En Canadá, donde está normalizado, afloran cientos de testimonios
El suicidio asistido no reduce los otros suicidios: daña a los que quedan atrás, hay efecto contagio
Los impulsores de la eutanasia y del suicidio asistido alegaban que su legalización disminuiría el número de los suicidios no asistidos, esto es, los que ya existían.
La estadística de varios años en Estados Unidos y de dos en España (donde fue aprobada en 2021) dice exactamente lo contrario.
La razón es la misma que dispara el número de eutanasiados en cuanto se legaliza la eutanasia, o que va ampliando, primero por la vía de los hechos y luego con modificaciones legales, los casos en que se permite: a saber, que la percepción social de que es posible suicidarse de forma 'limpia y segura' obliga a cada miembro de la sociedad a replantearse si vale la pena vivir, y prepara el terreno a una decisión drástica en las personas con ideación suicida. Tiene un efecto multiplicador en la idea de que el suicidio puede ser la solución.
Otro argumento de los activistas pro-suicidio es la evitación del sufrimiento. Una sociedad donde quienes padecen desaparecen es una sociedad menos angustiada por el dolor, sostienen. También aquí la realidad lo desmiente, como se está dejando ver particularmente en Canadá, donde las eutanasias y los suicidios asistidos se han multiplicado de tal manera que se han convertido en una práctica normalizada.
¿Ha disminuido el sufrimiento social? Más bien están aflorando cientos de testimonios de personas cuyo sufrimiento nace cuando quien ha decidido suicidarse consigue su propósito.
Jonathon van Maren, historiador, militante provida, colaborador en numerosas publicaciones conservadoras y director de comunicación del Centro Canadiense para la Reforma Bioética, rescata esta realidad en un reciente artículo publicado en First Things:
Cómo el suicidio asistido destruye a los seres queridos que quedan atrás
El argumento fundamental para el suicidio asistido es que alivia el sufrimiento. Pero el suicidio asistido no reduce el sufrimiento de la sociedad, lo extiende. No somos simples individuos, sino miembros de familias y comunidades. Cuando perdemos a uno de sus miembros, especialmente de forma prematura, todos sufrimos.
El impacto de Anthony Bourdain
El documental de 2021 de Morgan Neville Anthony Bourdain: un chef por el mundo ofrece el relato de una vida salvaje vivida en los límites de la experiencia humana: comer en el Sahara, cenar en Vietnam…
Anthony Bourdain era la envidia de millones de personas cuando se ahorcó en la habitación de un hotel francés en 2018, y las entrevistas que hace la película a sus seres queridos desbordan de crudeza ante un dolor no bien procesado y una rabia palpable que resulta dura de ver.
El documental concluye con unas secuencias desgarradoras de la hija pequeña de Bourdain con su padre negado no porque no la amara, sino porque no quiso seguir aquí.
Para los seres queridos de Bourdain, los sufrimientos insoportables comenzaron en el momento en el que supieron de su suicidio.
Anthony Bourdain (1956-2018) fue un cocinero neoyorquino, escritor y presentador de éxito, que convirtió su libro 'Confesiones de un chef' en bestseller mundial.
Este documental nos toca de cerca porque en las sociedades occidentales es cada día más potente la petición de legalización del suicidio asistido, al mismo tiempo que nos llega un chorreo continuo de historias de terror procedentes de países como Canadá, donde morir por inyección letal se ha convertido en algo corriente.
El sencillo argumento fundamental de sus partidarios es que el derecho a la autonomía corporal incluye el derecho al suicidio, y que la legalización es necesaria para reducir el sufrimiento en la sociedad. La realidad que estamos viendo manifestarse cuenta una historia muy distinta. Lejos de reducir el sufrimiento, el suicidio asistido se ha convertido en el catalizador para difundirlo. En muchos casos, si no en la mayoría, la muerte por inyección letal transfiere el sufrimiento temporal a los desolados seres queridos que luchan para procesar lo que ha sucedido.
Algunos ejemplos
Gary Hertgers, de British Columbia, supo que su hermana Wilma había muerto por inyección letal cuando el administrador de la comunidad le llamó para decirle que el juez que levantó el cadáver acababa de dejar el apartamento. Wilma no le dijo a nadie de su familia cercana lo que estaba planeando, y les dejó devastados.
Un padre de Ontario descubrió que su hija, que padecía una enfermedad mental, había pedido el suicidio asistido. Él y la madre, que eran quienes la atendían, están desesperados por detenerla. Pero las pobres familias no merecen consideración alguna en el régimen suicida de Canadá.
Un médico relató a The Globe and Mail que sigue sufriendo pesadillas con la inyección letal de su padre, a la que se opuso la familia.
Dos hermanas en British Columbia supieron por un mensaje de texto que su madre había recibido la inyección letal.
El dolor se multiplica
Tristeza, rabia e incluso un sentimiento de traición se mezclan con el dolor de quienes han perdido, o van a perder, a un miembro de su familia por suicidio asistido. Su dolor se multiplica por el hecho de que no pueden hacer nada para impedirlo, en caso de que sepan cuándo está programado.
Por algo titulaba el Globe and Mail un reportaje a principios de este año: “Un duelo complicado: vivir después de que un miembro de la familia ha muerto por suicidio asistido”.
Hace algún tiempo, un médico de Ottawa me dijo que percibía la diferencia en la reacción de quienes veían morir a un ser querido por inyección letal respecto a aquellos cuyo ser querido moría de forma natural. El trauma y el dolor de aquéllos no es muy distinto, si es que no es peor, al de alguien que ha perdido a un ser querido repentinamente en un accidente de tráfico.
Historia tras historia, vemos mostrarse la mentira fundamental de los activistas del suicidio asistido.
La pretensión de que el suicidio asistido reduce el sufrimiento no solo es falsa, sino también vergonzante y despreciable.
El suicidio de Anthony Bourdain (cuyo historial de depresión le habría hecho apto ser eutanasiado en Canadá, tras la ampliación de la ley), ¿redujo el sufrimiento por el hecho de que su vida concluyera?
¿Qué pasa con el sufrimiento de su hija pequeña? ¿O de sus amigos? ¿O de sus otros seres queridos?
¿Alguno de ellos describiría el sufrimiento que viven como “soportable” o simplemente se ven forzados a aguantarse, como todos aquellos a quienes dejaron atrás las decenas de miles de personas que han muerto por suicidio asistido?
Jonathon van Maren es autor, entre otros libros, de 'La guerra cultural', donde destaca la importancia de que los cristianos den esa batalla.
Todos amamos a alguien que ha padecido una enfermedad mental en algún momento de su vida.
La mayoría conocemos a alguien que ha peleado con la idea de suicidarse.
Muchos de mis más próximos lo han experimentado, y me estremezco al pensar en el sufrimiento insoportable que yo experimentaría si alguna de esas personas a quienes amo decidiese poner fin a su vida de esa forma.
Los activistas del suicidio, en su celo libertario e hiper-individualista, olvidan que los seres humanos se necesitan unos a otros, y que ofrecer a quien sufre (incluso animarle a ello) la posibilidad de cortar todos los lazos del amor con un suicidio facilitado por el estado es producir un sufrimiento social sísmico.
Más de treinta mil canadienses han muerto por inyección letal desde que se legalizó el suicidio asistido con la intención de reducir el sufrimiento en nuestra sociedad.
Al contrario: lo hemos visto multiplicarse por mil.