Y lo crucificaron como un vil malhechor
Fue acusado de blasfemo, un "delito" que el poncio Pilatos, prefecto o gobernador romano de Judea, no entendía, aunque a partir de entonces no pocos emperadores de Roma elevados a la condición de dioses lo emplearon como pretexto para perseguir y martirizar a los cristianos.
El relato de la Pasión de los cuatro evangelistas, el Vía Crucis que hemos seguido a lo largo de la Cuaresma, los misterios dolorosos que contemplamos en el rezo del Santo Rosario, colocan ante nuestros ojos humanos la terrible crueldad, la perversa ferocidad con que fue ajusticiado con muerte en la Cruz el Redentor del mundo.
Fue acusado de blasfemo, un “delito” que el poncio Pilatos, prefecto o gobernador romano de Judea, no entendía, aunque a partir de entonces no pocos emperadores de Roma elevados a la condición de dioses lo emplearon como pretexto para perseguir y martirizar a los cristianos. Un delito -la blasfemia, con frecuencia más supuesta que real- al que recurren aún ahora muchos países musulmanes para condenar a muerte a los practicantes de otras religiones, prueba de su arcaica civilización, de que el islam está totalmente fuera de órbita.
No sé si puede haber una muerte más espantosa, más terrible que la crucifixión. Acaso el desollamiento de una persona viva puede ser un tormento más o menos equiparable en sufrimiento a la muerte en la cruz. No sé, no conozco ningún testimonio de ningún desollado superviviente. Si el troskista Andrés Nin, jefe del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), al que los soviéticos arrancaron la piel a tiras en una checa de Alcalá de Henares durante la guerra civil, hubiera vivido para contarlo, tal vez podría haberlo explicado, pero sus enemigos comunistas no le dieron opción a ello.
Los jefes de los judíos no se conformaron con la condena a muerte de Cristo arrancada a Pilatos con la presión callejera, sino que además quisieron humillarle, escarnecerle, denigrarle, mofarse de él, martirizarle, para escarnio público y aviso de maleantes. Pretendían que fuesen una condena y ejecución “ejemplarizantes”, como advertencia de lo que podría ocurrirles -y les ocurrió- a sus seguidores, a los millones de mártires cristianos de todos los tiempos, a los cristianos actuales en zonas conflictivas dominadas por los islamistas radicales.
Los bienpensantes de nuestra época quizás crean que la crucifixión de Cristo ocurrió en unos tiempos bárbaros, horrorosos, donde los vencidos de las guerras incesantes eran pasados a cuchillo y sus mujeres e hijos sometidos a esclavitud, a pesar de estar ya activa la civilización greco-latina, germen de la civilización desarrollada y pacifista actual. Hoy, dirán, la ley y el orden son mucho más respetuosos con los derechos humanos. La generalidad de los países han excluido de sus códigos penales la tortura, los trabajos forzados y hasta la pena de muerte en la gran mayoría de ellos. Hay cáceles que parecen hoteles de vacaciones, a los terroristas les salen bastante baratos sus crímenes, así como a los autores de crímenes que llaman de género, etc.
Además llevamos casi medio siglo sin grandes guerras que sufrir y lamentar. La última, la de Vietnam, acabó en 1975. Sólo ahora los musulmanes fanatizados han vuelto a sus hábitos coránicos que practicaron en la Edad Media.
Pero tanta paz universal es engañosa. La sociedad, las gentes, siguen siendo tan bárbaras como lo han sido siempre. Ahí tenemos el aborto. Verdadera pandemia mundial que está provocando un verdadero genocidio de alcance planetario, ante la indiferencia, el apoyo o promoción de los autodenominados “progresistas”. Como los gritos de la víctimas no suenan fuera de los vientres de las madres homicidas, es como si estas pobres criaturas no sufrieran el martirio asesino al que son sometidas.
No entiendo a las abortadoras, y mucho menos a los doctores Morín y sus ayudantes del mundo entero. No entiendo que puedan haber almas tan negras que se dediquen a matar sin ningún escrúpulo ni piedad a los pobres inocentes que vienen en camino. Y mucho menos que se vendan sus restos por piezas, como en las carnicerías de carne animal, según se descubrió recientemente en Estados Unidos. ¡Para investigar! ¡Para fines científicos! Como el doctor Mengele en la Alemania nazi.
