Los atentados islamistas seguirán
Para los musulmanes, todo lo que no sea islam, y según de qué corriente se trate, es rechazable. Se consideran incompatibles con todo el mundo que no sea el suyo propio. Si se muestran sumisos allí donde son abierta minoría, no es por tolerancia o respeto a las creencias de los otros, sino por debilidad. Pero entonces reaccionan recurriendo a la violencia suicida.
Los atentados terroristas seguirán produciéndose, hoy aquí, mañana allá, pasado mañana en cualquier otro lugar del planeta, y así mientras dure la locura yihadista. Y esta locura permanecerá viva en el mundo musulmán en tanto que haya mezquitas en las que se predique el Corán en su literalidad.
Porque el Corán dice que al infiel hay que combatirle hasta que se logre su conversión a la religión de Mahoma, y en caso de no conseguirlo por las buenas, hay que matarle, o sea, exterminarle. Esto lo explica muy bien el iraquí católico Raad Salam Naaman, con blog en estas páginas. Como además las distintas corrientes islámicas se combaten a muerte entre sí, y como resulta que al menos la cuatro quintas partes de los habitantes de la Tierra practican religiones diferentes e incluso los hay sin ninguna religión, significa que los musulmanes radicales tienen tajo para nunca acabar. O lo que es lo mismo, las escenas de horror, muerte y destrucción continuarán acaparando los noticiarios de los medios informativos.
Los musulmanes, como es propio de la condición humana, tienden a reunirse allí donde se encuentren, buscando el calor de la afinidad de lengua, de costumbres, de cultura y de religión, de modo que en la emigración acaban formando guetos que dificultan su integración en las sociedades que los acogen, fomentando así el sentimiento de segregación o marginación y hasta de odio contra quienes les dan asilo.
El islam no favorece el progreso ni el desarrollo económico, salvo que les haya tocado la lotería del petróleo. No es una cultura innovadora y de un alto rendimiento laboral. Por otro lado el índice de natalidad es muy alto, de modo que el exceso de población lo “invierten” en inundar o invadir los países, generalmente cristianos, que los admiten. Mas para los musulmanes, todo lo que no sea islam, y según de qué corriente se trate, es rechazable. Se consideran incompatibles con todo el mundo que no sea el suyo propio. Si se muestran sumisos allí donde son abierta minoría, no es por tolerancia o respeto a las creencias de los otros, sino por debilidad. Pero entonces reaccionan recurriendo a la violencia suicida.
Tampoco es una cuestión de educación de estos emigrantes en nuestros centro “asépticos”, como decía días atrás en las mañanas de la COPE un profesor de no sé que universidad acaso privada. Que no, que no hay que darle vueltas a la noria, que no se integran tan fácilmente. Los terroristas de París y Bruselas habían ido a la escuela perfectamente laica de ambos países. ¿Y cuál ha sido el resultado? A la vista está.
Entonces, ¿qué procede hacer? Solamente una cosa: no descuidar lo más mínimo la vigilancia de mazquitas, oratorios y escuelas coránicas, como descuidó de manera irresponsable la policía belga. Prevenir los atentados antes de que se produzcan. Seguir el rastro de los sospechosos. Y en particular hacer caso omiso a los voceros de la quinta columna interna -hay más de una-, a los individuos de aquí que odian el modelo de convivencia por el que nos regimos, y que darían cualquier cosa a fin de ver saltar el sistema por los aires. ¿Que el modelo tiene muchos defectos? Muchísimos. Pero en todo caso es infinitamente mejor que la teocracia de los ayatolah, la tiranía de los Castro, el desastre venezolano que nos quieren colar de matute o, por otro lado, el ultranacionalismo ruso de Putin, viejo agente del KGB.
Ya sé que la propuesta de mantener alta la vigilancia no encaja con el supuesto buenismo de quienes buscan el desarme moral de los españoles, ya muy deteriorado. O el troceamiento de España, pero aleja de nosotros la amenaza del terrorismo islamista, entre otros bienes. Es una cuestión de patriotismo y de seguridad nacional, que podrá mantenerse mientras no haya un cambio radical de gobierno, porque si lo hay, que Dios nos pille confesados.
Porque el Corán dice que al infiel hay que combatirle hasta que se logre su conversión a la religión de Mahoma, y en caso de no conseguirlo por las buenas, hay que matarle, o sea, exterminarle. Esto lo explica muy bien el iraquí católico Raad Salam Naaman, con blog en estas páginas. Como además las distintas corrientes islámicas se combaten a muerte entre sí, y como resulta que al menos la cuatro quintas partes de los habitantes de la Tierra practican religiones diferentes e incluso los hay sin ninguna religión, significa que los musulmanes radicales tienen tajo para nunca acabar. O lo que es lo mismo, las escenas de horror, muerte y destrucción continuarán acaparando los noticiarios de los medios informativos.
Los musulmanes, como es propio de la condición humana, tienden a reunirse allí donde se encuentren, buscando el calor de la afinidad de lengua, de costumbres, de cultura y de religión, de modo que en la emigración acaban formando guetos que dificultan su integración en las sociedades que los acogen, fomentando así el sentimiento de segregación o marginación y hasta de odio contra quienes les dan asilo.
El islam no favorece el progreso ni el desarrollo económico, salvo que les haya tocado la lotería del petróleo. No es una cultura innovadora y de un alto rendimiento laboral. Por otro lado el índice de natalidad es muy alto, de modo que el exceso de población lo “invierten” en inundar o invadir los países, generalmente cristianos, que los admiten. Mas para los musulmanes, todo lo que no sea islam, y según de qué corriente se trate, es rechazable. Se consideran incompatibles con todo el mundo que no sea el suyo propio. Si se muestran sumisos allí donde son abierta minoría, no es por tolerancia o respeto a las creencias de los otros, sino por debilidad. Pero entonces reaccionan recurriendo a la violencia suicida.
Tampoco es una cuestión de educación de estos emigrantes en nuestros centro “asépticos”, como decía días atrás en las mañanas de la COPE un profesor de no sé que universidad acaso privada. Que no, que no hay que darle vueltas a la noria, que no se integran tan fácilmente. Los terroristas de París y Bruselas habían ido a la escuela perfectamente laica de ambos países. ¿Y cuál ha sido el resultado? A la vista está.
Entonces, ¿qué procede hacer? Solamente una cosa: no descuidar lo más mínimo la vigilancia de mazquitas, oratorios y escuelas coránicas, como descuidó de manera irresponsable la policía belga. Prevenir los atentados antes de que se produzcan. Seguir el rastro de los sospechosos. Y en particular hacer caso omiso a los voceros de la quinta columna interna -hay más de una-, a los individuos de aquí que odian el modelo de convivencia por el que nos regimos, y que darían cualquier cosa a fin de ver saltar el sistema por los aires. ¿Que el modelo tiene muchos defectos? Muchísimos. Pero en todo caso es infinitamente mejor que la teocracia de los ayatolah, la tiranía de los Castro, el desastre venezolano que nos quieren colar de matute o, por otro lado, el ultranacionalismo ruso de Putin, viejo agente del KGB.
Ya sé que la propuesta de mantener alta la vigilancia no encaja con el supuesto buenismo de quienes buscan el desarme moral de los españoles, ya muy deteriorado. O el troceamiento de España, pero aleja de nosotros la amenaza del terrorismo islamista, entre otros bienes. Es una cuestión de patriotismo y de seguridad nacional, que podrá mantenerse mientras no haya un cambio radical de gobierno, porque si lo hay, que Dios nos pille confesados.
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