Vuelve el integrismo
Cierto que el liberalismo hizo muchos méritos desde su aparición en la arena pública a principios del segundo tercio del siglo XIX, para ganarse la hostilidad de la Iglesia católica, que se sentía con razón perseguida y maltratada por esta corriente política. Pero es que aquellos liberales –y hoy los «social liberales»- no eran en realidad liberales, sino jacobinos, comecuras y en su inmensa mayoría masones.
Vengo observando, desde hace ya bastante tiempo, algunas actitudes y expresiones que guardan, a mi juicio, cierto parentesco con el integrismo católico, surgido a fines del siglo XIX como una escisión del carlismo que encabezó Ramón Nocedal, director del periódico El Siglo Futuro fundado su padre, Cándido Nocedal. Su ideología quedó reflejada en las palabras que pronunció, como diputado, en el Congreso (marzo de 1902) para combatir el Gabinete liberal de Sagasta, recién constituido: «Yo no predico la guerra civil, ni el motín, ni la algarada, pero a esos y a cuantos oigan mi voz, quiero decir que si no se deciden a ejercitar su voz venida del cielo, y desobedecen la voluntad soberana que nos manda unirnos en apretado haz, y lanzarnos en falange a reivindicar nuestros derechos conculcados, a defender la verdad desconocida, a restaurar el imperio absoluto de nuestra fe íntegra y pura y a pelear con los partidos liberales, a quienes no yo, sino León XIII, llama imitadores de Lucifer, hasta derribar y hacer astillas el árbol maldito». («Diccionario de la Historia de España», tomo 2, pág. 484, Revista de Occidente, edición de 1968) A la muerte de Nocedal le sucedió en la jefatura del integrismo, el abogado alicantino Manuel Senante. El golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923 liquidó este partido, que había entrado ya en franca decadencia al carecer del apoyo de la jerarquía eclesiástica, si es que lo tuvo alguna vez.
La verdadera naturaleza del integrismo fue su radical anti liberalismo, postura que compartía con el carlismo, el nacionalismo localista bizcaitarra de Sabino Arana y acaso otros sectores del amplio pero difuso «mundo católico». Desde un punto de vista doctrinal, el integrismo no se diferenciaba gran cosa o nada del tradicionalismo carlista, pero Nocedal renunció a sostener la causa legitimista de los descendientes de don Carlos María Isidro para disponer de un mayor margen de maniobra en defensa de lo que consideraba valores superiores. Hoy encontramos manifestaciones condenatorias del «neoliberalismo» y el capitalismo liberal en boca de muchos católicos, altas jerarquías de la Iglesia incluidas, en extraña coincidencia con marxistas de tendencias varias y otros grupos de extrema izquierda.
Cierto que el liberalismo hizo muchos méritos desde su aparición en la arena pública a principios del segundo tercio del siglo XIX, para ganarse la hostilidad de la Iglesia católica, que se sentía con razón perseguida y maltratada por esta corriente política. Pero es que aquellos liberales –y hoy los «social liberales»- no eran en realidad liberales, sino jacobinos, comecuras y en su inmensa mayoría masones, tanto en Europa como en Hispanoamérica. Ahora bien, tampoco los integristas y sus homólogos de etiquetas varias, andaban muy finos a la hora de matizar. El gran problema, o error, del integrismo, fue mezclar y confundir dos planos de la actividad humana: el superior o religioso, y el inferior o pedestre de la política. Ya lo expresó Jesús a una pregunta capciosa de los fariseos: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Deslindemos, pues, los campos de actuación, proporcionando a cada cual las razones o medios que en cada caso se estimen más pertinentes, sin olvidar nunca que no existe ningún partido perfecto. Ello no significa que el político que se tiene por católico queda exento de actuar en coherencia de su fe, pero dentro de las posibilidades personales en cada lugar y en cada época.
Las cosas temporales hay que verlas desde una óptica temporal, opinable, discutible, de ahí que el liberalismo no deba ser juzgado por el pasado de ciertas formaciones políticas que de liberales sólo tenían el nombre, ni confundir sus apariencias, demasiadas veces patológicas y agresivas, con su verdadera esencia. El liberalismo, su filosofía, tiene muchos más nexos de afinidad con el cristianismo de lo que mucha gente pueda creer. Es verdad que el liberalismo es una doctrina antropocéntrica, mientras que el cristianismo, como su propio nombre indica, es cristocéntrica, pero ambas coinciden en un principio fundamental: las dos son básicamente defensoras –acaso las únicas- de las libertades individuales. Libertad responsable se entiende, de manera que cada cual debe dar cuenta ante Dios –se crea o no en Él- y ante los demás miembros de la colectividad, de las consecuencias que acarreen las acciones libremente realizadas.
Dios nos crea libres, totalmente libres cuando nos da la vida, y deja que escojamos libremente –si nos dejan el Estado y los demás hombres- el camino a seguir, la conducta que queramos adoptar, sólo que, llegada que sea la hora, tendremos que responder de lo que hicimos o dejamos de hacer. Por su parte, el liberalismo, en un plano mucho más a ras del suelo, también defiende las libertades individuales, las libertades que permiten a los individuales desarrollar todo el potencial creador que todos llevamos dentro por disposición de Dios. ¿No es una forma concreta de colaborar en los planes de la Divina providencia? Llevo muchos años reflexionando sobre estos asuntos, fruto de lo cual es un libro, a punto de concluir, que espero poder publicar a no mucho tardar. Pienso que el tema tiene tanta importancia, que bien merece un ejercicio en profundidad para separa el grano de la paja. En último término no podemos olvidar que la filosofía liberal engendró la democracia, y hoy damos por bueno que la democracia es, según dijo Churchill, el peor sistema de gobierno excluidos todos los demás –cito de memoria-. Atacar las raíces del liberalismo, es cargarse la democracia. La democracia monda y lironda, sin adjetivos ni condicionantes de ninguna clase.
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