El Premio Nobel de la Paz a ICAN es profundamente irracional
Si mañana las armas nucleares desapareciesen como por encanto de los arsenales de las potencias que las tienen, en el mundo entero comenzarían de nuevo a gran escala las guerras entre estados.
por Rodolfo Casadei
El Premio Nobel de la Paz a ICAN (International Campaign to Abolish Nuclear Weapons, Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares), es un engaño de proporciones cósmicas, superiores incluso a las del Premio Nobel de la Paz preventivo que se le concedió al recién elegido presidente estadounidense Barack Obama en 2009. Si mañana las armas nucleares desapareciesen como por encanto de los arsenales de las potencias que las tienen, en el mundo entero comenzarían de nuevo a gran escala las guerras entre estados.
El hecho de que un restringido club de estados tenga una gran cantidad de armas nucleares no es hoy la principal amenaza para la paz, sino su contrario: la garantía de que ya no tendremos guerras mundiales. El principio de la disuasión y el equilibrio del terror son lo que ha impedido durante setenta años que las grandes potencias y las aspirantes a serlo se hiciesen la guerra entre ellas y arrastrasen al mundo hacia su ruina, como sucedió por dos veces en el plazo de veinticinco años durante el siglo XX.
No tenemos la certeza absoluta de que las armas nucleares hoy existentes no vayan a ser usadas nunca: un error humano siempre es posible; un dictador a quien estén a punto de derrocar podría apretar el botón rojo como apocalíptica venganza; un grupo terrorista podría con alguna complicidad apropiarse de un arma atómica y emplearla, disfrutando la ventaja de la asimetría entre un estado, dotado de un territorio, y una organización terrorista que no puede ser localizada y ser objeto de una represalia atómica.
El objetivo a largo plazo de la abolición de las armas nucleares es laudable con el fin de eliminar los tipos de amenaza para la paz que acabo de enumerar, pero imaginar que se va a traer la paz al mundo aboliendo en los próximos cuatro o cinco años las armas nucleares es totalmente irracional. Lo que se conseguiría es poner a las grandes potencias y a las potencias emergentes en la tentación de resolver sus problemas económicos, políticos y demográficos y de satisfacer sus propias aspiraciones geopolíticas recurriendo a sus ejércitos y a las armas convencionales.
Desaparecidas las armas nucleares, que encarnan el principio estratégico de la destrucción mutua asegurada, esto es, la igualdad perfecta entre adversarios, volveríamos a la situación del siglo XX, en la cual los estados pueden intentar conseguir una situación de superioridad militar sobre su adversario y utilizarla para chantajearlo o atacarlo eficazmente.
Es absolutamente ridículo que quien haya concedido este premio a la campaña contra las armas nucleares haya sido el comité noruego para el Nobel, cuyos miembros son elegidos por el parlamento noruego: sin la existencia de las armas atómicas, Noruega habría sido sovietizada, como el resto de Europa occidental, en los tiempos de la Guerra Fría, que no habría sido fría sino que se habría calentado mucho, una vez eliminado el paraguas atómico.
Noruega, miembro de la OTAN desde 1949, no perdió jamás su independencia gracias a las armas atómicas de la alianza político-militar euro-norteamericana. Las democracias liberales y las socialdemocracias de Europa occidental se salvaron del socialismo real solo gracias a las armas nucleares, dado que las fuerzas convencionales del Pacto de Varsovia (la alianza militar que pivotaba sobre la Unión Soviética) eran claramente superiores a las de la OTAN.
En 1985, la OTAN, reforzando sus filas, podía desplegar en Europa 4,5 millones de soldados, equivalentes a 121 divisiones, 24.250 carros de combate, 18.350 piezas de artillería, 3450 cazas, 430 aviones de reconocimiento y 75 bombarderos; el Pacto de Varsovia, en ese mismo momento, podía desplegar 6 millones de soldados, equivalentes a 202 divisiones, 49.000 carros de combate, 41.000 piezas de artillería, 2300 cazas, 570 aviones de reconocimiento y 440 bombarderos.
La ventaja soviética era evidente: según la mayor parte de los observadores, las fuerzas del Pacto de Varsovia estaban en disposición de ocupar toda Europa occidental después de seis semanas de combates. La igualdad estratégica la garantizaban las armas nucleares. Cuando los estadounidenses tuvieron la sospecha de que los comunistas podrían utilizar sus fuerzas convencionales para ocupar parcialmente Europa con una guerra relámpago, confiando en que Estados Unidos se sentaría a negociar antes que lanzarse a una guerra nuclear mutuamente destructiva, decidieron en la OTAN desplegar en territorio europeo misiles Pershing y de crucero dotados de cabeza nuclear, para que Moscú entendiese que iban en serio.
