¿Derecho al error? No, menos aún cuando está en juego la vida eterna
A ver si con algún ejemplo se entiende lo que al final quiero decir…
¿Uno es libre de casarse? Creo que la gran mayoría diría que, en general, sí, y que hay casos en los que los condicionamientos familiares, políticos, culturales, etc., impedirían esa “libertad” a priori alcanzada por las sociedades democráticas. Por ello, cuando hablamos del derecho a casarse como derecho humano, nos referimos a que, si uno quiere casarse y formar una familia, fruto de su libre elección, pueda hacerlo sin impedimentos como los aludidos; y no haya imposiciones si no quiere hacerlo.
Pero todo derecho implica una obligación, no lo olvidemos. Es como la otra cara de la moneda. Si yo puedo ejercer un derecho sobre algo es porque los demás, la sociedad en su conjunto, y en última instancia el Estado, están obligados a implicarse en el logro de aquello sobre lo que se me ha reconocido un derecho. Obviamente, una cosa es implicarse en la ausencia de impedimentos e imposiciones de todo tipo que coarten mi libertad, y otra muy distinta, que uno reclame su derecho a casarse hasta el punto de exigir a la Administración que le procure el cónyuge…
Los derechos humanos son una manifestación de la dignidad del ser humano. Son preconstitucionales, de derecho natural, luego no son creados por el hombre, sino que en última instancia proceden de la Ley de Dios. Los derechos humanos por ello se “declaran”, porque existen con vocación de permanencia por encima de cualquier ordenamiento positivo, que es cambiante y contingente. Y, en consecuencia, son una lista numerus clausus, no tiene sentido dejar abierta la entrada a “nuevos” derechos, como el que hace la “lista de la compra” de sus deseos.
Precisamente es éste uno de los males predominantes de nuestra época, especialmente visible en las modernas sociedades democráticas: la “inflación” de derechos; cuanto más “progresistas” se proclamen sus dirigentes, más ahínco en alargar la lista, y como todo derecho humano se supone que se correlaciona con una protección debida a una vertiente esencial de la dignidad humana, se acaba por distorsionar la propia naturaleza humana. Y en eso estamos…
Quienes elaboraron la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH), tras el horror del holocausto judío perpetrado por los nazis (aquel partido que alcanzó el poder democráticamente para a continuación erigirse en poder absoluto y elaborar leyes inicuas, a cuál más lesiva, discriminatoria y aberrante), buscaron un hito en la historia de la humanidad: un punto de inflexión para que, comenzando con el derecho a la vida, el principal derecho humano, cualquier nación del mundo no olvidara jamás que por encima de cualquier poder humano está la dignidad de cualquier ser humano.
Y continuando con lo dicho al comienzo: libertad y derecho se unen intrínsecamente en el asunto de la vida. Como reza el primer artículo de la DUDH: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Esta proclamación tan inspiradora, propia de final de película norteamericana, con la bandera ondeante de fondo, no se hizo precisamente para que con el tiempo se pudiera escamotear aquel loable propósito esgrimiendo que “esa” libertad, así como “esa” igualdad en dignidad y derechos, se refiere tan sólo a los que logran nacer, si antes no han sido liquidados… Pues bien, lamentablemente, aquella honorable frase ha quedado en una mera carcasa, rimbombante y presuntuosa, pero de palabras huecas…
Estamos en un punto de la Historia -más bien llevamos unas décadas ya- en el que el principal derecho humano, el derecho a la vida, de cuya protección dependen, obviamente, todos los demás derechos, se pisotea a diestra y siniestra (digo bien a derecha e izquierda), porque no es una cuestión de ideología política, sino de principios irrenunciables por defender la verdad.
Cada vez más naciones se suman al hecho aberrante de que se eleve a la categoría de derecho el aborto, y al tiempo está que alcance el mismo nivel de aceptación la eutanasia; ahí está la Francia “ilustrada” recientemente integrando aborto y constitución; y siguiendo esa infame estela, en el Parlamento de la Unión Europea se plantean los parlamentarios votar el próximo 11 de abril si se incluye en la Carta de Derechos Fundamentales el derecho al aborto. Pero tampoco esta iniciativa de máxima indignidad humana parece levantar en nuestra anestesiada sociedad el debido clamor contra semejante perversión.
