Via Crucis: Francisco desgranó los pecados de nuestra «vergüenza de haber perdido la vergüenza»
Dos franciscanos de Tierra Santa, una religiosa iraquí y una familia siria estuvieron entre las personas que llevaron la Cruz en alguna de las catorce estaciones del Via Crucis celebrado junto al Coliseo Romano, en una ceremonia presidida este Viernes Santo por el Papa Francisco. Varios jóvenes, chicos y chicas, la llevaron también, y la primera y la última estaciones las hizo el vicario de la diócesis de Roma, monseñor Angelo de Donatis. De la comitiva fomaron también parte tres voluntarios camilleros de Lourdes junto con una niña discapacitada, así como los estudiantes que prepararon las meditaciones y el profesor que les coordinó, Andrea Monda.
Al finalizar el recorrido penitencial, Francisco ante los veinte mil asistentes su propia oración, que giró en torno a la "vergüenza" por los pecados de los hombres y a "la vergüenza de haber perdido la vergüenza" de cometerlos, pero al mismo tiempo pidiendo "la gracia de la santa vergüenza" que nos conduzca al arrepentimiento, y con él a la esperanza. (Ver abajo el texto completo de la oración.)
También expresó la certeza de que "la chispa de la esperanza" enciende "la tenebrosidad de nuestra desesperación", y una esperanza en particular: "La esperanza de que tu Iglesia santa, y constituida por pecadores, continúe, incluso hoy, a pesar de todos los intentos de desacreditarla, a ser una luz que ilumine, anime, alivie y testimonie tu amor ilimitado por la humanidad, un modelo de altruismo, un arca de salvación y una fuente de certeza y de verdad".
Antes de impartir la bendición a todos los presentes, Francisco pidió al Señor "que nos identifiquemos con el buen ladrón que te miró con ojos llenos de vergüenza, de arrepentimiento y de esperanza; que con ojos de fe vio en tu aparente derrota la victoria divina, y así, arrodillados delante de tu misericordia, y con honestidad, ganó el paraíso".
Texto íntegro de la oración leída por Francisco
Señor Jesús, nuestra mirada está dirigida a ti, llena de vergüenza, de arrepentimiento y de esperanza.
Vergüenza
Ante tu amor supremo, la vergüenza nos impregna por haberte dejado sufrir en soledad nuestros pecados:
La vergüenza de haber huido ante la prueba a pesar de haber dicho miles de veces “incluso si todos te abandonan, yo no te abandonaré jamás”.
La vergüenza de haber elegido a Barrabás y no a ti, el poder y no a ti, la apariencia y no a ti, el dinero y no a ti, la mundanidad y no la eternidad.
La vergüenza por haberte tentado con la boca y con el corazón cada vez que nos hemos encontrado ante una prueba, diciéndote: “Si tú eres el Mesías, sálvate y creeremos”.
La vergüenza por tantas personas, incluso algunos de tus ministros, que se han dejado engañar por la ambición y por la vanagloria perdiendo su dignidad y su primer amor.
La vergüenza porque nuestras generaciones están dejando a los jóvenes un mundo fracturado por las divisiones y por las guerras; un mundo devorado por el egoísmo donde los jóvenes, los pequeños, los enfermos, los ancianos son marginados.
La vergüenza de haber perdido la vergüenza.
¡Señor Jesús, danos siempre la gracia de la santa vergüenza!
Arrepentimiento
Nuestra mirada está llena también de un arrepentimiento que, delante de tu silencio elocuente, suplica tu misericordia:
Un arrepentimiento que germina ante la certeza de que sólo tú puedes salvarnos del mal, sólo tú puedes cura nuestra lepra de odio, de egoísmo, de soberbia, de codicia, de venganza, de codicia, de idolatría, sólo tú puedes abrazarnos devolviéndonos la dignidad filiar y alegrarte por nuestro regreso a casa, a la vida.
El arrepentimiento que surge de sentir nuestra pequeñez, nuestra nada, nuestra vanidad y que se deja acariciar por su dulce y poderosa invitación a la conversión.
El arrepentimiento de David que, desde el abismo de su miseria, encuentra en ti su única fuerza.
El arrepentimiento que nace de nuestra vergüenza, que nace de la certeza de que nuestro corazón permanecerá siempre inquieto hasta que no te encuentre y encuentre en ti su única fuente de plenitud y de quietud.
