Domund 2017
Es tremendo pensar que, después de dos mil años, dos terceras partes de la humanidad no conocen todavía a Cristo, y tienen necesidad de Él y de su mensaje de salvación.
«Anunciar el Evangelio a todo el mundo», «ser testigo de que Jesús es el Señor hasta los confines de la tierra»: he aquí la misión de la Iglesia, su identidad más propia, la razón de ser más profunda de ella y de los cristianos en medio del mundo, que nos pone en primer plano la Jornada del Domund, es decir del domingo de las misiones, que celebraremos el domingo próximo.
Evangelizar a toda la tierra es un derecho y un deber de cada uno de los que creemos en Jesucristo. La vida y la actividad de la Iglesia deben responder a la apertura y a la universalidad de la misión. Nos encontrarnos en el tercer Milenio de la Redención y la misión universal nos apremia cada vez más. No nos puede dejar indiferentes a los cristianos el saber que millones de hombres, redimidos, como nosotros, por la sangre de Cristo, viven todavía sin conocer a fondo el amor de Dios, o que conociéndolo no pueden estar suficientemente atendidos en su fe. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir el deber supremo de anunciar a Cristo a todos los pueblos.
Es tremendo pensar, lo digo con dolor como creyente en Cristo, que, después de dos mil años, dos terceras partes de la humanidad no conocen todavía a Cristo, y tienen necesidad de Él y de su mensaje de salvación. Lo más profundo de la vida de la Iglesia es compartir el amor de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Es anunciar, en obras y palabras, a todos los hombres, especialmente a los más débiles y necesitados, a los pobres, a los enfermos y pecadores, que son amados por Dios. Cada cristiano puede y debe hacer resonar hoy este anuncio gozoso, al que todos los hombres sin excepción están llamados: «¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti, para ti Cristo es el camino, la Verdad y la Vida» (Juan Pablo II).
Tenemos, pues, los cristianos –esa es nuestra identidad y vocación– la gran tarea de continuar y difundir la vida de la fe y la esperanza de la salvación, compartiendo el amor de Dios en esta nueva etapa de nuestra historia. El Señor nos llama a salir de nosotros mismos y a compartir con los otros los bienes que poseernos, en primer lugar el tesoro de nuestra fe, que no podernos considerar un privilegio personal, sino un don que hemos de compartir con aquellos que no lo han recibido todavía. De esto se beneficiará también la fe misma, pues ésta se fortalece dándola.
Así lo han comprendido tantos miles de misioneros y misioneras en todas las partes del mundo. Todos los cristianos estamos urgidos a tomar parte en los duros trabajos del Evangelio. También a los cristianos de hoy, como a Timoteo, se nos insta, ante Dios y ante Cristo Jesús, a proclamar la Palabra a tiempo y a destiempo. Firmes en Jesucristo, que es la verdad y la vida, los discípulos y continuadores de los apóstoles, que somos los cristianos de todos los tiempos desde Galilea, estamos llamados a una dedicación entera a comunicar y a hacer presente a este Cristo, verdad y salvación, alegría y esperanza única para todos.
Además de ir a tomar parte directamente, por sí mismos, en los duros trabajos del Evangelio, gastándose y desgastándose, en las tierras de misión, los cristianos podemos y debemos colaborar todos con las misiones, con los misioneros y misioneras de nuestras diócesis, con nuestra oración, con nuestro aliento y cercanía, con nuestras ayudas de todo tipo –también económicas–, mejorando nuestra vida cristiana y fortaleciendo nuestras comunidades, y tomando parte en los trabajos apostólicos. Que ningún cristiano se inhiba ante la misión. A eso nos invita la Jornada anual del Domund.
Este año –hablo como arzobispo de Valencia–, para mi diócesis esta Jornada va a tener una especial dedicación ya que esta Iglesia que está en Valencia se compromete a colaborar muy especialmente con dos Vicariatos en la zona de la selva de Perú: los dos Vicariatos más pobres cultural, económica y socialmente de aquella nación hermana: son los Vicariatos Apostólicos de San José del Amazonas y el de Requena.
Este compromiso entraña que ambos Vicariatos puedan contar con el número suficiente de sacerdotes de Valencia para atender los diferentes puestos de misión, como también de religiosos o religiosas, o seglares valencianos para llevar a cabo la misión, asumir la ayuda que necesiten en el campo de la educación, de la sanidad, e incluso asumir por parte de esta diócesis de Valencia el presupuesto económico de ambos Vicariatos, que por sí mismos ellos no pueden asumir.
Se trata de un verdadero don de Dios que Él concede a Valencia. Así se lo comunico gozosamente, tal y como veo las cosas, a Valencia. Y, al tiempo que comunico esto con alegría y esperanza a toda la diócesis, apelo a la responsabilidad de todos a que esta encomienda que nos hace la Iglesia (también el Santo Padre, que me insta a proseguir con este propósito, con la ayuda de Dios, dejándonos ayudar por Él) la llevemos a cabo. En este día del Domund expreso mi esperanza de que entreveo el alba de una nueva era misionera. La esperanza cristiana nos sostiene en nuestro compromiso a fondo para la nueva evangelización y para la misión universal, y nos lleva a pedir como Jesús nos ha enseñado «Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo (Mt 6,10)». Que Dios nos conceda a todos la generosidad que necesitamos para responder a esta llamada a impulsar la misión y ayudar a los misioneros y a las tierras de misión.
