Domingo, 24 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Regalos, regalos, regalos

por Guillermo Urbizu



Una sed que no se calma. Ansia de agradar, cariño del bueno o, sencillamente, hay que hacerlo. Quizá no acertemos. Regalos. Calibrar gustos y tallas y precios. O, eso mismo, cualquier cosa. Venga, ya, vamos, es perfecto. Seguro, seguro. Hazme caso. ¡Menudo presupuesto de tiempo! Y del otro. Saber elegir lo práctico, o un detalle, o una sorpresa. Algo inesperado, vestido con ese papel y esos lazos. ¡Cuántas vueltas! Quizá un libro. ¿No? Vale, de acuerdo, esa corbata. El aroma de las tiendas y el perfil de las dependientas. Vueltas y revueltas. Ideas demasiado caras, ideas que ya no estaban. ¡Qué tumulto de gente, qué revoltijo de palabras! Se agradece que haya un asiento de cuando en cuando. Y te devanas el magín o sesera. ¿Qué le gustará? Puede que una camiseta, o unas zapatillas, o para salir del paso esa pulsera. Bolsas, paquetes, bultos. ¡Cuántas cosas! Apetencias y caprichos repentinos. Y siempre el dinero que no llega. Y mira que hay objetos bellos. Ese pañuelo color fuego, esa americana con coderas. Propósito: austeridad con lo propio. Con los demás dar el resto. Sin dejar de lado la mesura y, por supuesto, la elegancia. Regalos, regalos, regalos. Darse. Indicios de amistad, de cariño, de afecto. Eso debería de ser siempre. Amor en el centro. El hombre ha nacido para querer. Y es fácil perder la pista de lo fundamental en la amalgama de precios, en la ansiedad de la prisa, en la niebla de los brillos. Deslumbran las calles y los escaparates. Y el deseo se activa, y los sentidos se enardecen. Es un espectáculo, y un peligro quedarse en la epidermis de todo ese lío. Regalos, regalos. Señoras y señores, trascendamos. Un poquito. Pensemos. Lo cual requiere, lo sé, su parte de ahínco. Para los demás nosotros deberíamos ser el principal agasajo. En persona. Y una vez dicho esto, corroborar que los regalos son signos, cifra de unos sentimientos que no están lejos del alma, de lo bueno. Sería del género idiota quedarnos en el oropel, o en el simulacro. En la mentira, vamos. Quedarse en las apariencias. ¡Qué fracaso entonces! Tanto empeño para nada. ¿Acaso regalamos para que nos regalen, o porque nos regalan y no hay otro remedio? ¿Es sólo un hecho social, protocolario? ¿Es un ridículo automatismo, una inversión por si acaso? Ay, los regalos, los regalos. No importa lo que cuesten o si son de marca o si resulta que fueron comprados en rebajas o en los chinos. Lo que importa es esa pizca de felicidad en sus ojos. Quererse. Sean niños o mayores. El meollo de esos paquetes y bolsas es que pensamos en los otros. Con generosidad de corazón. No nos equivocaremos. 
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