Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Francisco: los misterios del Rosario son gestos misericordiosos «de Dios para con nosotros»

ReL

La oración del rosario es la síntesis de la historia de la misericordia de Dios que se transforma en historia de salvación para quienes se dejan plasmar por la gracia. Lo ha explicado ayer por la tarde, según informa Zenit, en la plaza de San Pedro, el Santo Padre, al presidir la oración del Santo Rosario con ocasión del Jubileo Mariano, que se celebra en Roma del 7 al 9 de octubre, en el marco del Año de la Misericordia. Antes de la llegada del papa Francisco, los participantes han vivido un momento de oración, cantos y testimonios. Distintas advocaciones marianas de varios países del mundo han sido llevadas en procesión frente a la Basílica de San Pedro.



En su discurso, el Papa ha explicado que en la vigilia, rezando el rosario, se han recorrido los momentos fundamentales de la vida de Jesús, en compañía de María. La Resurrección “como signo del amor extremo del Padre que devuelve vida a todo y es anticipación de nuestra condición futura”. La Ascensión “como participación de la gloria del Padre, donde también nuestra humanidad encuentra un lugar privilegiado”. Pentecostés, “expresión de la misión de la Iglesia en la historia hasta el fin de los tiempos, bajo la guía del Espíritu Santo”. Además, en los dos últimos misterios se contempla a la Virgen María “en la gloria del Cielo, Ella que desde los primeros siglos ha sido invocada como Madre de la Misericordia”.
 
Los misterios que contemplamos –ha explicado el Pontífice– son gestos concretos en los que se desarrolla la actuación de Dios para con nosotros. Por medio de la plegaria y de la meditación de la vida de Jesucristo, “volvemos a ver su rostro misericordioso que sale al encuentro de todos en las diversas necesidades de la vida”, ha precisado. Así, ha asegurado que “María nos acompaña en este camino, indicando al Hijo que irradia la misericordia misma del Padre”. Ella, “la Madre que muestra el camino que estamos llamados a recorrer para ser verdaderos discípulos de Jesús”.
 
Por otro lado, ha señalado que la oración del rosario “no nos aleja de las preocupaciones de la vida”; por el contrario, “nos pide encarnarnos en la historia de todos los días para saber reconocer en medio de nosotros los signos de la presencia de Cristo”. Al respecto, ha asegurado que cada vez que contemplamos un misterio de la vida de Cristo, “estamos invitados a comprender de qué modo Dios entra en nuestra vida”, para luego “acogerlo y seguirlo”.


 
El Papa ha recordado que “somos discípulos”, pero también “somos misioneros y portadores de Cristo allí donde Él nos pide estar presentes”. Por tanto, “no podemos encerrar el don de su presencia dentro de nosotros”, ha advertido el Papa. Por el contrario, “estamos llamados a hacer partícipes a todos de su amor, su ternura, su bondad y su misericordia”.
 
El Pontífice, ha recordado que María “nos permite comprender lo que significa ser discípulo de Cristo”. Ella fue “elegida desde siempre para ser la Madre, aprendió a ser discípula”.
 
Sin embargo, el Papa ha explicado que no basta sólo escuchar, que es sin duda el primer paso. Después lo que se ha escuchado “es necesario traducirlo en acciones concretas”. El discípulo, en efecto, “entrega su vida al servicio del Evangelio”.
 
Por otro lado, ha recordado que a lo largo de su vida, “María ha realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria perenne de Cristo”. En su fe, “vemos cómo abrir la puerta de nuestro corazón para obedecer a Dios”.  En su abnegación, “descubrimos cuánto debemos estar atentos a las necesidades de los demás”. En sus lágrimas, “encontramos la fuerza para consolar a cuantos sufren”. En cada uno de estos momentos, “María expresa la riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una de las necesidades cotidianas”.
 
Para finalizar, el Papa ha invitado a invocar a la “Madre del cielo” con la oración más antigua con la que los cristianos se dirigen a Ella, “con la certeza de saber que somos socorridos por su misericordia maternal”. A continuación todos los presentes han rezado: “Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, Oh Virgen gloriosa y bendita”.
 
 
Homilía del Papa Francisco en la Vigilia Mariana por el Año de la Misericordia
  
Queridos hermanos y hermanas
 
En esta Vigilia hemos recorrido los momentos fundamentales de la vida de Jesús, en compañía de María. Con la mente y el corazón hemos ido a los días del cumplimiento de la misión de Cristo en el mundo. La Resurrección como signo del amor extremo del Padre que devuelve vida a todo y es anticipación de nuestra condición futura. La Ascensión como participación de la gloria del Padre, donde también nuestra humanidad encuentra un lugar privilegiado. Pentecostés, expresión de la misión de la Iglesia en la historia hasta el fin de los tiempos, bajo la guía del Espíritu Santo. Además, en los dos últimos misterios hemos contemplado a la Virgen María en la gloria del Cielo, ella que desde los primeros siglos ha sido invocada como Madre de la Misericordia.
 
