Una escuela católica vigente
La escuela católica educa evangelizando. Una escuela así contribuye a un cambio decisivo en la sociedad
Acabo de participar en un interesante Congreso sobre educación organizado por la Universidad católica «San Vicente Mártir», de Valencia, la más reciente de las universidades católicas en España. El lugar estaba lleno de maestros, profesores y padres jóvenes: una gran esperanza.
Me correspondió hablar sobre la Escuela Católica, de la que pienso que si no existiese, habría que crearla. La situación que estamos viviendo, con una quiebra moral y humana patentes y al mismo tiempo con un anhelo de una humanidad nueva y renovada, y el futuro de una nueva cultura, que o será profundamente humana y religiosa o no será, nos hacen pensar en el importante papel que la escuela católica está llamada a desempeñar. Ésta debe ofrecer una verdadera alternativa a la enseñanza, original y con identidad propia, para contribuir a una renovación de la sociedad desde su aportación humanizadora y educadora del Evangelio.
No hay que temer ofrecer y defender con todas las consecuencias y exigencias la escuela católica, sabiendo que se está defendiendo el derecho humano fundamental a la verdadera y plena libertad de enseñanza. Sin duda la escuela católica, en el momento cultural y social que atravesamos, tiene que caminar a contracorriente, pero ese caminar es absolutamente necesario por el bien de los alumnos, de las familias, y de la sociedad. Cuando están en juego el bien de la persona, su desarrollo integral, el futuro de la sociedad, una verdadera antropología, libertades y derechos fundamentales, la escuela católica habrá de remar a contracorriente o con vientos adversos, sin desmayar. No puede acomodarse a una cultura marcada por el relativismo ambiental y dominante.
La escuela católica es y debe ser un ámbito de educación integral, con un proyecto educativo claro y específicamente católico que se extiende a todas las facetas de la escuela y las penetra con la savia del Evangelio. Un proyecto educativo que tiene su fundamento más propio, firme y total en Jesucristo, que al revelarnos el misterio y la verdad de Dios, inseparablemente, desvela la verdad del hombre y le descubre la grandeza y sublimidad de su vocación. No se trata de una vaga y genérica inspiración cristiana, de un vago e impreciso humanismo cristiano, sino de unas escuelas católicas en todas sus enseñanzas, en todas sus realizaciones, en todas sus dimensiones.
Verdad, bien y belleza son bienes, contenidos y fines fundamentales de la escuela católica. Una escuela al servicio de la verdad que nos precede y hace libres y se realiza en el amor, ofreciendo toda la luz y todo cuanto comporta Jesucristo que es la verdad en persona, no algo abstracto, pasado o irreal. Una escuela, en definitiva que abre a los alumnos a Dios, que les muestra a Dios, que les hace descubrirse a sí mismos en Dios, del que el hombre es inseparable: Dios que se nos revela en el rostro humano de su Hijo, Dios que es Amor y esperanza y futuro para el hombre.
El entorno que vivimos y su propia naturaleza reclaman de la escuela católica proponer una educación que permita a los niños y jóvenes adquirir una madurez humana, moral y espiritual, y empeñarse en la transformación de la sociedad conforme al designio de Dios Creador y Redentor. Para ello, la escuela católica, con toda nitidez y empeño, habrá de estar en condiciones de ofrecer su verdadera y original contribución al mundo, el tesoro escondido del Evangelio, para edificar la civilización y ciudadanía del amor, la cultura de la vida y de la verdad que nos hace libres, de la verdadera fraternidad, de la solidaridad, de la paz, que siempre se basa y edifica sobre la verdad, la libertad, la justicia y el amor. En el centro de todo, porque se funda en Dios, la escuela católica tiene al hombre, su camino, la persona humana, la dignidad inviolable de todo ser humano, el establecimiento de los derechos fundamentales que no los crean los poderes humanos ni las mayorías parlamentarias o sociales, sino que preceden a todo ello y están inscritos en el mismo ser del hombre, en la gramática del ser humano.
Un cáncer que corroe la educación, como la sociedad y la cultura de la que es reflejo normalmente la escuela, consiste tanto en relativismo gnoseológico y moral, como en el olvido de la verdad de la persona, de la verdad del hombre, inseparable de Dios, Creador y Redentor, en el olvido de la naturaleza, de lo que corresponde al hombre por el hecho de serlo, en el olvido del bien y de la belleza, y en la reducción de la razón a la sola razón científica y técnica, a la razón práctico-instrumental.
La escuela católica debe ser evangelizadora. Evangelizar es humanizar, es educar; es llevar a cabo la obra de renovación de la humanidad con hombres y mujeres nuevos con la verdad del Evangelio; evangelizar es ayudar a aprender el arte de vivir, de ser hombre, en conformidad con quien es la verdad del hombre: Jesucristo. La escuela católica educa evangelizando. Una escuela así contribuye a un cambio decisivo en la sociedad. Por eso dije en mi conferencia del lunes en Valencia que la escuela católica hoy debería implicar una verdadera «revolución» en nuestra sociedad.
