa, como mentiroso es el diablo (esta palabra la dijo cuando le anuncié que el demonio estaba a punto de desencadenar una guerra cruel)…”.
Gema Galgani, la santa que muere el 11 de Abril de 1903, en Luca, rara vez hablará de estas cosas. Meses después profundizará en esa profecía a su director espiritual, pero lo hará por mandato del Cielo y tras luchar varios días contra el horror de escribir sobre ello. El próximo post desarrollará esa futura carta, pero hay en este breve anuncio algo desconcertante. Cuando los historiadores tratan de comprender la primera guerra mundial enfrentan insondables interrogantes: ¿porqué se desató tamaña violencia? No hay una causa real, comprensible, de tal despliegue de horror. Y es más, tal despliegue de barbarie no fue sino causa de la siguiente guerra mundial. Un horror, por tanto, que traería como consecuencia, un horror mayor. Y si la segunda guerra mundial ha colapsado el recuerdo de la primera, al traer a colación las cifras de muertos, la crudeza de las batallas de aquella contienda con su ingente colección de cadáveres, uno se sorprende más aún cuando no parece encontrar razón proporcional que desatará tales odios. Pero Gema da una pista olvidada y despreciada: “el demonio está a punto de desencadenar una guerra cruel”.
¿Qué más le dijo a su director? ¿Qué puerta quedó abierta para permitir tales horrores? La lucha previa debió ser espiritual, y fue perdida. Gema Galgani, en nombre del Cielo, pediría batalladores espirituales para detener el poder del Maligno. Ella misma tomó la bandera y el estandarte. Pero el Cielo pedía más, pues Satanás estaba fuerte. ¿Quedó despreciada su profecía? Más bien fue despreciada su advertencia –“porque puede pasar esto, es necesario aquello”-. Santa Gema no pretendía desvelar hechos del mañana, sino ayudar a evitarlos. Era, por tanto evitable de haberse correspondido. Pero lo profético es depreciado y entonces se equivocan las urgencias de los tiempos. O se ponen las miras en lo colateral, no en lo esencial. La batalla era espiritual, batalla de víctimas sufrientes en el amor a Dios, en la entrega generosa como dación por cuantos no se entregan. El Cielo ante tamaño horror pidió poco a cambio. Pero no le fue dado. Y el campo quedó abierto para Satanás.
Años futuros pudieron ver el horror desatado. Era el éxito de una estrategia maravillosamente orquestada: el mal sería fuente de peores males. Una guerra terrible se desató como nunca lo vieron los siglos, pero su efecto fue una guerra aún peor. La violencia desató violencias peores. Y si las antaño naciones cristianas combatieron con fuego y sangre, naciones ateas y antirreligiosas desataron el furor de los infiernos años después. Entonces, de donde debía nacer una nueva consciencia de la necesidad de lo moral, de la libertad religiosa como garantía de paz, paradójicamente años siguientes a la segunda guerra mundial fraguaron una persecución sibilina a la libertad religiosa, a los principios morales. Y si recientes años han visto caer los totalitarismos antirreligosos, ¿no sería razonable el enaltecimiento del hecho religioso como algo conquistado a precio de mártires? Paradójicamente el odio religioso alcanza cotas antes insospechadas. Son los éxitos de una estrategia no detenida porque no se la ha sabido enfrentar.
El corazón, el corazón físico de santa Gema, es modelo de cuanto pasa. Años atrás descansaba (ingrato Madrid) bajo el altar mayor del Santuario de santa Gema (en la misma villa y corte). Una urna de plata en una urna acristalada, bajo el altar mayor, centro de la mirada, lugar de honor para quien honró como pocos tan preciado Sacramento, tan maravilloso Sacrificio. Ahora, signos de los tiempos, retirado de tan preciado lugar, rebajado en importancia visual y estética, permanece en una simple pared previa al presbiterio, sin gracia ni respeto. Se ha querido acercar al “pueblo” tanto el misterio, que ha desaparecido el misterio que eleva la fe. Y perdida la fe, las batallas acaban siendo otras, pero nunca espirituales.
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