El Concilio III de Toledo
Era un 8 de mayo, en 589, en la ciudad de Toledo; se vivía aquel día en la Urbs regia, seguramente sin percatarse de ello, «una de las fechas más simbólicas de nuestra Historia». La Iglesia de Santa María abría sus puertas para iniciar la celebración del Tercer Concilio Toledano, convocado y presidido por San Leandro de Sevilla, acompañado por el Obispo de Mérida, Masona (obispo del 571 al 605), así como por el Rey Recaredo.
Con él comenzaba una trayectoria histórica de unidad que, aun con sus dificultades y momentos críticos en el tiempo, no ha visto interrumpida España hasta nuestros días. Aparte de la importante significación y consecuencias religiosas y humanas de este hecho, es decir, «aparte de los motivos religiosos, aparecía el gran proyecto político de crear una monarquía hispana que duraría poco más de un siglo, pero que permanecería ya para siempre como una referencia a la que era imprescindible retornar. La defensa contra el islam se colocó bajo esta perspectiva del recobro» (Luis Suárez). Así fue. Como afirma, con el acierto tan característico suyo, Don Julián Marías: «La España perdida o destruida por los árabes se convierte en empresa. No hay solo nostalgia: del pasado se traspone al futuro. España se ve como ''perdida'' y al mismo tiempo ''buscada''».
Así también se vive hoy en la conciencia de la mayoría de nosotros, así también lo afirmó, tan inteligente como vigorosamente y con tan amplia mirada de futuro, nuestro querido Rey Juan Carlos, al apelar a todos a la unidad de España, en su Mensaje de Navidad de 2007, y así lo sigue afirmando con su gran sentido de responsabilidad en su servicio a España nuestro querido y admirado rey Don Felipe VI.
El Tercer Concilio de Toledo, sin duda –ahí están los hechos–, «ha creado futuro» que pervive en nuestros días como «memoria e identidad» de lo que somos; por tanto, como irrenunciable a lo que estamos llamados a seguir siendo para vivir en el futuro, en expresión de Ortega, como «un proyecto sugestivo de vida en común», es decir como «Nación». Aquel Concilio de Toledo ha constituido España; más aún, «ha constituido Europa, produciendo unidad a partir de la fuerza del espíritu» (Joseph Ratzinger). Este Concilio funda y marca el «esplendor visigótico», olvidado por completo para muchos y borrado de los libros de historia de la escuela –donde se debería enseñar a ser lo que somos como pueblo–, o, en el mejor de los casos, recluido a exposiciones conmemoraciones de un pasado remoto que, para muchos, no tiene ni debería tener mayor incidencia ni más vigencia hoy que la de una pieza de museo en la galería de la historia.
Antes de adentrarme en este momento clave de nuestra historia, permítanme unas observaciones preliminares sobre cómo me sitúo ante la historia. Es evidente que no puedo ni debo situarme ante ella más que con la objetividad y verdad, con el respeto casi sagrado que reclaman los hechos acaecidos, que ni son inventados por mí, ni son disponibles a mi arbitrio; es decir, como aquel guía, del que nos habla Eugenio d’Ors, que, ante los monumentos que enseña al visitador, se limita a señalar con el dedo y decir: «Ahí está». Pero, por otra parte, no puedo prescindir de quién y de lo que soy, ni dejar de mirar la historia con la mirada de quien toda su persona y su ver está marcado por la fe y su realismo, que lejos de inventar o intentar «crear», o desdibujar o desfigurar en interés propio los hechos, lo acaecido, lo verdadero y real, por exigencia ineludible, busca en ellos la verdad de los mismos y su más honda significación y sentido.
Tengo muy presente, pues, que, «como es obvio, la historia del hombre se desarrolla en la dimensión horizontal del espacio y del tiempo. Pero, al mismo tiempo, está como traspasada por una dimensión vertical. La historia no está escrita únicamente por los hombres. Junto con ellos la escribe también Dios. La Ilustración se alejó decididamente de esta dimensión trascendente. En cambio, la Iglesia se refiere constantemente a ella. Un ejemplo elocuente en este sentido fue el Concilio Vaticano II» (Juan Pablo II).
Esto es enteramente legítimo y conforme a la razón, además de ser un deber para quien pretende leer la historia escrita, en primer lugar y por encima de todos, por aquellos que han sido o son sus protagonistas. Dios, no puedo ni debo olvidarlo, es protagonista principal de la historia, y esto, sin imponerlo a nadie, lo ofrezco a todos, consciente de la verdad y de la razón que en sí comporta.
No puedo ocultar que la lectura que ofrezco en esta reflexión la hago en el momento presente, situado en el aquí y en el ahora de donde vivimos y somos, buscando luz y respuestas a los retos y encrucijada en que nos encontramos, España y la Iglesia, la Iglesia en España. Y, conciliando fe y razón, trato de encontrar respuestas a los problemas que mis contemporáneos y compañeros de camino en España tenemos; busco claves para edificar sólidamente nuestra historia hoy y avanzar hacia el futuro en paz, en verdadera convivencia, en libertad y con esperanza. Busco un espacio común para todos donde sea posible la armonía de la sociedad que no sea puro voluntarismo o subjetividad, ni imposición de unos sobre otros; busco una verdadera convivencia entre nosotros. Sabemos con honestidad intelectual que esto no se alcanzará con la pérdida, ocultamiento o negación de la auténtica y completa memoria histórica, de la verdad de esta memoria que no es de ayer, sino multisecular, y que nos ha marcado en nuestra identidad; sabemos, asimismo, que tampoco será posible con el juicio negativo sobre el legado adquirido, especialmente el proveniente de la Tradición cristiana, que nos constituye como personas y como pueblo. Prescindir de este legado en el que está entrañada la gran Tradición cristiana, perder esta memoria histórica en su conjunto y negar en absoluto la dimensión trascendente de esta historia, es exponernos a hacer una historia contra nosotros –contra el hombre mismo– o a que nos la hagan otros, o a que nos la impongan, en la ejecución de «su proyecto», quienes detenten el poder o estén cercanos a él, con las consecuencias negativas y de destrucción para nuestra libertad, nuestra realización más propia y para nuestro futuro común y de cada uno.
Publicado en La Razón el 3 de julio de 2019.
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