Semana Santa
El anonimato facilita el arrepentimiento y el retorno al buen camino de los pecadores, y en mayor o en menor medida todos lo somos. Lo vemos en los confesionarios.
La Semana Santa -que así la seguimos llamando porque así es- también es tiempo aprovechado por mucha gente, de indudable fondo cristiano, para tomarse unos días de relajo en detrimento del sentido religioso profundo de estas fechas. A pesar de ello, los cristófobos no han conseguido eliminar del calendario laboral y escolar el motivo cristiano que justifica el breve paréntesis feriado. Es decir, que todavía no han logrado transformar estos días en simples vacaciones de primavera, como ocurre en muchos países de nuestra cultura occidental, generalmente de textura protestante. No es que los enemigos de la fe, marxistas o masones, no propugnen reiteradamente la secularización de estas fiestas, pero las tradiciones siguen siendo aún muy fuertes y arraigadas en muchísimas ciudades y pueblos de España.
Puede parecer que esas tradiciones, como las numerosas procesiones de cofradías y nazarenos que desfilan en Semana Santa por esas ciudades y pueblos, no pasen de ser meras manifestaciones folklóricas que tienden más al espectáculo que a la fe. Sin embargo, gracias a su solemnidad litúrgica y a la agrupación de numerosas personas en torno a las hermandades de cofrades, con sus reuniones y actos piadosos a lo largo del año, el vínculo con la Iglesia y lo que ella representa se mantiene vivo y eficaz a lo largo de toda una vida.
Los cristianos rigoristas acaso crean, y alguna vez he oído lamentos o censuras en este sentido, que las procesiones de encapuchados para preservar su anonimato tienen más de ritualismo que de manifestación de fe auténtica. Dado que el capirote y la túnica preservan la identidad personal de los cofrades, debajo de este ropaje pueden esconderse, ciertamente, verdaderos granujas y malas personas, pero ¿quiénes somos los demás para juzgar y condenar a nadie? Recordemos el pasaje evangélico de la mujer adúltera: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”.
Personalmente saco una modesta lección de todo ello: el anonimato facilita el arrepentimiento y el retorno al buen camino de los pecadores, y en mayor o en menor medida todos lo somos. Lo vemos en los confesionarios. Aquellos que preservan la identidad del penitente suelen estar mucho más concurridos que los que permanecen abiertos y expuestos al reconocimiento individual por parte del confesor. Después de todo el pecado es vergonzoso, cometido en la mayoría de los casos más debido a la debilidad de las personas que a su maldad. Por eso las procesiones de Semana Santa, en la medida que mantienen el anonimato de los penitentes en torno a extraordinarias o modestas imágenes marianas y del Cristo doliente, gozan de tanto fervor y favor populares. Una buena manera de mantener las raíces de esa fe que permanece viva a pesar de tanto laicismo que lo invade todo.
Puede parecer que esas tradiciones, como las numerosas procesiones de cofradías y nazarenos que desfilan en Semana Santa por esas ciudades y pueblos, no pasen de ser meras manifestaciones folklóricas que tienden más al espectáculo que a la fe. Sin embargo, gracias a su solemnidad litúrgica y a la agrupación de numerosas personas en torno a las hermandades de cofrades, con sus reuniones y actos piadosos a lo largo del año, el vínculo con la Iglesia y lo que ella representa se mantiene vivo y eficaz a lo largo de toda una vida.
Los cristianos rigoristas acaso crean, y alguna vez he oído lamentos o censuras en este sentido, que las procesiones de encapuchados para preservar su anonimato tienen más de ritualismo que de manifestación de fe auténtica. Dado que el capirote y la túnica preservan la identidad personal de los cofrades, debajo de este ropaje pueden esconderse, ciertamente, verdaderos granujas y malas personas, pero ¿quiénes somos los demás para juzgar y condenar a nadie? Recordemos el pasaje evangélico de la mujer adúltera: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”.
Personalmente saco una modesta lección de todo ello: el anonimato facilita el arrepentimiento y el retorno al buen camino de los pecadores, y en mayor o en menor medida todos lo somos. Lo vemos en los confesionarios. Aquellos que preservan la identidad del penitente suelen estar mucho más concurridos que los que permanecen abiertos y expuestos al reconocimiento individual por parte del confesor. Después de todo el pecado es vergonzoso, cometido en la mayoría de los casos más debido a la debilidad de las personas que a su maldad. Por eso las procesiones de Semana Santa, en la medida que mantienen el anonimato de los penitentes en torno a extraordinarias o modestas imágenes marianas y del Cristo doliente, gozan de tanto fervor y favor populares. Una buena manera de mantener las raíces de esa fe que permanece viva a pesar de tanto laicismo que lo invade todo.
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