¿Qué libro que no he leído me ha influido más?
Tomás de Aquino se ha ceñido tanto a la realidad, que basta mirarla y admirarla gozosamente para resultar un experto tomista.
Para saber que son muchos los libros que no he leído no tengo que salir de esta habitación. Mi biblioteca acoge más deseos que lecturas. Podría parecer muy difícil, por tanto, escoger un único libro por leer que me haya influido, si pensamos en el poderoso magnetismo de la presencia y el deseo combinados. Pero me resulta facilísimo. El libro que más me ha influido sin haberlo leído es la Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino.
“Se escapa de todo, menos de una metafísica”, nos ha avisado Murilo Mendes. La tomista me la explicaron en el colegio y en la universidad y en ella he vivido cada segundo de mi vida sin pretender fugarme. “Los escépticos no trabajan escépticamente ni los fatalistas fatalistamente”, pero los realistas sí habitamos la realidad realistamente. Los tomistas, además, dando las gracias. Esa idea late —mejor todavía— en la frase resplandeciente y arrebatada que me dicen que dijo Czesław Miłosz: “Un solo silogismo de Santo Tomás de Aquino destruye toda la poesía de Maiakovski”.
He leído fragmentos de la Suma, pero muy desordenados, lo que, en una obra tan unitaria, con una vocación tan clara de totalidad y tan sistemática, equivale a no haberla leído. Nicómaco aparte, me pasa algo parecido con su precursor, esto es, con Aristóteles. Me queda la sensación de haberles puesto los cuernos a ambos con Platón, y con Kierkegaard. Son las vueltas barrocas que la buena literatura se permite incluso alrededor de la más seria filosofía. Parezco un madridista fervoroso que fuese al Camp Nou a ver todos los partidos por el genio de Messi y los recortes de Iniesta.
Chesterton me ofrece una coartada. Para escribir su biografía de Santo Tomás de Aquino apenas hojeó media mañana la montaña de libros que su secretaria le había comprado en Londres. Luego, se puso a dictar su libro. Y esa biografía mereció el elogio rendido de Etienne Gilson, el gran escolástico del siglo XX. Confesó: “Chesterton apabulla. He estudiado toda mi vida a Tomás y nunca hubiese podido escribir un libro semejante”. Chesterton era mucho Chesterton, pero no podría haber hecho tamaña prestidigitación de cualquier otro biografiado. Tomás de Aquino se ha ceñido tanto a la realidad, que basta mirarla y admirarla gozosamente para resultar un experto tomista.
A cambio, hay una razón para leerlo con urgencia. Flannery O’Connor comprobó que durante un tiempo después de leer la Suma Teológica se es mucho más inteligente. Luego, como los efectos de la poción mágica de Asterix, se nos pasa. Ella la leía cada noche. Ese efecto yo lo he comprobado y buena falta me hacía. Si no seguí leyendo, fue como tantas cosas estupendas (el running, el estudio de los phrasal verbs, el examen de conciencia o la dieta hipocalórica) que voy dejando a medias por la mitad del camino de la vida, como dijo otro tomista insigne.
Por suerte, sin poder escapar. Hay una idea del Aquinate, por ejemplo, desde la que se construye mi fe intelectual, mi cariño a mis rivales y mi esperanza en cualquier polémica. Omne verum a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est [S Theologiae I-II q. 109. a 1, ad 1], o sea, “Todo lo que es verdadero, no importa quién lo diga, viene del Espíritu Santo”. Si usted, aunque sea mi contrincante o mi enemigo, dice algo que sea verdad, verá, si se fija, un brillo de adoración delegada en mis ojos. Eso es impagable: por supuesto, a quien haya dicho esa verdad y, sobre todo, al Espíritu Santo, pero también a la Suma de Teología, que lo suma todo sin que lo altere el orden de los factores.
La angustia por los otros libros que no he leído la relativicé en un poema de Casa propia (2004). No era, en realidad, relativismo, sino un tomismo radical, quod erat demonstrandum. Va:
DÍA SIN LIBRO
Si lees para vivir, de qué te quejas
cuando la vida viene, de buenas o a las malas,
a sacarte del cuarto.
De qué te quejas, dime, si los libros
te empujan a la calle, si son ellos
los que te llenan la cabeza
de músicas, el corazón de ideas,
el alma de latidos y las horas
de imprevistos, de amigos, de imposibles.
Sin libros estarías en tu casa
hojeando un best-seller o el periódico
o durmiendo la siesta,
y no de aquí hacia aquí, vapuleado
por el tiempo, los hombres y los sueños cumpliéndose.