Sin el paraguas atómico, Europa habría sido sovietizada en los primeros años 60: no habría habido el 68 ni los Beatles, ni Juan Pablo II ni la caída del Muro de Berlín, ni internet ni teléfonos móviles. Hoy el mundo sería completamente distinto. Eso sin contar qué habría hecho la China de Mao Tse Tung, alguien que decía que “hay muertos que pesan como piedras y muertos que pesan como plumas”.
Borrar las armas nucleares del mundo tal como es hoy evidenciaría todos los desequilibrios de fuerza que ellas nivelan. Consideremos los desequilibrios demográficos. En toda Europa occidental (casi 200 millones de habitantes) hay poco más de 17 millones de hombres entre 20 y 34 años de edad, la misma cifra en el mismo tramo de edad que suman Egipto y Sudán. Turquía tiene un número de hombres entre 20 y 34 años, un poco inferior al de Francia y el Reino Unido juntos. Imaginemos qué podría suceder en caso de una crisis política de gran magnitud.
¿Tenemos por ello que confiarnos para siempre al equilibrio del terror para defender nuestra paz y nuestra libertad? Tal vez no, pero el desarme nuclear no es el primer paso que hay que dar, no es la prioridad. La prioridad es aumentar la integración económica, sobre todo entre los grandes países y las grandes áreas geopolíticas, la colaboración en el seno de las organizaciones multilaterales, la unificación progresiva entre países que en otro tiempo fueron enemigos (como en el caso de la Unión Europea, que une a alemanes y franceses, durante siglos enemigos en el campo de batalla), el reequilibrio del desarrollo a nivel mundial.
Los países grandes y medianos rebajarán sus armas nucleares cuando ya no teman la envidia, la venganza, la codicia, el deseo de poder de sus vecinos. Cuando ya no tengan miedo a la superioridad convencional de los vecinos, o hayan sido unificados en entidades supranacionales, los estados nuclearizados tal vez puedan renunciar a sus armas atómicas. Hacerlo antes sería un suicidio, sería invitar a la invasión del propio país. Y justo ésta es la razón por la cual hay países que quieren hoy dotarse de armas nucleares: no para atacar a los demás, sino para tener la certeza de no ser atacados, para dejar de ser el objetivo de políticas de “cambio de régimen” por parte de las grandes potencias, Estados Unidos in primis.
Publicado en Tempi.
Traducción de Carmelo López-Arias.
El hecho de que un restringido club de estados tenga una gran cantidad de armas nucleares no es hoy la principal amenaza para la paz, sino su contrario: la garantía de que ya no tendremos guerras mundiales. El principio de la disuasión y el equilibrio del terror son lo que ha impedido durante setenta años que las grandes potencias y las aspirantes a serlo se hiciesen la guerra entre ellas y arrastrasen al mundo hacia su ruina, como sucedió por dos veces en el plazo de veinticinco años durante el siglo XX.
No tenemos la certeza absoluta de que las armas nucleares hoy existentes no vayan a ser usadas nunca: un error humano siempre es posible; un dictador a quien estén a punto de derrocar podría apretar el botón rojo como apocalíptica venganza; un grupo terrorista podría con alguna complicidad apropiarse de un arma atómica y emplearla, disfrutando la ventaja de la asimetría entre un estado, dotado de un territorio, y una organización terrorista que no puede ser localizada y ser objeto de una represalia atómica.
El objetivo a largo plazo de la abolición de las armas nucleares es laudable con el fin de eliminar los tipos de amenaza para la paz que acabo de enumerar, pero imaginar que se va a traer la paz al mundo aboliendo en los próximos cuatro o cinco años las armas nucleares es totalmente irracional. Lo que se conseguiría es poner a las grandes potencias y a las potencias emergentes en la tentación de resolver sus problemas económicos, políticos y demográficos y de satisfacer sus propias aspiraciones geopolíticas recurriendo a sus ejércitos y a las armas convencionales.
Desaparecidas las armas nucleares, que encarnan el principio estratégico de la destrucción mutua asegurada, esto es, la igualdad perfecta entre adversarios, volveríamos a la situación del siglo XX, en la cual los estados pueden intentar conseguir una situación de superioridad militar sobre su adversario y utilizarla para chantajearlo o atacarlo eficazmente.
