La Iglesia desoída en el mundo económico
Las altas jerarquías de nuestro Iglesia necesitan un cursillo acelerado de técnicas de comunicación, para superar ese tono melifluo y amanerado que ridiculiza el mensaje
La voz de la Iglesia no es tenida en cuenta prácticamente para nada en el mundo económico. ¿Por qué? He aquí la pregunta del millón, porque hay muchos economistas que se confiesan abiertamente católicos, y un gran número de empresarios de todos los niveles que sin duda deben serlo y además practicantes. Entonces, de dónde arranca este divorcio entre doctrina y praxis. Diría más, entre la doctrina social de la Iglesia y las teorías económicas, que discurren por su propio camino sin reparar en aquella otra. Un hecho tan manifiesto, debe de tener alguna explicación. Personalmente hace años que vengo haciéndome la pregunta del millón y alguna respuesta creo haber encontrado.
Los textos jerárquicos, los del magisterio, suelen adolecer, en esta materia, de importantes deficiencias. Son, con frecuencia, espesos, perifrásticos, subidos innecesariamente de tono, larguísimos, fatigosos de leer, en los cuales, la almendra, el quid de la cuestión, muchas veces termina sepultado en un aluvión de palabras que aturden al lector. Da la impresión que los autores de los documentos pastorales están más preocupados por lo que dirán los círculos académicos o supuestamente intelectuales, que por hacer inteligible y asimilable la doctrina que encierran al común de feligreses y personas, religiosas o no.
Leyendo y oyendo a las altas jerarquías de nuestro Iglesia, uno se da cuenta que estas necesitan un cursillo acelerado de técnicas de comunicación, sobre todo en su expresión oral, para superar ese tono melifluo y amanerado que ridiculiza el mensaje. Hay excepciones, naturalmente, tal vez muchas. Ahí tenemos, por ejemplo, al obispo emérito de Mondoñedo-El Ferrol, don José Gea Escolano, colega en esta página, al que se le entiende todo. Vaya si se le entiende. Ya hablaba muy claro cuando tenía mando en plaza. Pero no todos son tan directos y trasparentes.
Leyendo y oyendo a las altas jerarquías de nuestro Iglesia, uno se da cuenta que estas necesitan un cursillo acelerado de técnicas de comunicación, sobre todo en su expresión oral, para superar ese tono melifluo y amanerado que ridiculiza el mensaje. Hay excepciones, naturalmente, tal vez muchas. Ahí tenemos, por ejemplo, al obispo emérito de Mondoñedo-El Ferrol, don José Gea Escolano, colega en esta página, al que se le entiende todo. Vaya si se le entiende. Ya hablaba muy claro cuando tenía mando en plaza. Pero no todos son tan directos y trasparentes.
Por otro lado, la Economía es una ciencia, como lo es la Medicina o la Politología, aunque esta última hay muy pocos que la estudien, y menos que nadie los propios políticos en ejercicio y poder, ignorantes supinos de materia tan fundamental para el buen gobierno de las naciones y los grupos sociales. La Economía tiene sus fundamentos y sus reglas que no pueden saltarse a la torera sin producir grandes cataclismos, como estamos viendo en la tremenda crisis actual. En consecuencia, sus problemas y escaseces no se superan o solucionan con moralismos más voluntaristas que objetivos, más retóricos o demagógicos que científicos. En Medicina, valga la comparación, a nadie se le ocurriría condenar «moralmente» el cáncer, por maligno y perverso, como en cierto modo hicieron los progres con el sida, si no se han descubierto los remedios científicos para combatirlo. Podrá urgirse, estimularse, la investigación médico-farmacéutica para hallar técnicas y medicamentos que limiten y reduzcan los efectos de una enfermedad, pero esas investigaciones cuestan dinero, en general mucho dinero, y es lógico que quien lo aporta no lo haga a fondo perdido, porque en ese caso no habría recursos para la siguiente investigación en esa carrera contra los males físicos de la humanidad.
Los textos jerárquicos son muy dados, al menos en España, a condenar al capitalismo, al que tildan con frecuencia de salvaje, manchesteriano, especulativo, inhumano, etc., pero sin indicar nunca donde radica o anida ese monstruo que se come a los hombres crudos. Desde luego, haberlo, haylo, pero no donde quieren hacernos creer los enemigos del mercado y de la libre concurrencia, sino, exactamente, en el campo contrario. O sea, en los monopolios y oligopolios, de derecho o de hecho, y habitualmente en las empresas públicas. Ahí tenemos como paradigma del capitalismo más abusivo y depredador, el caso de Telefónica (la antigua CTNE), que durante lustros y más lustros estuvo esquilmando –y ahí sigue- a los indefensos españolitos que tenían el atrevimiento y desfachatez de solicitar un teléfono, qué barbaridad, ¡un teléfono! Y luego venía la señora de la ventanilla o el mostrador tratando a baquetazos al solicitante. Lo que Telefónica abusó de los batuecos –y sigue abusando- desde la guerra civil hacia acá, sería para escribir un grueso volumen o museo de los horrores. Y lo que digo de Telefónica, podría aplicarse sin quitar una coma a las empresas eléctricas o de gas. ¿Es que nadie ha tenido nunca en cuenta el precio siempre al alza de las bombonas de Butano, la llama de los pobres? Y qué me cuentan del coste del gas servido a domicilio. Ves en el buzón la factura de Gas Natural o de Repsol, y te echas a temblar. Y sin poder cambiar así como así de proveedor. Para qué, pues como dice el dicho, «de molinero cambiarás, y de ladrón no escaparas». Pero eso no es capitalismo salvaje y ladrón. Eso es, simplemente, servicios públicos dignos de toda alabanza para los adoradores del Estado. A ver cuando los censores del capitalismo productivo, sean obispos o no, se atreven a hincarle el diente a estos atracadores de guante blanco.
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