El arrepentimiento de Pedro que, cruzando su mirada con la tuya, llora amargamente por haberte negado delante de los hombres.
Señor Jesús, ¡danos siempre la gracia del santo arrepentimiento!
Esperanza
Ante tu suprema majestad se enciende, en la tenebrosidad de nuestra desesperación, la chispa de la esperanza para que sepamos que tu única medida de amarnos es la de amarnos sin medida.
La esperanza de que tu mensaje continúe inspirando, todavía hoy, a tantas personas y pueblos a que solo el bien puede derrotar el mal y la maldad, sólo el perdón puede derrotar el rencor y la venganza, sólo el abrazo fraterno puede dispersar la hostilidad y el miedo del otro.
La esperanza de que tu sacrificio continúa, todavía hoy, emanando el perfume del amor divino que acaricia los corazones de tantos jóvenes que continúan consagrándote sus vidas convirtiéndose en ejemplos vivos de caridad y de gratuidad en este mundo devorado por la lógica del beneficio y de la ganancia fácil.
La esperanza de que tantos misioneros y misioneras continúen hoy desafiando la adormecida conciencia de la humanidad arriesgando sus vidas para servirte en los pobres, en los descartados, en los inmigrantes, en los invisibles, en los explotados, en los hambrientos en los encarcelados.
La esperanza de que tu Iglesia santa, y constituida por pecadores, continúe, incluso hoy, a pesar de todos los intentos de desacreditarla, siendo una luz que ilumine, anime, alivie y testimonie tu amor ilimitado por la humanidad, un modelo de altruismo, un arca de salvación y una fuente de certeza y de verdad.
La esperanza de que, de tu cruz, fruto de la codicia y de la cobardía de tantos doctores de la Ley y de los hipócritas, surja la Resurrección transformando las tinieblas de la tumba en el resplandor del alba del Domingo sin atardecer, enseñándonos que tu amor es nuestra esperanza.
Señor Jesús, ¡danos siempre la gracia de la santa esperanza!
Ayúdanos, Hijo del Hombre, a despojarnos de la arrogancia del ladrón puesto a tu izquierda, y de los miopes y de los corruptos que han visto en ti una oportunidad de explotar, un condenado al que criticar, un derrotado del que burlarse, otra ocasión para atribuir a los demás, e incluso a Dios, las propias culpas.
Te pedimos, en cambio, Hijo de Dios, que nos identifiquemos con el buen ladrón que te miró con ojos llenos de vergüenza, de arrepentimiento y de esperanza; que con ojos de fe vio en tu aparente derrota la victoria divina, y así, arrodillados delante de tu misericordia, y con honestidad, ganó el paraíso. Amén.
Al finalizar el recorrido penitencial, Francisco ante los veinte mil asistentes su propia oración, que giró en torno a la "vergüenza" por los pecados de los hombres y a "la vergüenza de haber perdido la vergüenza" de cometerlos, pero al mismo tiempo pidiendo "la gracia de la santa vergüenza" que nos conduzca al arrepentimiento, y con él a la esperanza. (Ver abajo el texto completo de la oración.)
También expresó la certeza de que "la chispa de la esperanza" enciende "la tenebrosidad de nuestra desesperación", y una esperanza en particular: "La esperanza de que tu Iglesia santa, y constituida por pecadores, continúe, incluso hoy, a pesar de todos los intentos de desacreditarla, a ser una luz que ilumine, anime, alivie y testimonie tu amor ilimitado por la humanidad, un modelo de altruismo, un arca de salvación y una fuente de certeza y de verdad".
Antes de impartir la bendición a todos los presentes, Francisco pidió al Señor "que nos identifiquemos con el buen ladrón que te miró con ojos llenos de vergüenza, de arrepentimiento y de esperanza; que con ojos de fe vio en tu aparente derrota la victoria divina, y así, arrodillados delante de tu misericordia, y con honestidad, ganó el paraíso".
Texto íntegro de la oración leída por Francisco
Señor Jesús, nuestra mirada está dirigida a ti, llena de vergüenza, de arrepentimiento y de esperanza.
Vergüenza
Ante tu amor supremo, la vergüenza nos impregna por haberte dejado sufrir en soledad nuestros pecados:
La vergüenza de haber huido ante la prueba a pesar de haber dicho miles de veces “incluso si todos te abandonan, yo no te abandonaré jamás”.
La vergüenza de haber elegido a Barrabás y no a ti, el poder y no a ti, la apariencia y no a ti, el dinero y no a ti, la mundanidad y no la eternidad.
