Hasta que el divorcio nos separe
por Eduardo Gómez
Más de media Europa no se ha convertido en un putiferio antropológico por casualidad. Lo que hoy se acepta por matrimonio en Occidente es solo un contrato civil privado, hecho a medida de sujetos que se instrumentalizan entre ellos a la salud de la voluntad individual de cada cual. Qué pocos se paran a pensar en las causas de la destrucción de la mayor obra de Dios, en sospechar del matrimonio civil reinventado en la modernidad. Antecámara del divorcio, el matrimonio civil contemporáneo es una figura jurídica cuya concepción liberal auspicia la deslealtad social, pues antepone la voluntad individual sobre la entrega de los cónyuges. Prioriza el proyecto personal a la causa común y legitima cualquier desbandada.
Aun habiendo factores de diversa índole, la secularización del matrimonio ha hecho estragos. En adelante, en lugar de hablar de matrimonio civil utilizaremos el sintagma matrimonio liberal, pues el adjetivo “civil“ apenas concuerda con tal concepción. El matrimonio liberal ya se gestó preñado del divorcio. Su alegación, la escrófula ideológica de la libre voluntad, fue desmontada de antemano por San Anselmo. El santo enseñó que la voluntad recta (la única verdadera) es aquella que quiere lo que debe y el porqué lo debe; y no la que se arroga que debe simplemente lo que quiere a espuertas.
El matrimonio y la voluntad individual del liberalismo son antagónicos. La prosperidad de uno implica irrefrenablemente la desaparición del otro. Matrimonio viene del latín matrimonium, que significa cuidado de la madre, es decir, se somete a la voluntad de cada uno de los cónyuges al bien de la familia. Pero el Estado, en esos regímenes que se hacen llamar “democracias avanzadas “, se ha cubierto de gloria inyectando el veneno de la voluntad individual en las venas jurídicas de la sociedad. A estas alturas ni un solo partido cuestiona en España (y en buena parte de Europa) el divorcio y no digamos ya el matrimonio liberal; ambos han pasado de la consideración de males necesarios a la de derechos indudables. Cuesta encontrar politicastros que no bendigan el divorcio y el matrimonio liberal cual esplendideces de la voluntad libre. Cuesta imaginar entonces que entiendan lo más mínimo de la significación capital del matrimonio en la vertebración de la vida política, la hermandad entre los hombres, y la comunión de las almas. Inimaginable pensar que caigan en la cuenta de que, aun habiendo gente que de buena fe se case por lo civil, la concepción liberal del matrimonio es la profecía del divorcio de una sociedad al completo.
El escritor Giovanni Papini (gran converso) halló en las enseñanzas de Nuestro Señor la ortodoxia y excelsitud del matrimonio: “Es el principio de la perennidad. Lo que Dios ha atado no lo puede desatar el hombre“. Papini encuentra en el matrimonio cristiano “una promesa de felicidad y una aceptación del martirio”. La segunda parte de tal afirmación fue amputada por el liberalismo con el sibilino ardid de la libre voluntad del individuo considerada erróneamente un bien en sí misma. Papini ve en el sacramento matrimonial un pacto de carácter irrevocable que compendia “virginidades sanas, libre elección, una pasión casta, y un pacto público y sagrado“. La filosofía del casamiento liberal aglutina justo lo contrario: unión descastada, pasión informe y contrato privado.
Al hilo del asunto, decía Papini, con toda la razón del mundo, que al matrimonio, el adulterio lo corrompe, y el divorcio lo hace pedazos: “El adulterio es un divorcio secreto fundado en la mentira y la traición; el divorcio, seguido de otra unión material, es un adulterio con apariencias legales “. Las apariencias legales del adulterio hoy se han sofisticado sobremanera; ya no se limitan a reemplazar al cónyuge por otro cromo para el apareamiento, ahora se puede optar por las transacciones más sórdidas, tal es el caso de los intercambios de pareja, las “relaciones abiertas” (adulterio de mutuo acuerdo), los triángulos sexuales, y todas las pasiones animalescas que la voluntad individual apetezca banquetear.
Papini precisa que los hijos dan una “forma visible” a la unidad matrimonial, que hacen al hombre y la mujer “obreros de la siempre nueva y maravillosa creación“ y forman “la más perfecta de las imperfectas asociaciones de los hombres“. Nada que ver con el bodrio liberal mal llamado matrimonio civil, cuyos miembros permanecerán juntos hasta que el divorcio los separe.
El divorcio solo divorcia y lo hace en todas las latitudes de la vida humana: en lo conceptual, en lo político, en lo familiar, en el compromiso, en la entrega, en la lealtad… el divorcio divorcia. Instila a los esposos una filosofía despedazadora que manda las uniones al cadalso y descasta a los descendientes. A todo esto, los defensores del matrimonio liberal aún tienen la faz de presentar el divorcio como contraprueba; cuando el divorcio no es más que el epílogo del matrimonio liberal: una unión civil sin oficio, ni función social conocida.
A estas alturas, no parece aventurado concluir que el matrimonio liberal es la formalización jurídica de los fornicaderos nihilistas, y la popularización del adulterio y el divorcio, por parte de un Estado, que mucho antes de hacerse eutanásico y pandémico, se hizo divorcista. Por encima de la pestilencia de dicho panorama, Giovanni Papini, en la potencia reveladora del cristianismo, recibió un haz de luz sobre la mayor obra de Dios: ”En la sombra de tragedia que proyecta sobre el porvenir una temblorosa esperanza de alegría, está la grandeza heroica y santa del matrimonio. Que se hace, y sin embargo, si se escuchase la razón egoísta, no se haría“.
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