También, en el otro extremo, está el padre o madre a fuerza de talonario, y de camino, para lograr ese hijo deseado, se llevan por delante otros... Eso tiene concebir en un laboratorio. Asépticamente se desechan embriones. La eufemística “salud sexual y reproductiva” de la Organización Mundial de la Salud (OMS), satélite de la ONU, aquella que en 1948 proclamaba solemnemente la DUDH, hoy recomienda a las naciones el aborto libre de supuestos y plazos, hasta el mismo momento del nacimiento.
Dicen que la extinta Esparta sucumbió porque traspasó el culmen de la degeneración, en ese proceso de decadencia que siempre en toda civilización es de origen moral. Los espartanos seleccionaban a sus descendientes según sus estándares de “pureza”, abandonando a la intemperie a los recién nacidos no aptos. Hoy la OMS propone algo muy similar, sometiéndolo a la dictadura de la “diosa” voluntad, pero siempre y cuando medien la “discreción” y la “bata blanca”. Debe ser que sólo es barbarie mientras todo el mundo lo vea y la muerte sea relativamente lenta. En fin, ese pretendido “progreso” nos ha dejado como “ganancia” la hipocresía, y los refinados métodos de descuartizamiento y envenenamiento…
Y finalmente llego a una última cuestión que quería plantear. Uno de los derechos humanos que recoge tanto la DUDH, como las constituciones de las modernas sociedades democráticas, es el derecho a la libertad religiosa. Todo esto está muy bien, pero ¿qué implica que la Iglesia católica declare el “derecho” a la libertad religiosa, como así hizo en el Concilio Vaticano II con el documento Dignitatis humanae (n. 2)? Porque no creo que éste sea un asunto baladí para la Iglesia católica.
Decía San Agustín que “Dios, que me creó sin mí, no puede salvarme sin mí”. Algo tendrá que ver nuestra propia libertad en ello… La fórmula eucarística de la Consagración reza “por la salvación de muchos”, no de todos… porque Dios respeta escrupulosamente nuestra libertad; nos dio el libre albedrío porque no se puede amar si no es en libertad. Pero una cosa es eso, y la otra, que tengamos “derecho al error”.
Nuestro Código Civil anuncia en su artículo 6.1 que “la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento”. Y esto lo dice el primer ordenamiento regulatorio de la vida civil… Los legisladores dejaban clara su autoridad y convencimiento en la bondad de sus normas para garantizar la convivencia pacífica de sus ciudadanos… Sin embargo, siguiendo la estela de esos nuevos aires de aggiornamento que impulsaron el último Concilio Ecuménico de la mano de Juan XXIII, su sucesor, Pablo VI, proclamó el “derecho a la libertad religiosa” el 7 de diciembre de 1965. Leyendo el texto de la Declaración se argumenta la necesidad de que el poder civil respete la conciencia de las personas en materia de libertad religiosa, y que, en consecuencia, no sean éstas coaccionadas a profesar y practicar una determinada religión, o, por el contrario, no se les impida profesar la fe en la que creen, o su falta de fe.
Efectivamente, la Iglesia católica, si es fiel al Evangelio, no debe coaccionar en ningún sentido a nadie para que profese la Fe en Cristo y sea fiel a los preceptos de su doctrina. Que es precisamente lo que al final del documento argumenta con múltiples ejemplos de pasajes del Evangelio. A donde quiero llegar es, a si respetar la libertad de cada persona para ser creyente o no de la religión católica, implica necesariamente que la propia Iglesia católica defienda (en su caso) el “derecho” a no creer en la única religión que ella cree verdadera (dando por hecho que la doctrina es firme en dicha creencia, de otro modo, contradiría a Cristo), o lo que es lo mismo, que defienda el derecho a errar en un asunto en el que está en juego la salvación de la persona para toda la eternidad, sabiendo que Jesús les exhortó a sus apóstoles y discípulos con un mandato de ineludible cumplimiento: "Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado" (Mt 28, 19-20).
Cristo no dijo “imponed” (aunque la Historia también ha dado ejemplos deplorables y absurdos de imposición por una mala interpretación del mandato de Jesús en el Evangelio, en plan “la letra con sangre entra”), pero sí dijo “anunciad” (modo imperativo), como también dijo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie viene al Padre sino por Mí” (Jn 14, 6). Y otras múltiples declaraciones similares de manifiesta autoridad de Jesús, y posteriormente de sus apóstoles y muchos de sus discípulos, cuyo fiel cumplimiento de su mandato les llevó hasta el martirio, y que consecuentemente, la Tradición no ha dejado de ratificar siempre y para siempre al proclamar a Cristo como único Salvador de la Humanidad.
