Reflexiones para este tiempo
Nos encontramos en 2020. Acaban de preguntarme en una entrevista cómo veo la Iglesia. Mi respuesta ha sido que, aunque con frecuencia aparece en cierta opinión pública la imagen de una Iglesia en retirada, anclada en el pasado, poco «moderna» o hasta en caída libre y decrépita, incluso dividida y desconcertada, sin embargo habría que decir, reconociendo muchas cosas de las que arrepentirse, que la realidad de la Iglesia es otra.
La Iglesia está viva y es joven y por ello muestra a los hombres el camino hacia el futuro. Ese futuro y ese camino no es otro que Jesucristo. Sí, la Iglesia está viva y lo podemos apreciar en manifestaciones como los encuentros mundiales de juventud, en el último Sínodo de los Obispos sobre la Amazonia, en su gran despliegue en favor de los más desheredados, en su fuerza de movimientos eclesiales de evangelización y de solidaridad... en tantas cosas podemos verla y experimentarla.
Veo la Iglesia con una gran fuerza, en medio de sus debilidades y flaquezas, llena de juventud porque Jesucristo que vive en ella está vivo, y añado, con más jóvenes dentro que ninguna otra institución. Además debo decir que veo a la Iglesia enraizada en el mundo, pero no mundana. No es una Iglesia separada del mundo, porque está en el mundo y es para el mundo, no para ella, una Iglesia que se siente enviada a todos los hombres, especialmente a los alejados, equivocados, errantes, que vagan por el mundo sin sentido, pecadores que necesitan ser rescatados del error y del pecado; es del mundo entero y no puede estar ausente ni evadirse de los problemas de la sociedad en la que vive, no puede estar encerrada en sí misma, ser elitista, estar parada y siempre a la defensiva, no puede vivir autocomplaciente, ni mostrar un rostro lacrimoso o temeroso, ni ser el refugio de la gran cofradía de los ausentes, ni albergue de los que dicen pero no hacen, ni la caravana de los que imponen fardos pesados a otros; la Iglesia puede ser considerada en verdad como una Iglesia dialogante, abierta, cercana a los diferentes grupos humanos que vive en relación con la sociedad en la que está presente, colaboradora, oferente y no impositiva, lo cual no quiere decir una Iglesia de lo políticamente correcto, sino que es una Iglesia libre, que se siente libre e independiente de todo poder, dispuesta por encima de todo a obedecer a Dios antes que a los hombres, y por eso mismo dispuesta a ser servidora de todos, sobre todo de los más pobres, descartados y débiles,defensora del hombre y de los que padecen cualquier sufrimiento.
El Papa Francisco ha utilizado expresiones muy felices que no solo manifiestan un deseo o un sueño sino que se reflejan en la realidad cotidiana: una Iglesia pobre, de los pobres y para los pobres, una Iglesia samaritana que no pasa de largo de los maltrechos heridos, robados y tirados en la cuneta por donde circulan los hombres, una Iglesia hospital de campaña para restañar y curar heridas, o con expresión del Vaticano II, una Iglesia solidaria con los gozos y esperanzas, con las alegrías y tristezas de la humanidad, una Iglesia misionera, en salida, para anunciar el Evangelio y dar testimonio de él en medio de los hombres, sus hijos y hermanos.
Es verdad que en ella participamos por pura gracia y don de Dios, y somos acogidos pecadores como el que escribe este artículo. Pero si en ella no cupiesen pecadores, ¿qué sería de mí y de tantos otros? Me vería privado de la alegría que en ella se me ofrece y da, además dep oder caminar como peregrino a la casa del Padre, acompañado por esa infinidad de hermanos que guiados por Dios hacemos camino juntos hacia su casa.
Podemos decir con toda verdad y sin ninguna arrogancia que los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI nos dejaron una Iglesia más llena de audacia y valentía, más libre, y más joven; una Iglesia que mira al pasado con serenidad y que no tiene miedo del futuro. Como estamos viendo y palpando, este camino abierto de la Iglesia lo está prosiguiendo con todo vigor, vigor acrecentado, el Papa Francisco. Los últimos Papas han contribuido decisivamente en esta visión de Una Iglesia viva y joven.
A pesar de todo la Iglesia necesita renovación, como indican abundantes gestos del Papa Francisco. No puedo negar, sino todo lo contrario, que esta Iglesia necesita que se la renueve; y que es necesario, por tanto, como la visión de San Francisco sobre la iglesia de San Damián indicaba en su tiempo, que se la restaure. ¿Y podemos decir lo mismo de la Iglesia en España? ¿Por qué no vamos a poder decir lo mismo si estamos en la misma y única Iglesia? Por citar un solo hecho, hace unos días se celebró el Congreso Nacional de apostolado seglar. Ha sido un acontecimiento que nos llena de gozo y esperanza por ser Iglesia, miembro de ella, como he escrito recientemente referido a este Congreso. Pues este es un acontecimiento que muestra signos de vitalidad, alegría, esperanza, con capacidad y ganas bien fundadas de salir e ir a donde están los hombres para llevarles y entregarles nuestra única riqueza que posemos, pero que no es nuestra sino a que todos pertenece y a todos hay que darla o devolvérsela: el Evangelio, Jesucristo. Los católicos españoles, los laicos allí presentes han podido palpar en este acontecimiento la vitalidad y juventud de la Iglesia en España.
¿Esto indicaría o apuntaría a un nuevo renacer en la Iglesia? Se está observando un nuevo renacer, no espectacular pero sí verdadero y esperanzador. Ahí tenemos cómo se está viviendo la adoración eucarística permanente, el resurgir de la oración y los grupos de oración o las visitas a lugares de oración y contemplación, de silencio; también el crecimiento y consolidación de Cáritas, de sus obras, la sensibilización hacia los más pobres, los refugiados, el crecimiento en número y profundidad interior de grupos de jóvenes que viven gozosos la fe en Jesucristo con un estilo de vida nuevo en medio de este mundo tan secularizado; los millones de cristianos que han alzado o estando alzando su voz o su testimonio silencioso para afirmar el valor de la verdad del matrimonio y de la familia, de la vida y de la caridad; la libertad y valentía, la alegría, con que muchos viven su fe a la luz pública, sin ocultarla; el testimonio de tanta gente sencilla y enfermos que viven la fe en grado heroico; la recuperación de la oración y la estima por la vida interior en no pocos; el afán evangelizador en tantos. Es verdad que la presencia cristiana en la vida pública tiene lagunas y debilidades y habrá que fortalecerse y llenarlas.
Publicado en La Razón el 4 de marzo de 2020.
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