La vergüenza por haberte tentado con la boca y con el corazón cada vez que nos hemos encontrado ante una prueba, diciéndote: “Si tú eres el Mesías, sálvate y creeremos”.
La vergüenza por tantas personas, incluso algunos de tus ministros, que se han dejado engañar por la ambición y por la vanagloria perdiendo su dignidad y su primer amor.
La vergüenza porque nuestras generaciones están dejando a los jóvenes un mundo fracturado por las divisiones y por las guerras; un mundo devorado por el egoísmo donde los jóvenes, los pequeños, los enfermos, los ancianos son marginados.
La vergüenza de haber perdido la vergüenza.
¡Señor Jesús, danos siempre la gracia de la santa vergüenza!
Arrepentimiento
Nuestra mirada está llena también de un arrepentimiento que, delante de tu silencio elocuente, suplica tu misericordia:
Un arrepentimiento que germina ante la certeza de que sólo tú puedes salvarnos del mal, sólo tú puedes cura nuestra lepra de odio, de egoísmo, de soberbia, de codicia, de venganza, de codicia, de idolatría, sólo tú puedes abrazarnos devolviéndonos la dignidad filiar y alegrarte por nuestro regreso a casa, a la vida.
El arrepentimiento que surge de sentir nuestra pequeñez, nuestra nada, nuestra vanidad y que se deja acariciar por su dulce y poderosa invitación a la conversión.
El arrepentimiento de David que, desde el abismo de su miseria, encuentra en ti su única fuerza.
El arrepentimiento que nace de nuestra vergüenza, que nace de la certeza de que nuestro corazón permanecerá siempre inquieto hasta que no te encuentre y encuentre en ti su única fuente de plenitud y de quietud.
El arrepentimiento de Pedro que, cruzando su mirada con la tuya, llora amargamente por haberte negado delante de los hombres.
Señor Jesús, ¡danos siempre la gracia del santo arrepentimiento!
Esperanza
Ante tu suprema majestad se enciende, en la tenebrosidad de nuestra desesperación, la chispa de la esperanza para que sepamos que tu única medida de amarnos es la de amarnos sin medida.
La esperanza de que tu mensaje continúe inspirando, todavía hoy, a tantas personas y pueblos a que solo el bien puede derrotar el mal y la maldad, sólo el perdón puede derrotar el rencor y la venganza, sólo el abrazo fraterno puede dispersar la hostilidad y el miedo del otro.
La esperanza de que tu sacrificio continúa, todavía hoy, emanando el perfume del amor divino que acaricia los corazones de tantos jóvenes que continúan consagrándote sus vidas convirtiéndose en ejemplos vivos de caridad y de gratuidad en este mundo devorado por la lógica del beneficio y de la ganancia fácil.
La esperanza de que tantos misioneros y misioneras continúen hoy desafiando la adormecida conciencia de la humanidad arriesgando sus vidas para servirte en los pobres, en los descartados, en los inmigrantes, en los invisibles, en los explotados, en los hambrientos en los encarcelados.
La esperanza de que tu Iglesia santa, y constituida por pecadores, continúe, incluso hoy, a pesar de todos los intentos de desacreditarla, siendo una luz que ilumine, anime, alivie y testimonie tu amor ilimitado por la humanidad, un modelo de altruismo, un arca de salvación y una fuente de certeza y de verdad.
La esperanza de que, de tu cruz, fruto de la codicia y de la cobardía de tantos doctores de la Ley y de los hipócritas, surja la Resurrección transformando las tinieblas de la tumba en el resplandor del alba del Domingo sin atardecer, enseñándonos que tu amor es nuestra esperanza.
Señor Jesús, ¡danos siempre la gracia de la santa esperanza!
Ayúdanos, Hijo del Hombre, a despojarnos de la arrogancia del ladrón puesto a tu izquierda, y de los miopes y de los corruptos que han visto en ti una oportunidad de explotar, un condenado al que criticar, un derrotado del que burlarse, otra ocasión para atribuir a los demás, e incluso a Dios, las propias culpas.
Te pedimos, en cambio, Hijo de Dios, que nos identifiquemos con el buen ladrón que te miró con ojos llenos de vergüenza, de arrepentimiento y de esperanza; que con ojos de fe vio en tu aparente derrota la victoria divina, y así, arrodillados delante de tu misericordia, y con honestidad, ganó el paraíso. Amén.
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