Defensa del consumo
Consumir no es malo por sí mismo, aunque los ataques de «compritis» sean nefastos, como todo vicio o desarreglo personal o social
Pasadas ya todas las fiestas de Navidad, Año Nuevo y Reyes, tal vez sea oportuno hacer una pequeña reflexión sobre los supuestos despilfarros de esos días sin crear mala conciencia a nadie, según intentan hacer los aguafiestas de los inquisidores del consumismo. Todos los ismos pueden tener connotaciones peyorativas o sugerir actitudes rechazables, como es el caso del consumismo, pero antes de condenarlo para siempre a las calderas de Pedro Botero, hemos de considerar lo que significa el consumo y la enorme importancia que tiene en el proceso económico, ni llamar despilfarro consumista a cualquier gasto que los mastines guardianes de la ortodoxia ética y la justicia social, consideren desmedido. De acuerdo con ese criterio tan restrictivo como inquisidor, los novios de las bodas de Caná (Jn, 2, 1-2), que relata el Evangelio de este último domingo, debieron de echar la casa por la ventana en un alarde fastuoso casi parecido, en términos de nuestro tiempo, a la boda principesca de la periodista asturiana que dio el braguetazo del siglo, o sea, una boda de número completo de Hola. La Biblia está llena de esta clase de banquetes y festorros «consumistas».
Por supuesto el consumismo, el gasto enloquecido de las personas, es una enfermedad personal y social, estimulada generalmente por los propios Gobiernos para «darle alegría a tu cuerpo, Macarena» y que acaban casi siempre en quiebra económica, como la crisis de caballo que estamos sufriendo ahora, donde los brotes verdes que anuncian una semana sí y la otra también la gente esta de la poltrona, no aparecen ni siquiera en la macetas de marijuana que cultivan de tapadillo los yonkis en sus casas.
De todos modos, si el consumismo es dañino, no podemos llamar a cualquier gasto algo extra de ese modo, como insisten los repartidores de dinero ajeno en obras más o menos benéficas empezando por sí mismos, porque ya dice el dicho que «el que parte y reparte se queda con la mejor parte». No se olvide que el consumo y el empleo son dos pilares básicos de toda economía sana. El consumo estimula el comercio, éste tira de la economía productiva en cualquiera de sus ramas o manifestaciones (si no lo paraliza o impide la economía parasitaria de la burocracia y los grilletes oficiales), ello aviva las finanzas, los empresarios obtienen beneficios, amplían sus negocios y hasta pueden hacerse ricos –casi siempre exponiendo su dinero y trabajando como enanos- y al final crea empleo, tanto más empleo cuanto más activo es el proceso económico. La riqueza generada se extiende como una mancha de aceite y alcanza de uno u otro modo a todos, aunque no sea a todos por igual, porque la igualdad social es una quimera catastrófica. La intentaron imponer a la trágala los comunistas de la Unión Soviética y sus satélites, pero sólo consiguieron crear una tiranía feroz y sanguinaria y llevar a sus países a la ruina. A mí no me quita el sueño que don Emilio Botín o el pájaro masónico de Bill Gates, naden en mares de millones. Menudo problemón tienen tratando de averiguar dónde y cómo los invierten sin caer en las garras de los Estados ladrones, que son todos. A mí, con que no me falte la pensión ganada a pulso a lo largo de toda una vida de trabajo y cotización, no pido más. En todo caso que no me quite más dinero el Estado depredador, desde el ayuntamiento a las más altas instancia de la pirámide estatal.
Vuelvo al principio: consumir no es malo por sí mismo, aunque los ataques de «compritis» sean nefastos, como todo vicio o desarreglo personal o social. Pero el consumo forma parte del proceso económico cuya finalidad última es generar riqueza y proporcionar empleo, que es de verdad lo que debe preocuparnos, en lugar de actuar como beatas plañideras repitiendo «qué pobrecitos son los pobres», así que déme usted su dinero para repartirlo entre los «pobrecitos pobres» mientras vivo sin agobios o espléndidamente como repartidor de la industria de la pobreza. Que los hay, oiga, que los hay. Y si no pregunte en las instituciones caritativas de las Iglesia..., si se lo quieren decir. Con frecuencia sus cuentas públicas son como las del Gran Capitán: «Y el resto de los millones, en palas y azadones».
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