Un vídeo que pone música a la iniciativa que lleva el Corazón de Jesús, esculpido en la piedra del monumento del Cerro de los Ángeles dinamitado 'in odium fidei' en 1936, por diez iglesias madrileñas. El objetivo es devolver a España la fe católica que la hizo grande.
¿No les chirría a ustedes que ser libre para creer o no, sin imposiciones ni impedimentos (ahí está la clave), nos dé “derecho al error”? Y ¡qué contradicción con el mandato de Jesús! Como decía al comienzo, todo derecho está asociado intrínsecamente a una obligación por parte de los demás, respecto a quien le corresponda tal derecho, a que se le procure aquello que le permita satisfacer adecuadamente el objeto de su derecho. Pero esa obligación debería competer exclusivamente al poder civil, con la debida garantía de protección del orden público. Como dijo Jesús: “Dad, pues, a César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mt 22,21).
Al poder civil no le compete si tal o cual ciudadano o comunidad de creyentes están o no en el error en materia religiosa. Pero a la Iglesia católica sí le compete no contribuir en modo alguno al error en materia religiosa que pueda influir en que éste se consolide, o todavía peor, se extienda. Desconozco de quién partió la iniciativa de aquel “encuentro” del Papa con los adoradores de la Pachamama, pero ¿qué sentido tiene esa celebración en el Vaticano? Para más inri, acuña el Vaticano una moneda conmemorativa de la Pachamama… O la efusiva celebración en el Vaticano del quinto centenario de la reforma luterana con una estatua de Lutero a quien se alabó como “testigo del Evangelio”, entre otros ejemplos...
En la línea del deber de contribuir (a quien competa) para que se satisfaga un derecho, con estos ejemplos parece que el Vaticano “se pasa de frenada” (por no emplear otra expresión menos suave, pero más elocuente) y asume la “obligación” de satisfacer al otro (que está en un error) nada menos que con celebraciones y alabanzas. Como decía el sacerdote Pablo Domínguez en su última y magistral conferencia La crisis de la razón, que incluye íntegra el reciente artículo de Ángel Vicente Valiente Sánchez, “hay que ser tolerante con las personas, con el que yerra” (aplicado al caso, respetar su libertad), pero "jamás tolerante con el error, y no decir la verdad”; pues cuánto peor celebrarlo y alabarlo.
Pero, por otro lado, se nos insta como nunca se ha hecho hasta ahora a los fieles católicos a no incurrir en el “pecado de proselitismo”. Este término estaba en desuso desde hace décadas. Sí, nos habían alentado los anteriores pontífices a comprometernos con la Nueva Evangelización debido a esa apostasía creciente, sobre todo en Occidente (no digamos, en el continente europeo), que a fines del siglo XX apenas conservaba rastros de lo que antaño fue una simbiosis casi perfecta con la Cristiandad. Pero a veces se hace difuso el límite entre la evangelización y el proselitismo.
Jesuitas misioneros en Asia como San Francisco Javier, y el venerable Matteo Ricci tuvieron tal celo apostólico que les llevó a convertir a miles al catolicismo. Porque la “atracción” es una consecuencia de las creencias que se hacen vida y obra, pero siempre habrá en algún momento que evidenciar con Quién hubo un Encuentro en un momento dado, su mensaje, sus milagros, etc., y ya que acabamos de celebrar su Resurrección, el mayor regalo: Cristo murió y resucitó para que quienes crean en Él tengan vida eterna.
No se trata de “convencer” atosigando, como quien acribilla a argumentos; no obstante, mostrar “firmeza” en las creencias, que se hacen vida, siempre resulta lo más atrayente de todo. La apertura al mundo de la Iglesia, que con tanto entusiasmo impulsó Juan XXIII (quien rechazaba a los “profetas de calamidades” y decidió no hacer público el Tercer Secreto de Fátima antes de 1960, como había pedido la Virgen), ha traído también en el seno de la Iglesia consecuencias indeseadas, a las que ya uno de sus predecesores, Pío X, se refirió y condenó en varios documentos como los males del “modernismo”.
Con motivo de la declaración Dignitatis humanae, Foster Bailey, masón de grado 33, escribió en su libro Things to Come [Cosas por venir] la siguiente predicción: “Esta nueva libertad religiosa en la Iglesia católica, cuando se implemente, cambiará completamente el sistema mediante el cual la Iglesia ha controlado a sus seguidores durante siglos”. En fin, la principal enemiga de la Iglesia católica, siempre al acecho para atraer a su causa con ocasión de cualquier resquicio o “grieta”; y también desliz, por bienintencionado que sea…
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