España, tierra de la Inmaculada
El sábado pasado celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción: un día grande, en que se nos dice cuál es el proyecto de Dios sobre la humanidad entera, sobre todos los hombres. Él la eligió y la engrandeció, la libró del pecado desde el inicio de su ser natural, la hizo toda santa, llena de gracia, toda hermosa, Inmaculada.
En la liturgia de ese día escuchamos el relato de la Anunciación. En él María se muestra soberana y supremamente responsable, decide por sí misma en entera libertad ante el designio de Dios; obedece a Dios, se pliega a Él y a su Palabra. Y de ahí surge, nace, una esperanza nueva y una plenitud nunca ni siquiera pensada o soñada. María le deja la iniciativa a Dios, que no sólo no defrauda, sino que la colma de dicha y, por Ella, también nos colma de esa plenitud a los hombres de todos los tiempos. María, la mujer y sierva fiel, no sólo no se empequeñece, sino que queda engrandecida, y con Ella toda criatura humana.
¡Qué contrario a la mentalidad del hombre de siempre, ya desde el relato de la caída de Adán y Eva hasta nuestros días –y en nuestros días con una gran fuerza–, esa mentalidad conforme a la cual el hombre piensa y decide construirse a sí mismo, reconstruir el mundo, sin contar realmente con la realidad de Dios! ¿A dónde conduce esa mentalidad, esa forma de ver las cosas o esa toma de decisión? ¿A la plenitud, grandeza y dignidad de todo hombre, o a la manipulación del hombre, a su pérdida o a su quiebra? Si en nuestra vida de hoy o de mañana prescindimos de Dios, o queremos construirnos y construir el mundo sin que Dios cuente y sin aceptarle a Él y su voluntad amorosa y fundante, todo cambia, todo se vuelve al final manipulable, pierde su dignidad esta criatura humana imagen de Dios y, por tanto, la consecuencia inevitable es la descomposición moral, la búsqueda de sí mismo en la brevedad de esta vida, en la que sólo nosotros habríamos de inventar cómo construirla.
El mal radical del momento consiste, pues, en algo tan antiguo como el deseo ilusorio y blasfemo de ser dueños absolutos de todo, de dirigir nuestra vida y la vida de la sociedad a nuestro gusto, sin contar con Dios, como si fuéramos verdaderos creadores del mundo y de nosotros mismos. De ahí la exaltación de la propia libertad como norma suprema del bien y del mal y el olvido de Dios, con el consiguiente menosprecio de la religión y la consideración idolátrica de los bienes del mundo y de la vida terrena como si fueran el bien supremo. Cierto que esto no es aceptado por posturas que defienden y propugnan como forma de vida y ordenamiento de la sociedad el laicismo –no la sana y verdadera laicidad, expresión a veces utilizada inadecuadamente, tal vez con dolo, por esas posiciones confesionalmente laicistas–. Respetamos a todos, pero exigimos también que nos respeten. Con todo amor, respeto y comprensión miramos a quienes mantienen esas posiciones, precisamente por nuestra fe, pero no podemos admitirlas porque son contrarias al hombre.
No se puede, por ejemplo, en virtud de una ética común laica, admitir la licitud del aborto o la negación de la naturaleza y verdad del matrimonio. Con toda certeza y sencillez, con el ánimo de ofrecerlo a todos, que no imponerlo a nadie, los cristianos, los hombres de fe, reivindicamos que si vivimos bajo los ojos de Dios, como María, y si Dios es la prioridad de nuestra vida, de nuestro pensamiento y testimonio, como acaece en la Inmaculada, lo demás es sólo un corolario. Es decir, de ello resulta el trabajo por la paz, por la criatura, por la protección de los débiles, el trabajo por la justicia y el amor.
En esta fiesta de la Inmaculada, patrona de España –no en balde España es «tierra de María y María Inmaculada »–, sin ánimo de polémica, pero sí en defensa de la verdad, quiero añadir, en la situación que vivimos, teniendo la mirada contemplativa a la vez que suplicante en la Virgen Inmaculada, nuestra voluntad y la voluntad de todos los católicos, de vivir en el seno de nuestra sociedad cumpliendo lealmente nuestras obligaciones cívicas, ofreciendo la riqueza espiritual de los dones que hemos recibido del Señor, como aportación importante al bienestar de las personas y al enriquecimiento del patrimonio espiritual, cultural y moral de la vida. Respetamos a quienes ven las cosas de otra manera. Sólo pedimos libertad y respeto para vivir de acuerdo con nuestras convicciones, para proponer libremente nuestra manera de ver las cosas, sin que nadie se vea amenazado ni nuestra presencia sea interpretada como una ofensa o como un peligro para la libertad de los demás. Deseamos colaborar sinceramente en el enriquecimiento espiritual de nuestra sociedad, en la consolidación de la tolerancia y de la convivencia, en la libertad y justicia, como fundamento imprescindible de la paz verdadera.
Pedimos a Dios que nos bendiga y nos conceda la gracia de avanzar por los caminos de la historia y del progreso sin traicionar nuestra identidad ni perder los tesoros de humanidad que nos legaron las generaciones precedentes. En el día de la Inmaculada, patrona de todos los pueblos de España, puse el presente y el futuro de España bajo la protección de Santa María, sin pecado concebida, la Mujer del Amor y la Fidelidad, Madre de Jesucristo y Madre nuestra, cuya amorosa protección ha acompañado a todos los pueblos y ciudades de nuestra geografía a lo largo de nuestra historia, desde los primeros años de nuestra vida cristiana.
Publicado en La Razón el 12 de diciembre de 2018.
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