Evangelizar a toda la tierra es un derecho y un deber de cada uno de los que creemos en Jesucristo. La vida y la actividad de la Iglesia deben responder a la apertura y a la universalidad de la misión. Nos encontrarnos en el tercer Milenio de la Redención y la misión universal nos apremia cada vez más. No nos puede dejar indiferentes a los cristianos el saber que millones de hombres, redimidos, como nosotros, por la sangre de Cristo, viven todavía sin conocer a fondo el amor de Dios, o que conociéndolo no pueden estar suficientemente atendidos en su fe. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir el deber supremo de anunciar a Cristo a todos los pueblos.
Es tremendo pensar, lo digo con dolor como creyente en Cristo, que, después de dos mil años, dos terceras partes de la humanidad no conocen todavía a Cristo, y tienen necesidad de Él y de su mensaje de salvación. Lo más profundo de la vida de la Iglesia es compartir el amor de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Es anunciar, en obras y palabras, a todos los hombres, especialmente a los más débiles y necesitados, a los pobres, a los enfermos y pecadores, que son amados por Dios. Cada cristiano puede y debe hacer resonar hoy este anuncio gozoso, al que todos los hombres sin excepción están llamados: «¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti, para ti Cristo es el camino, la Verdad y la Vida» (Juan Pablo II).
Tenemos, pues, los cristianos –esa es nuestra identidad y vocación– la gran tarea de continuar y difundir la vida de la fe y la esperanza de la salvación, compartiendo el amor de Dios en esta nueva etapa de nuestra historia. El Señor nos llama a salir de nosotros mismos y a compartir con los otros los bienes que poseernos, en primer lugar el tesoro de nuestra fe, que no podernos considerar un privilegio personal, sino un don que hemos de compartir con aquellos que no lo han recibido todavía. De esto se beneficiará también la fe misma, pues ésta se fortalece dándola.
Así lo han comprendido tantos miles de misioneros y misioneras en todas las partes del mundo. Todos los cristianos estamos urgidos a tomar parte en los duros trabajos del Evangelio. También a los cristianos de hoy, como a Timoteo, se nos insta, ante Dios y ante Cristo Jesús, a proclamar la Palabra a tiempo y a destiempo. Firmes en Jesucristo, que es la verdad y la vida, los discípulos y continuadores de los apóstoles, que somos los cristianos de todos los tiempos desde Galilea, estamos llamados a una dedicación entera a comunicar y a hacer presente a este Cristo, verdad y salvación, alegría y esperanza única para todos.
Además de ir a tomar parte directamente, por sí mismos, en los duros trabajos del Evangelio, gastándose y desgastándose, en las tierras de misión, los cristianos podemos y debemos colaborar todos con las misiones, con los misioneros y misioneras de nuestras diócesis, con nuestra oración, con nuestro aliento y cercanía, con nuestras ayudas de todo tipo –también económicas–, mejorando nuestra vida cristiana y fortaleciendo nuestras comunidades, y tomando parte en los trabajos apostólicos. Que ningún cristiano se inhiba ante la misión. A eso nos invita la Jornada anual del Domund.
Este año –hablo como arzobispo de Valencia–, para mi diócesis esta Jornada va a tener una especial dedicación ya que esta Iglesia que está en Valencia se compromete a colaborar muy especialmente con dos Vicariatos en la zona de la selva de Perú: los dos Vicariatos más pobres cultural, económica y socialmente de aquella nación hermana: son los Vicariatos Apostólicos de San José del Amazonas y el de Requena.
Este compromiso entraña que ambos Vicariatos puedan contar con el número suficiente de sacerdotes de Valencia para atender los diferentes puestos de misión, como también de religiosos o religiosas, o seglares valencianos para llevar a cabo la misión, asumir la ayuda que necesiten en el campo de la educación, de la sanidad, e incluso asumir por parte de esta diócesis de Valencia el presupuesto económico de ambos Vicariatos, que por sí mismos ellos no pueden asumir.
Se trata de un verdadero don de Dios que Él concede a Valencia. Así se lo comunico gozosamente, tal y como veo las cosas, a Valencia. Y, al tiempo que comunico esto con alegría y esperanza a toda la diócesis, apelo a la responsabilidad de todos a que esta encomienda que nos hace la Iglesia (también el Santo Padre, que me insta a proseguir con este propósito, con la ayuda de Dios, dejándonos ayudar por Él) la llevemos a cabo. En este día del Domund expreso mi esperanza de que entreveo el alba de una nueva era misionera. La esperanza cristiana nos sostiene en nuestro compromiso a fondo para la nueva evangelización y para la misión universal, y nos lleva a pedir como Jesús nos ha enseñado «Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo (Mt 6,10)». Que Dios nos conceda a todos la generosidad que necesitamos para responder a esta llamada a impulsar la misión y ayudar a los misioneros y a las tierras de misión.
Comentarios
Otros artículos del autor
- El aborto sigue siendo un crimen
- Sobre la nueva regulación del aborto de Macron
- Don Justo Aznar, hombre de la cultura
- La evangelización de América, ¿opresión o libertad?
- ¡Por las víctimas! Indignación ante la ignominia de Parot
- Una imagen peregrina de la Inmaculada nos visita
- Cardenal Robert Sarah
- Puntualizaciones a cosas que se dicen
- Una gran barbaridad y una gran aberración
- Modelo para el hoy de la sociedad y de la universidad