Crímenes pasionales en España durante 2017
La politización o sectarismo ideológico con que las feministas radicales tratan estos hechos no colabora mucho a vencer esta epidemia, en tanto que deforma la realidad y embrolla las cosas.
Durante el año que ha terminado se han registrado en España 48 muertes de mujeres a manos de sus parejas o ex, aproximadamente una por semana, en conjunto cuatro más que en 2016, aunque nueve menos que en 2015, y 28 menos que 2008, en pleno gobierno de Rodríguez Zapatero, que bate el tristísimo récord de esta espeluznante estadística, seguido del año 2010, que casi llegó a los niveles de dos años antes. Muchas víctimas son esas. Muchísimas. Una sola ya sería excesivo.
Estas sucintas cifras nos sitúan frente a algunos hechos que no ayudan nada a combatir o superar esta especie de patología social, consecuencia directa –que nadie cita– del bajísimo nivel moral de nuestra sociedad, acaso el más ínfimo de los períodos históricos de los que se puede tener algún dato a este respecto. Es como si la sociedad tecnológica, instrumentalmente muy avanzada y en apariencia muy instruida, hubiese vuelto éticamente a los tiempos más bárbaros, más brutales de la historia humana.
La politización o sectarismo ideológico con que las feministas radicales tratan estos hechos no colabora mucho a vencer esta epidemia, en tanto que deforma la realidad y embrolla las cosas. Calificar de violencia de género o machista dichos crímenes es una manera perversa de anteponer los intereses de ciertas ideologías a la clarificación del fenómeno para su mejor tratamiento. Los matones no son meros machos de acuerdo con la descripción zoológica de las especies, sino hombres, es decir, seres racionales que en un momento dado pierden la racionalidad y los principios morales que rigen la convivencia social. Por lo tanto, llamar violencia machista a lo que siempre se calificó de crímenes pasionales es desviar el foco de la radiografía de la “enfermedad”, o sea, es convertir en una ramificación de la lucha de clases (en este caso de género) lo que básicamente es una pérdida social de principios éticos.
De qué sirve el vocerío de los feministas de rompe y rasga ante cualquier nueva víctima, o los plantones frente a los ayuntamientos y otros organismos oficiales, con sus correspondiente minutos masónicos de silencio, si se siguen registrando hechos tan deleznables como la muerte violenta de otras mujeres en un terrible suma y sigue que parece no tener fin. Algún año se advierte un ligero descenso de tan macabra estadística, pero la epidemia sigue cobrándose víctimas y más víctimas, y no sólo en España.
La ministra de Sanidad ha dicho, ante el cadáver diríamos todavía caliente de la última víctima, que el Gobierno iba a dedicar doscientos millones de euros a combatir la violencia “machista” –¡y dale con el equívoco machista, que repiten como loros la gran mayoría de los medios informativos!– . ¿A quienes irán a parar estos millones? ¿A los o las que más gritan, a inflar el número de funcionarios, a crear guardaespaldas para proteger a las mujeres amenazadas…? ¿A quiénes? Porque, contra lo que decía el nefasto Zapatero cuando afirmaba que el dinero público no era de nadie, tiene dueño, un dueño bien conocido y concreto, el contribuyente, el “sujeto pasivo” esquilmado por la voracidad del ministerio publicano (el malo, junto con los fariseos, del Evangelio).
En resumen, que nada de lo pregonado por unas y por otros resuelve el tremendo problema que nos acecha, a pesar de tanto psicólogo que nos asiste, de las denuncias de malos tratos, las órdenes de alejamiento, etc. Al final pasa lo que pasa con las mujeres expuestas a esta tragedia. Personalmente conozco a una en concreto y no sé qué aconsejarle para que se sientan seguros ella y su hijo de tres años. La custodia compartida es una fuente de conflictos permanentes. Vive angustiada y amedrentada. Y eso no es vivir. Las denuncias y órdenes de alejamiento excitan el rencor del maltratador real o supuesto y con frecuencia precipitan un fatal desenlace.