Me correspondió hablar sobre la Escuela Católica, de la que pienso que si no existiese, habría que crearla. La situación que estamos viviendo, con una quiebra moral y humana patentes y al mismo tiempo con un anhelo de una humanidad nueva y renovada, y el futuro de una nueva cultura, que o será profundamente humana y religiosa o no será, nos hacen pensar en el importante papel que la escuela católica está llamada a desempeñar. Ésta debe ofrecer una verdadera alternativa a la enseñanza, original y con identidad propia, para contribuir a una renovación de la sociedad desde su aportación humanizadora y educadora del Evangelio.
No hay que temer ofrecer y defender con todas las consecuencias y exigencias la escuela católica, sabiendo que se está defendiendo el derecho humano fundamental a la verdadera y plena libertad de enseñanza. Sin duda la escuela católica, en el momento cultural y social que atravesamos, tiene que caminar a contracorriente, pero ese caminar es absolutamente necesario por el bien de los alumnos, de las familias, y de la sociedad. Cuando están en juego el bien de la persona, su desarrollo integral, el futuro de la sociedad, una verdadera antropología, libertades y derechos fundamentales, la escuela católica habrá de remar a contracorriente o con vientos adversos, sin desmayar. No puede acomodarse a una cultura marcada por el relativismo ambiental y dominante.
La escuela católica es y debe ser un ámbito de educación integral, con un proyecto educativo claro y específicamente católico que se extiende a todas las facetas de la escuela y las penetra con la savia del Evangelio. Un proyecto educativo que tiene su fundamento más propio, firme y total en Jesucristo, que al revelarnos el misterio y la verdad de Dios, inseparablemente, desvela la verdad del hombre y le descubre la grandeza y sublimidad de su vocación. No se trata de una vaga y genérica inspiración cristiana, de un vago e impreciso humanismo cristiano, sino de unas escuelas católicas en todas sus enseñanzas, en todas sus realizaciones, en todas sus dimensiones.
Verdad, bien y belleza son bienes, contenidos y fines fundamentales de la escuela católica. Una escuela al servicio de la verdad que nos precede y hace libres y se realiza en el amor, ofreciendo toda la luz y todo cuanto comporta Jesucristo que es la verdad en persona, no algo abstracto, pasado o irreal. Una escuela, en definitiva que abre a los alumnos a Dios, que les muestra a Dios, que les hace descubrirse a sí mismos en Dios, del que el hombre es inseparable: Dios que se nos revela en el rostro humano de su Hijo, Dios que es Amor y esperanza y futuro para el hombre.
El entorno que vivimos y su propia naturaleza reclaman de la escuela católica proponer una educación que permita a los niños y jóvenes adquirir una madurez humana, moral y espiritual, y empeñarse en la transformación de la sociedad conforme al designio de Dios Creador y Redentor. Para ello, la escuela católica, con toda nitidez y empeño, habrá de estar en condiciones de ofrecer su verdadera y original contribución al mundo, el tesoro escondido del Evangelio, para edificar la civilización y ciudadanía del amor, la cultura de la vida y de la verdad que nos hace libres, de la verdadera fraternidad, de la solidaridad, de la paz, que siempre se basa y edifica sobre la verdad, la libertad, la justicia y el amor. En el centro de todo, porque se funda en Dios, la escuela católica tiene al hombre, su camino, la persona humana, la dignidad inviolable de todo ser humano, el establecimiento de los derechos fundamentales que no los crean los poderes humanos ni las mayorías parlamentarias o sociales, sino que preceden a todo ello y están inscritos en el mismo ser del hombre, en la gramática del ser humano.
Un cáncer que corroe la educación, como la sociedad y la cultura de la que es reflejo normalmente la escuela, consiste tanto en relativismo gnoseológico y moral, como en el olvido de la verdad de la persona, de la verdad del hombre, inseparable de Dios, Creador y Redentor, en el olvido de la naturaleza, de lo que corresponde al hombre por el hecho de serlo, en el olvido del bien y de la belleza, y en la reducción de la razón a la sola razón científica y técnica, a la razón práctico-instrumental.
La escuela católica debe ser evangelizadora. Evangelizar es humanizar, es educar; es llevar a cabo la obra de renovación de la humanidad con hombres y mujeres nuevos con la verdad del Evangelio; evangelizar es ayudar a aprender el arte de vivir, de ser hombre, en conformidad con quien es la verdad del hombre: Jesucristo. La escuela católica educa evangelizando. Una escuela así contribuye a un cambio decisivo en la sociedad. Por eso dije en mi conferencia del lunes en Valencia que la escuela católica hoy debería implicar una verdadera «revolución» en nuestra sociedad.
* El cardenal Antonio Cañizares es prefecto de
*Publicado en el diario
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