Vivir en la mentira
En la vida del hombre suceden muchas y graves desgracias. Una de ellas –singularmente peligrosa– es hacer las paces con la mentira, convertirla en un arma de guerra, y, al ver que nos depara triunfos sonados, llegar a amarla, cuidarla, darle honores de cooperadora indispensable.
Ustedes, mis amables lectores, saben muy bien lo que significa "mentir". Enhorabuena, porque abundan quienes lo ignoran. Si yo doy una noticia, creyendo que es verdadera –porque tengo información de que así sucedieron las cosas– y resulta que mi información es falsa porque el que me la facilitó no dijo la verdad, yo cometí un error, pero no mentí, porque mentir significa decir algo falso a sabiendas de que lo es y con intención de engañar. Por eso, si alguien proclama a voces que no debo ser votado en las elecciones "porque España no merece un gobierno que le mienta", es a todas luces injusto. Pues bien. Esta gravísima tergiversación del lenguaje se dio entre nosotros poco después del atentado del 11M, y provocó un tsunami político, basado en un error propio de gentes que ignoran algo tan elemental como el sentido del vocablo "mentir".
Vivir en la mentira y de la mentira es vivir en precario, malgastar el tiempo destruyendo las bases de nuestra vida personal, que se estructura sobre la realidad, aceptada tal y como es, es decir, vista en su verdad.
Triunfar apoyándose en la potencia destructora de la mentira es tan insensato como edificar una casa sobre unos cimientos plagados de minas. La mentira lleva la traición en su entraña. Por eso el que se apoya en la mentira por sistema renuncia en principio a la seguridad que nos da el amor a la verdad, a la confianza que genera el moverse sobre el suelo firme en que nos apoyamos cuando convertimos nuestra vida en una búsqueda leal de nuestro desarrollo pleno como personas.
Como sabemos, la mejor antropología filosófica actual nos dice que el ser humano se desarrolla cuando opta por el valor de la unidad y crea relaciones de encuentro, que supone el gran bien de nuestra vida, la base indispensable de una existencia humana justa y bella. Apostar por estos cuatro grandes valores –la unidad (y su derivado, el amor), el bien (y su derivado, la bondad), la justicia y la belleza– equivale a vivir en la verdad, como veremos muy pronto más ampliamente.
Si yo medrara en la vida apoyado en el poder de la mentira, no generaría confianza y bienestar en quienes tienen como meta servir al bien común. Dar por hecho que el culto a la mentira me permitirá actuar de manera “progresista” sería, por mi parte, una burda confusión de la cultura que nos eleva y la manipulación que nos envilece. Si apoyo unas leyes (como la del aborto –entendido como un derecho– y la de la eutanasia) que diluyen en el pueblo el respeto a la vida humana, y esta pérdida se traduce en un aumento alarmante de la inseguridad social, no puedo considerarme como una persona verdaderamente "progresista", si todavía no he perdido el juicio. La palabra "progreso" se deriva del verbo latino "progredere", que significa "andar hacia delante", pero delante puede haber un precipicio que siegue tu vida y tus proyectos de modo implacable al menor descuido. No siempre moverse hacia delante significa progresar en sentido de mejorar.
No tiene, pues, sentido pretender elevar nuestro rango social diciendo que somos "progresistas". Hay que mostrar con obras que uno realiza acciones que suponen una mejora en la vida de las gentes. Por eso deben ser los demás, los destinatarios, quienes den testimonio de ello. No el interesado. Si yo, como profesor, intentara vanagloriarme ante los alumnos a comienzos de curso proclamándome "progresista", podrían decirme con toda razón: "Eso lo veremos nosotros a lo largo del curso”.
Debemos tener cuidado con la manipulación del lenguaje, pues nos puede privar rápidamente de la capacidad de pensar con el debido rigor. Recobrar esa capacidad -perdida en buena medida- es la primera condición para retornar a las altas cimas de la cultura europea. Hoy existen entre nosotros beneméritas asociaciones consagradas a esta noble tarea. A mi leal entender, su primer esfuerzo convendría que lo consagraran a difundir un pensamiento riguroso, capaz de superar de raíz toda suerte de manipulaciones. Sin esta labor de fundamentación no podrá prosperar ningún intento de recuperación cultural seria, la gran cultura de nuestra querida Europa.
Con razón nos preocupa tanto observar que en un lugar y en otro se montan estrategias electorales a base de amontonar promesas con el propósito firme de no cumplirlas. Lo cual significa vivir con la energía propia de la falsedad. Toda promesa es, como su nombre indica, prometedora. Prometer algo positivo con la intención larvada de no cumplirlo es la falsedad más negativa, porque invita a la colaboración y el buen entendimiento al tiempo que siembra graves decepciones y malquerencias.
La mentira es la verdad traicionada por el mismo que parece favorecerla. La verdad vive del amor a los grandes valores: la unidad y el amor, el bien y la bondad, la justicia y la belleza. Nada más bello que la lealtad; prometes algo y lo cumples. Nada más feo que actuar en contra de lo que los demás esperan de ti por lo que tú mismo has prometido.
Ser “hombre de palabra” que no falla después de una promesa, por gravosa que sea, fue para nuestros mayores signo de autenticidad. Muchos canjes y ventas se hacían confiando en el poder de la palabra. Perder esta confianza ha minado en buena medida nuestra vida social.
Si soy profesor, mis alumnos asisten a mis clases confiando en que les daré una formación enriquecedora y valoraré los exámenes con la mayor equidad, porque esperan que yo viva en la verdad y no en la mentira. Esta esperanza es la que mantiene en los pueblos el orden y la concordia, que significa literalmente “unidad de corazones”.
La grandeza de vivir para la verdad, en la verdad y de la verdad la veremos pronto en otro artículo.
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