Iglesia en España, 2010
La hora presente debe ser la hora del anuncio gozoso del Evangelio, así será también la hora de renacimiento moral y espiritual de nuestra sociedad, la hora de la esperanza que no defrauda.
Nos encontramos a punto de alcanzar el umbral de 2010. Un nuevo año que, a pesar de las incertidumbres y crisis del que ya está finalizando, se abre una puerta a la esperanza. La Iglesia, en España, se siente convocada de manera especial a ser en él testigo y aliento de esperanza.
A lo largo de sus 365 días va a tener delante de ella la figura del Apóstol Santiago por ser «Año Santo Compostelano»; celebrará, en Toledo, un nuevo Congreso Eucarístico Nacional; e intensificará la preparación de la Jornada Mundial de la Juventud con la visita del Santo Padre, Benedicto XVI, a Madrid, el año siguiente. Santiago Apóstol que, según la tradición, evangelizó España, y los otros dos acontecimientos mencionados, amén de la situación que estamos viviendo, invitan a la Iglesia a evangelizar sin echarse atrás ni arredrarse.
Para los grandes desafíos de hoy y de siempre no hay otro camino verdadero que Cristo. Es a Él a quien los hombres buscan, a veces incluso por vías contrarias a la suya. Ofrecer y propiciar el encuentro con Él es la clave para una apasionante renovación de nuestro mundo. De ahí surge un hombre nuevo, un mundo nuevo, una nueva civilización del amor, una nueva cultura de la solidaridad, una nueva esperanza para todos: la victoria sobre la muerte y sobre una cultura de muerte. Hay que aventurarse y atreverse con la ayuda de Cristo, a vivir la más noble y bella aventura que pueda vivirse hoy: llevar el Evangelio a los hombres de nuestro tiempo que viven en unas especiales condiciones de vida que todos tenemos ante nuestros ojos.
Nos espera un verdadero renacer, una apasionante tarea que implica a todos: evangelizar de nuevo; evangelizar como en los primeros tiempos, como cuando evangelizó el Apóstol; y dejarse «ganar» por Cristo, como el mismo Apóstol y su hermano, para que los hombres crean y pueda haber una Humanidad abierta al futuro y hecha de hombres nuevos a los que Él ha devuelto su dignidad, su libertad y su esperanza. Urge y apremia que los cristianos en la Iglesia seamos anunciadores y testigos incansables del Evangelio.
El desplome del cristianismo y de la fe en Occidente, la inmensa masa de hombres que incluso entre nosotros no le conocen reclama que nos entreguemos prioritariamente al servicio del anuncio misionero del Evangelio. Así nos lo recordaba el Papa Benedicto XVI en su importante discurso navideño a la Curia Romana este año. La hora presente debe ser la hora del anuncio gozoso del Evangelio, así será también la hora de renacimiento moral y espiritual de nuestra sociedad, la hora de la esperanza que no defrauda. No vivimos un tiempo para la simple conservación de lo existente, sino para proponer de nuevo, y ante todo a Cristo, el centro del Evangelio. La sola conservación y mantenimiento es a todas luces insuficiente; aún más, hoy es también culpable. No podemos caer en esa culpabilidad.
Por ello apremia a la Iglesia su gran e irrenunciable servicio de una nueva evangelización: «Nueva en su ardor, nueva en sus métodos, nueva en su expresión»; como dijo tantas veces el venerable Juan Pablo II. «El ardor tiene que ver con la conversión, es decir, con la mirada a Cristo. Los métodos y la expresión serán nuevos en la medida en que Cristo sea encontrado por hombres de este mundo, de esta cultura, que expresan el drama de la existencia. Los métodos y la expresión no son nada si falta el ardor de un encuentro con Jesucristo que toque el centro de la persona». Esto cabe esperar de la Iglesia; esto le aguarda en el nuevo año.
A lo largo de sus 365 días va a tener delante de ella la figura del Apóstol Santiago por ser «Año Santo Compostelano»; celebrará, en Toledo, un nuevo Congreso Eucarístico Nacional; e intensificará la preparación de la Jornada Mundial de la Juventud con la visita del Santo Padre, Benedicto XVI, a Madrid, el año siguiente. Santiago Apóstol que, según la tradición, evangelizó España, y los otros dos acontecimientos mencionados, amén de la situación que estamos viviendo, invitan a la Iglesia a evangelizar sin echarse atrás ni arredrarse.
Para los grandes desafíos de hoy y de siempre no hay otro camino verdadero que Cristo. Es a Él a quien los hombres buscan, a veces incluso por vías contrarias a la suya. Ofrecer y propiciar el encuentro con Él es la clave para una apasionante renovación de nuestro mundo. De ahí surge un hombre nuevo, un mundo nuevo, una nueva civilización del amor, una nueva cultura de la solidaridad, una nueva esperanza para todos: la victoria sobre la muerte y sobre una cultura de muerte. Hay que aventurarse y atreverse con la ayuda de Cristo, a vivir la más noble y bella aventura que pueda vivirse hoy: llevar el Evangelio a los hombres de nuestro tiempo que viven en unas especiales condiciones de vida que todos tenemos ante nuestros ojos.
Nos espera un verdadero renacer, una apasionante tarea que implica a todos: evangelizar de nuevo; evangelizar como en los primeros tiempos, como cuando evangelizó el Apóstol; y dejarse «ganar» por Cristo, como el mismo Apóstol y su hermano, para que los hombres crean y pueda haber una Humanidad abierta al futuro y hecha de hombres nuevos a los que Él ha devuelto su dignidad, su libertad y su esperanza. Urge y apremia que los cristianos en la Iglesia seamos anunciadores y testigos incansables del Evangelio.
El desplome del cristianismo y de la fe en Occidente, la inmensa masa de hombres que incluso entre nosotros no le conocen reclama que nos entreguemos prioritariamente al servicio del anuncio misionero del Evangelio. Así nos lo recordaba el Papa Benedicto XVI en su importante discurso navideño a la Curia Romana este año. La hora presente debe ser la hora del anuncio gozoso del Evangelio, así será también la hora de renacimiento moral y espiritual de nuestra sociedad, la hora de la esperanza que no defrauda. No vivimos un tiempo para la simple conservación de lo existente, sino para proponer de nuevo, y ante todo a Cristo, el centro del Evangelio. La sola conservación y mantenimiento es a todas luces insuficiente; aún más, hoy es también culpable. No podemos caer en esa culpabilidad.
Por ello apremia a la Iglesia su gran e irrenunciable servicio de una nueva evangelización: «Nueva en su ardor, nueva en sus métodos, nueva en su expresión»; como dijo tantas veces el venerable Juan Pablo II. «El ardor tiene que ver con la conversión, es decir, con la mirada a Cristo. Los métodos y la expresión serán nuevos en la medida en que Cristo sea encontrado por hombres de este mundo, de esta cultura, que expresan el drama de la existencia. Los métodos y la expresión no son nada si falta el ardor de un encuentro con Jesucristo que toque el centro de la persona». Esto cabe esperar de la Iglesia; esto le aguarda en el nuevo año.
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