Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Cuando una «buena muerte» era dolorosa: la eutanasia a través de las épocas


El término "eutanasia" procede del griego "buena muerte", pero solo empezó a usarse en la forma hoy común a finales del siglo XIX. Durante siglos, en las sociedades occidentales "eutanasia" significó una muerte piadosa bendecida por Dios.

por Caitlin Mahar

Opinión

Actualmente, un objetivo prioritario de los dos movimientos orientados a la atención a los moribundos (cuidados paliativos y eutanasia) es la eliminación del sufrimiento. Se apoyan en la idea de que una buena muerte es una muerte sin dolor. Pero no siempre fue así.
 
El término “eutanasia” procede del griego “buena muerte”, pero solo empezó a usarse en la forma hoy común a finales del siglo XIX. Durante siglos, en las sociedades occidentales “eutanasia” significó una muerte piadosa bendecida por Dios.
 
Las formas de alcanzar una buena muerte dieron lugar a unas guías ars moriendi [arte de morir] enormemente populares que proponían oraciones, actitudes y actos dirigidos a conducir al moribundo a la salvación. No se trataba necesariamente de un proceso sin dolor: con diferencia, la imagen más reproducida de la buena muerte era la crucifixión de Cristo.
 
El dolor que podía acompañar a la muerte se veía como un castigo por el pecado y, en última instancia, como algo redentor: una oportunidad de sublimar el mundo y la carne por medio de la imitación del sufrimiento de Cristo. También era una prueba para la compasión y la caridad de amigos, parientes e incluso extraños.
 
El mandato cristiano de visitar a los enfermos, entendido como visitar y cuidar a los agonizantes, se veía como un deber colectivo. Se esperaba de niños y adultos que ofreciesen apoyo físico y moral a quienes estaban gravemente enfermos.
 
No era corriente que los médicos se quedasen en el lecho de muerte. No tenían un papel evidente en el decisivo asunto espiritual de morir, pero tampoco se les asociaba especialmente con la mitigación del sufrimiento.
 
De hecho, en la era pre-anestesia, era más probable que se considerase a los médicos como causa de dolor. La cirugía era, por supuesto, insoportable, pero otros remedios “heroicos” hoy desacreditados (como las cauterizaciones, los sangrados y la aplicación de sustancias cáusticas a la piel) se basaban en la creencia de que el dolor tenía propiedades curativas e implicaban que los médicos lo causaban deliberadamente.
 
En el siglo XIX, el dolor empezó a ser visto como un fenómeno psicológico aislado y anormal. Tanto la muerte como el sufrimiento se medicalizaron cada vez más. Los médicos sustituyeron paulatinamente al clero y a la familia como asistentes de los moribundos.
 
Al mismo tiempo, la palabra “eutanasia” adquirió un nuevo significado. Comenzó a aplicarse a este nuevo deber médico de asistir a los enfermos terminales… pero no a acelerar su muerte.
 
Tras la revolución de la anestesia a mediados de siglo, y con la ayuda de innovaciones como la jeringuilla hipodérmica, los doctores empezaron a “tratar” a los agonizantes con calmantes, además de oraciones.
 
En 1870, Samuel Williams, un empresario de Birmingham aficionado a la filosofía, propuso una forma más precisa de su nuevo tratamiento médico para los enfermos terminales. En un ensayo titulado Euthanasia, publicado por el Speculativa Club local, escribió: “En todos los casos de enfermedad terminal y dolorosa, debe reconocerse como deber del médico asistente, cuando así lo desee el paciente, la administración de cloroformo –u otro anestésico que en el futuro pueda sustituir al cloroformo– para suprimir la conciencia y poner a quien está sufriendo en disposición de una muerte rápida e indolora”.
 
Williams encendió un debate que ha experimentado altibajos, pero nunca ha desaparecido. Pero ¿cómo es que esto ha llegado a parecer una buena forma de morir?
 
Cambiando el significado del dolor
En 1901, el psicólogo y filósofo William James escribió sobre la “extraña transformación moral” que habían experimentado las actitudes ante el dolor: “No se espera de un hombre que deba padecerlo ni causarlo, y escuchar el relato de los casos en que sucede hace que nuestra carne se estremezca moral y físicamente. La forma en la que nuestros antepasados miraban el dolor, cual perenne ingrediente del orden del mundo, y lo causaban y lo sufrían como una parte rutinaria de su trabajo diario, nos llena de asombro”.
 
La historiadora Stephanie Snow observa que a medida que fueron estando disponibles, durante el siglo XIX, los anestésicos y otros métodos de alivio del dolor, la gente empezó a ver el dolor –a experimentarlo, pero también a verlo– como algo cada vez más dañino y desmoralizante.
 
Una nueva generación de victorianos acomodados que consideraban la anestesia como algo habitual ya no podían soportar el sufrimiento físico. El dolor era ahora algo que no solo debía ser eliminado sino repudiado como cruel, inusual y degradante: “Una fuerza ajena que socava la auténtica humanidad del hombre”.
 
La muerte y el sufrimiento se convirtieron en cosas de las cuales había que proteger a las personas, y en particular a los niños.
 
Una paradoja moderna
Los métodos médicos orientados a eliminar el dolor del proceso de la muerte se desarrollaron a la vez que el miedo a morir, un miedo que durante siglos consistió en el horror al infierno posterior a la muerte [post mortem], comenzó a centrarse en el horror que podía precederla.
 
Paradójicamente, ese miedo creció y ganó fuerza al tiempo que la mayor parte de la gente en las culturas occidentales evadía cada vez más de ese sufrimiento: a medida que la mortalidad caía y más personas morían en el hospital al cuidado de especialistas, y la capacidad de los médicos de controlar el dolor avanzaba en formas anteriormente inimaginables.
 
Esta auténtica ansiedad moderna puede rastrearse históricamente desde la propuesta de Williams en 1870 hasta la ley de asistencia a los moribundos que será pronto debatida en el parlamento del estado de Victoria (Australia).
 
A nuestros antepasados les asombraría.

Publicado en The Conversation.
Caitlin Mahar es historiadora en la Swinburne University of Technology, en Melbourne (Australia).
Traducción de Carmelo López-Arias.
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