Evidentemente, a pesar de tanto código de derechos humanos y tanto supuesto humanismo de todos los colores, los hombres seguimos siendo hombres, tan bárbaros y crueles como siempre, tarados por el pecado original, se crea o no en él. Cristo bien lo sabía, y de un modo absoluto lo sufrió.
Fue acusado de blasfemo, un “delito” que el poncio Pilatos, prefecto o gobernador romano de Judea, no entendía, aunque a partir de entonces no pocos emperadores de Roma elevados a la condición de dioses lo emplearon como pretexto para perseguir y martirizar a los cristianos. Un delito -la blasfemia, con frecuencia más supuesta que real- al que recurren aún ahora muchos países musulmanes para condenar a muerte a los practicantes de otras religiones, prueba de su arcaica civilización, de que el islam está totalmente fuera de órbita.
No sé si puede haber una muerte más espantosa, más terrible que la crucifixión. Acaso el desollamiento de una persona viva puede ser un tormento más o menos equiparable en sufrimiento a la muerte en la cruz. No sé, no conozco ningún testimonio de ningún desollado superviviente. Si el troskista Andrés Nin, jefe del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), al que los soviéticos arrancaron la piel a tiras en una checa de Alcalá de Henares durante la guerra civil, hubiera vivido para contarlo, tal vez podría haberlo explicado, pero sus enemigos comunistas no le dieron opción a ello.
Los jefes de los judíos no se conformaron con la condena a muerte de Cristo arrancada a Pilatos con la presión callejera, sino que además quisieron humillarle, escarnecerle, denigrarle, mofarse de él, martirizarle, para escarnio público y aviso de maleantes. Pretendían que fuesen una condena y ejecución “ejemplarizantes”, como advertencia de lo que podría ocurrirles -y les ocurrió- a sus seguidores, a los millones de mártires cristianos de todos los tiempos, a los cristianos actuales en zonas conflictivas dominadas por los islamistas radicales.
Los bienpensantes de nuestra época quizás crean que la crucifixión de Cristo ocurrió en unos tiempos bárbaros, horrorosos, donde los vencidos de las guerras incesantes eran pasados a cuchillo y sus mujeres e hijos sometidos a esclavitud, a pesar de estar ya activa la civilización greco-latina, germen de la civilización desarrollada y pacifista actual. Hoy, dirán, la ley y el orden son mucho más respetuosos con los derechos humanos. La generalidad de los países han excluido de sus códigos penales la tortura, los trabajos forzados y hasta la pena de muerte en la gran mayoría de ellos. Hay cáceles que parecen hoteles de vacaciones, a los terroristas les salen bastante baratos sus crímenes, así como a los autores de crímenes que llaman de género, etc.
Además llevamos casi medio siglo sin grandes guerras que sufrir y lamentar. La última, la de Vietnam, acabó en 1975. Sólo ahora los musulmanes fanatizados han vuelto a sus hábitos coránicos que practicaron en la Edad Media.
Pero tanta paz universal es engañosa. La sociedad, las gentes, siguen siendo tan bárbaras como lo han sido siempre. Ahí tenemos el aborto. Verdadera pandemia mundial que está provocando un verdadero genocidio de alcance planetario, ante la indiferencia, el apoyo o promoción de los autodenominados “progresistas”. Como los gritos de la víctimas no suenan fuera de los vientres de las madres homicidas, es como si estas pobres criaturas no sufrieran el martirio asesino al que son sometidas.
No entiendo a las abortadoras, y mucho menos a los doctores Morín y sus ayudantes del mundo entero. No entiendo que puedan haber almas tan negras que se dediquen a matar sin ningún escrúpulo ni piedad a los pobres inocentes que vienen en camino. Y mucho menos que se vendan sus restos por piezas, como en las carnicerías de carne animal, según se descubrió recientemente en Estados Unidos. ¡Para investigar! ¡Para fines científicos! Como el doctor Mengele en la Alemania nazi.
Evidentemente, a pesar de tanto código de derechos humanos y tanto supuesto humanismo de todos los colores, los hombres seguimos siendo hombres, tan bárbaros y crueles como siempre, tarados por el pecado original, se crea o no en él. Cristo bien lo sabía, y de un modo absoluto lo sufrió.
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