Entonces, ¿qué hacer? No lo sé. No me atrevo a dar ninguna receta milagrosa, pero lo que sí resulta evidente es que la intervención de las feministas vociferantes y la aplicación medidas policiales y judiciales extremas no consiguen mejorar sensiblemente la situación. Algo fundamental falla en el diagnóstico y en su acertado tratamiento.
Estas sucintas cifras nos sitúan frente a algunos hechos que no ayudan nada a combatir o superar esta especie de patología social, consecuencia directa –que nadie cita– del bajísimo nivel moral de nuestra sociedad, acaso el más ínfimo de los períodos históricos de los que se puede tener algún dato a este respecto. Es como si la sociedad tecnológica, instrumentalmente muy avanzada y en apariencia muy instruida, hubiese vuelto éticamente a los tiempos más bárbaros, más brutales de la historia humana.
La politización o sectarismo ideológico con que las feministas radicales tratan estos hechos no colabora mucho a vencer esta epidemia, en tanto que deforma la realidad y embrolla las cosas. Calificar de violencia de género o machista dichos crímenes es una manera perversa de anteponer los intereses de ciertas ideologías a la clarificación del fenómeno para su mejor tratamiento. Los matones no son meros machos de acuerdo con la descripción zoológica de las especies, sino hombres, es decir, seres racionales que en un momento dado pierden la racionalidad y los principios morales que rigen la convivencia social. Por lo tanto, llamar violencia machista a lo que siempre se calificó de crímenes pasionales es desviar el foco de la radiografía de la “enfermedad”, o sea, es convertir en una ramificación de la lucha de clases (en este caso de género) lo que básicamente es una pérdida social de principios éticos.
De qué sirve el vocerío de los feministas de rompe y rasga ante cualquier nueva víctima, o los plantones frente a los ayuntamientos y otros organismos oficiales, con sus correspondiente minutos masónicos de silencio, si se siguen registrando hechos tan deleznables como la muerte violenta de otras mujeres en un terrible suma y sigue que parece no tener fin. Algún año se advierte un ligero descenso de tan macabra estadística, pero la epidemia sigue cobrándose víctimas y más víctimas, y no sólo en España.
La ministra de Sanidad ha dicho, ante el cadáver diríamos todavía caliente de la última víctima, que el Gobierno iba a dedicar doscientos millones de euros a combatir la violencia “machista” –¡y dale con el equívoco machista, que repiten como loros la gran mayoría de los medios informativos!– . ¿A quienes irán a parar estos millones? ¿A los o las que más gritan, a inflar el número de funcionarios, a crear guardaespaldas para proteger a las mujeres amenazadas…? ¿A quiénes? Porque, contra lo que decía el nefasto Zapatero cuando afirmaba que el dinero público no era de nadie, tiene dueño, un dueño bien conocido y concreto, el contribuyente, el “sujeto pasivo” esquilmado por la voracidad del ministerio publicano (el malo, junto con los fariseos, del Evangelio).
En resumen, que nada de lo pregonado por unas y por otros resuelve el tremendo problema que nos acecha, a pesar de tanto psicólogo que nos asiste, de las denuncias de malos tratos, las órdenes de alejamiento, etc. Al final pasa lo que pasa con las mujeres expuestas a esta tragedia. Personalmente conozco a una en concreto y no sé qué aconsejarle para que se sientan seguros ella y su hijo de tres años. La custodia compartida es una fuente de conflictos permanentes. Vive angustiada y amedrentada. Y eso no es vivir. Las denuncias y órdenes de alejamiento excitan el rencor del maltratador real o supuesto y con frecuencia precipitan un fatal desenlace.
Entonces, ¿qué hacer? No lo sé. No me atrevo a dar ninguna receta milagrosa, pero lo que sí resulta evidente es que la intervención de las feministas vociferantes y la aplicación medidas policiales y judiciales extremas no consiguen mejorar sensiblemente la situación. Algo fundamental falla en el diagnóstico y en su acertado tratamiento.
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