No sufras por los libros que no abres
–que no abrirás jamás–,
pues su lección la sabes de memoria
y la pones en práctica.
Las páginas
que lees y que no lees dicen lo mismo.
Tomado de El blog de Daniel Capó.
“Se escapa de todo, menos de una metafísica”, nos ha avisado Murilo Mendes. La tomista me la explicaron en el colegio y en la universidad y en ella he vivido cada segundo de mi vida sin pretender fugarme. “Los escépticos no trabajan escépticamente ni los fatalistas fatalistamente”, pero los realistas sí habitamos la realidad realistamente. Los tomistas, además, dando las gracias. Esa idea late —mejor todavía— en la frase resplandeciente y arrebatada que me dicen que dijo Czesław Miłosz: “Un solo silogismo de Santo Tomás de Aquino destruye toda la poesía de Maiakovski”.
He leído fragmentos de la Suma, pero muy desordenados, lo que, en una obra tan unitaria, con una vocación tan clara de totalidad y tan sistemática, equivale a no haberla leído. Nicómaco aparte, me pasa algo parecido con su precursor, esto es, con Aristóteles. Me queda la sensación de haberles puesto los cuernos a ambos con Platón, y con Kierkegaard. Son las vueltas barrocas que la buena literatura se permite incluso alrededor de la más seria filosofía. Parezco un madridista fervoroso que fuese al Camp Nou a ver todos los partidos por el genio de Messi y los recortes de Iniesta.
Chesterton me ofrece una coartada. Para escribir su biografía de Santo Tomás de Aquino apenas hojeó media mañana la montaña de libros que su secretaria le había comprado en Londres. Luego, se puso a dictar su libro. Y esa biografía mereció el elogio rendido de Etienne Gilson, el gran escolástico del siglo XX. Confesó: “Chesterton apabulla. He estudiado toda mi vida a Tomás y nunca hubiese podido escribir un libro semejante”. Chesterton era mucho Chesterton, pero no podría haber hecho tamaña prestidigitación de cualquier otro biografiado. Tomás de Aquino se ha ceñido tanto a la realidad, que basta mirarla y admirarla gozosamente para resultar un experto tomista.
A cambio, hay una razón para leerlo con urgencia. Flannery O’Connor comprobó que durante un tiempo después de leer la Suma Teológica se es mucho más inteligente. Luego, como los efectos de la poción mágica de Asterix, se nos pasa. Ella la leía cada noche. Ese efecto yo lo he comprobado y buena falta me hacía. Si no seguí leyendo, fue como tantas cosas estupendas (el running, el estudio de los phrasal verbs, el examen de conciencia o la dieta hipocalórica) que voy dejando a medias por la mitad del camino de la vida, como dijo otro tomista insigne.
Por suerte, sin poder escapar. Hay una idea del Aquinate, por ejemplo, desde la que se construye mi fe intelectual, mi cariño a mis rivales y mi esperanza en cualquier polémica. Omne verum a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est [S Theologiae I-II q. 109. a 1, ad 1], o sea, “Todo lo que es verdadero, no importa quién lo diga, viene del Espíritu Santo”. Si usted, aunque sea mi contrincante o mi enemigo, dice algo que sea verdad, verá, si se fija, un brillo de adoración delegada en mis ojos. Eso es impagable: por supuesto, a quien haya dicho esa verdad y, sobre todo, al Espíritu Santo, pero también a la Suma de Teología, que lo suma todo sin que lo altere el orden de los factores.
La angustia por los otros libros que no he leído la relativicé en un poema de Casa propia (2004). No era, en realidad, relativismo, sino un tomismo radical, quod erat demonstrandum. Va:
DÍA SIN LIBRO
Si lees para vivir, de qué te quejas
cuando la vida viene, de buenas o a las malas,
a sacarte del cuarto.
De qué te quejas, dime, si los libros
te empujan a la calle, si son ellos
los que te llenan la cabeza
de músicas, el corazón de ideas,
el alma de latidos y las horas
de imprevistos, de amigos, de imposibles.
Sin libros estarías en tu casa
hojeando un best-seller o el periódico
o durmiendo la siesta,
y no de aquí hacia aquí, vapuleado
por el tiempo, los hombres y los sueños cumpliéndose.
No sufras por los libros que no abres
–que no abrirás jamás–,
pues su lección la sabes de memoria
y la pones en práctica.
Las páginas
que lees y que no lees dicen lo mismo.
Tomado de El blog de Daniel Capó.
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