Por muchos aspectos, la oración del Rosario es la síntesis de la historia de la misericordia de Dios que se transforma en historia de salvación para quienes se dejan plasmar por la gracia. Los misterios que contemplamos son gestos concretos en los que se desarrolla la actuación de Dios para con nosotros. Por medio de la plegaria y de la meditación de la vida de Jesucristo, volvemos a ver su rostro misericordioso que sale al encuentro de todos en las diversas necesidades de la vida. María nos acompaña en este camino, indicando al Hijo que irradia la misericordia misma del Padre. Ella es en verdad la Odigitria, la Madre que muestra el camino que estamos llamados a recorrer para ser verdaderos discípulos de Jesús. En cada misterio del Rosario la sentimos cercana a nosotros y la contemplamos como la primera discípula de su Hijo, la que cumple la voluntad del Padre (cf. Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21).
 
La oración del Rosario no nos aleja de las preocupaciones de la vida; por el contrario, nos pide encarnarnos en la historia de todos los días para saber reconocer en medio de nosotros los signos de la presencia de Cristo. Cada vez que contemplamos un momento, un misterio de la vida de Cristo, estamos invitados a comprender de qué modo Dios entra en nuestra vida, para luego acogerlo y seguirlo. Descubrimos así el camino que nos lleva a seguir a Cristo en el servicio a los hermanos. Cuando acogemos y asimilamos dentro de nosotros algunos acontecimientos destacados de la vida de Jesús, participamos de su obra de evangelización para que el Reino de Dios crezca y se difunda en el mundo. Somos discípulos, pero también somos misioneros y portadores de Cristo allí donde él nos pide estar presentes. Por tanto, no podemos encerrar el don de su presencia dentro de nosotros. Por el contrario, estamos llamados a hacer partícipes a todos de su amor, su ternura, su bondad y su misericordia. Es la alegría del compartir que no se detiene ante nada, porque conlleva un anuncio de liberación y de salvación.
 
María nos permite comprender lo que significa ser discípulo de Cristo. Ella fue elegida desde siempre para ser la Madre, aprendió a ser discípula. Su primer acto fue ponerse a la escucha de Dios. Obedeció al anuncio del Ángel y abrió su corazón para acoger el misterio de la maternidad divina. Siguió a Jesús, escuchando cada palabra que salía de su boca (cf. Mc 3,31-35; Mt 12,46-50; Lc 8,19-21); conservó todo en su corazón (cf. Lc 2,19) y se convirtió en memoria viva de los signos realizados por el Hijo de Dios para suscitar nuestra fe. Sin embargo, no basta sólo escuchar. Esto es sin duda el primer paso, pero después lo que se ha escuchado es necesario traducirlo en acciones concretas. El discípulo, en efecto, entrega su vida al servicio del Evangelio.
 
De este modo, la Virgen María acudió inmediatamente a donde estaba Isabel para ayudarla en su embarazo (cf. Lc 1,39-56); en Belén dio a luz al Hijo de Dios (cf. Lc 2,1-7); en Caná se ocupó de los dos jóvenes esposos (cf. Jn 2,1-11); en el Gólgota no retrocedió ante el dolor, sino que permaneció ante la cruz de Jesús y, por su voluntad, se convirtió en Madre de la Iglesia (cf. Jn 19,25-27); después de la Resurrección, animó a los Apóstoles reunidos en el cenáculo en espera del Espíritu Santo, que los transformó en heraldos valientes del Evangelio (cf. Hch 1,14). A lo largo de su vida, María ha realizado lo que se pide a la Iglesia: hacer memoria perenne de Cristo. En su fe, vemos cómo abrir la puerta de nuestro corazón para obedecer a Dios; en su abnegación, descubrimos cuánto debemos estar atentos a las necesidades de los demás; en sus lágrimas, encontramos la fuerza para consolar a cuantos sufren. En cada uno de estos momentos, María expresa la riqueza de la misericordia divina, que va al encuentro de cada una de las necesidades cotidianas.
 
Invoquemos en esta tarde a nuestra tierna Madre del cielo, con la oración más antigua con la que los cristianos se dirigen a ella, sobre todo en los momentos de dificultad y de martirio. Invoquémosla con la certeza de saber que somos socorridos por su misericordia maternal, para que ella, “gloriosa y bendita”, sea protección, ayuda y bendición en todos los días de nuestra vida: “Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades; antes bien, líbranos siempre de todo peligro, Oh Virgen gloriosa y bendita”.
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