Es absolutamente ridículo que quien haya concedido este premio a la campaña contra las armas nucleares haya sido el comité noruego para el Nobel, cuyos miembros son elegidos por el parlamento noruego: sin la existencia de las armas atómicas, Noruega habría sido sovietizada, como el resto de Europa occidental, en los tiempos de la Guerra Fría, que no habría sido fría sino que se habría calentado mucho, una vez eliminado el paraguas atómico.
Noruega, miembro de la OTAN desde 1949, no perdió jamás su independencia gracias a las armas atómicas de la alianza político-militar euro-norteamericana. Las democracias liberales y las socialdemocracias de Europa occidental se salvaron del socialismo real solo gracias a las armas nucleares, dado que las fuerzas convencionales del Pacto de Varsovia (la alianza militar que pivotaba sobre la Unión Soviética) eran claramente superiores a las de la OTAN.
En 1985, la OTAN, reforzando sus filas, podía desplegar en Europa 4,5 millones de soldados, equivalentes a 121 divisiones, 24.250 carros de combate, 18.350 piezas de artillería, 3450 cazas, 430 aviones de reconocimiento y 75 bombarderos; el Pacto de Varsovia, en ese mismo momento, podía desplegar 6 millones de soldados, equivalentes a 202 divisiones, 49.000 carros de combate, 41.000 piezas de artillería, 2300 cazas, 570 aviones de reconocimiento y 440 bombarderos.
La ventaja soviética era evidente: según la mayor parte de los observadores, las fuerzas del Pacto de Varsovia estaban en disposición de ocupar toda Europa occidental después de seis semanas de combates. La igualdad estratégica la garantizaban las armas nucleares. Cuando los estadounidenses tuvieron la sospecha de que los comunistas podrían utilizar sus fuerzas convencionales para ocupar parcialmente Europa con una guerra relámpago, confiando en que Estados Unidos se sentaría a negociar antes que lanzarse a una guerra nuclear mutuamente destructiva, decidieron en la OTAN desplegar en territorio europeo misiles Pershing y de crucero dotados de cabeza nuclear, para que Moscú entendiese que iban en serio.
Sin el paraguas atómico, Europa habría sido sovietizada en los primeros años 60: no habría habido el 68 ni los Beatles, ni Juan Pablo II ni la caída del Muro de Berlín, ni internet ni teléfonos móviles. Hoy el mundo sería completamente distinto. Eso sin contar qué habría hecho la China de Mao Tse Tung, alguien que decía que “hay muertos que pesan como piedras y muertos que pesan como plumas”.
Borrar las armas nucleares del mundo tal como es hoy evidenciaría todos los desequilibrios de fuerza que ellas nivelan. Consideremos los desequilibrios demográficos. En toda Europa occidental (casi 200 millones de habitantes) hay poco más de 17 millones de hombres entre 20 y 34 años de edad, la misma cifra en el mismo tramo de edad que suman Egipto y Sudán. Turquía tiene un número de hombres entre 20 y 34 años, un poco inferior al de Francia y el Reino Unido juntos. Imaginemos qué podría suceder en caso de una crisis política de gran magnitud.
¿Tenemos por ello que confiarnos para siempre al equilibrio del terror para defender nuestra paz y nuestra libertad? Tal vez no, pero el desarme nuclear no es el primer paso que hay que dar, no es la prioridad. La prioridad es aumentar la integración económica, sobre todo entre los grandes países y las grandes áreas geopolíticas, la colaboración en el seno de las organizaciones multilaterales, la unificación progresiva entre países que en otro tiempo fueron enemigos (como en el caso de la Unión Europea, que une a alemanes y franceses, durante siglos enemigos en el campo de batalla), el reequilibrio del desarrollo a nivel mundial.
Los países grandes y medianos rebajarán sus armas nucleares cuando ya no teman la envidia, la venganza, la codicia, el deseo de poder de sus vecinos. Cuando ya no tengan miedo a la superioridad convencional de los vecinos, o hayan sido unificados en entidades supranacionales, los estados nuclearizados tal vez puedan renunciar a sus armas atómicas. Hacerlo antes sería un suicidio, sería invitar a la invasión del propio país. Y justo ésta es la razón por la cual hay países que quieren hoy dotarse de armas nucleares: no para atacar a los demás, sino para tener la certeza de no ser atacados, para dejar de ser el objetivo de políticas de “cambio de régimen” por parte de las grandes potencias, Estados Unidos in primis.
Publicado en Tempi.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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