Los anticapitalistas ¿saben de qué hablan?
Sin capitalismo, la vida actual sería inviable, por mucho que les fastidie a eclesiásticos y plumillas económicamente indoctos, prestos siempre a condenar el capitalismo, pero sin aportar nunca ninguna solución razonablemente alternativa.
De vez en cuando vemos que voces eclesiásticas, en ocasiones de alto nivel, y plumillas fervorosos despotrican contra el capitalismo. Me parecen desahogos demagógicos de personas quizá con autoridad pero escasamente documentados en materia económica y en este sentido poco reflexivos.
Porque, vamos a ver, ¿qué es el capitalismo? Entre otras cosas, la acumulación de enormes sumas de dinero o capital que permitan la realización de grandes obras o actividades voluminosas. Por ejemplo, la apertura de los canales de Suez o Panamá que pusieron en comunicación directa los océanos y mares del mundo. Me ahorro ponderar los extraordinarios beneficios económicos y sociales que ello trajo consigo.
Por ejemplo, la construcción y explotación de enormes aeronaves que desafían las leyes de la gravedad y que nos llevan de un extremo a otro del planeta en apenas unas horas de vuelo. Más: la edificación y equipamiento de enormes plantas industriales para la fabricación de multitud de artilugios de consumo general como vehículos, electrodomésticos y qué sé yo cuantos cachivaches más, que nos hacen la vida muchísimo más llevadera. O la construcción de grandes refinerías, o autopistas interminables, o líneas de ferrocarril de altísima velocidad, o las inmensas presas para el almacenamiento de ese regalo de Dios que es el agua, o el aprovechamiento del sol y demás elementos naturales para transformarlos en energía.
Más aún: ahí tenemos los grandes centros de investigación médico-farmacéutica que vienen descubriendo maneras y fármacos para combatir enfermedades terribles que hasta ayer mismo eran incurables. O el tremendo vuelco de la revolución electrónico-informática que lo está cambiando todo sin apenas darnos cuenta.
¿Sigo...? Mas para todo ello hace falta capital, enormes sumas de capital. Y ¿cómo se consiguen tantos recursos? Sólo mediante dos caminos: o recurriendo al ahorro privado, al ahorro de un número infinito de pequeños, medianos o grandes ahorradores privados, o recurriendo al Estado.
Esta última solución es en sí misma peligrosa, muy peligrosa, porque al poder del dinero, que sin duda lo tiene, se añade el poder político, a veces tiránico. Además al Estado, manirroto por naturaleza, siempre le faltan, desde sus mismísimos orígenes, veinte reales para el duro, de modo que la formación de capital no se obtiene de ahorro alguno, sino de imponer cargas fiscales depredadoras y abusivas, o dándole de forma desaforada a la maquinita de imprimir papelitos, depreciando la moneda continuamente –una manera de asaltar a los ciudadanos como hacían José María el Tempranillo, el Pernales o lo Siete Niños de Écija-, o pedir prestado y ya pagarán los que vengan después.
Sin capitalismo, la vida actual sería inviable, por mucho que les fastidie a eclesiásticos y plumillas económicamente indoctos, prestos siempre a condenar el capitalismo, pero sin aportar nunca ninguna solución razonablemente alternativa. Con decir qué pobrecitos son los pobres, se creen que han descubierto la piedra filosofal. Tampoco se adelanta nada repitiendo la cantinela de los demagogos profesionales, según la cual cada vez son mayores las desigualdades sociales, como si el igualitarismo, esa utopía castrante, fuera deseable. Por mucho que se quiera igualar a las personas, incluso utilizando métodos violentos, como hicieron los soviéticos, al final siempre hay unos más iguales que otros, según expuso George Orwell en su deliciosa novela Rebelión en la granja.
Ahora todos los nuevos –y aún los antiguos- obispos proclaman que su principal tarea pastoral será la opción por los pobres, resucitando la rancia teología de la liberación. Y los que no somos pobres de pedir, ¿qué? ¿Que nos zurzan? La atención caritativa a los pobres de verdad, que a todos nos obliga, está en el abc del Evangelio, pero teniendo asumido que únicamente con la caridad no se saca a los pobres de la pobreza. Entonces, ¿cómo? Fomentando la iniciativa económica privada, la libertad de empresa y el libre mercado. Combatiendo la pertinaz intromisión del Estado y sus organismos subalternos (autonomías, diputaciones, ayuntamientos, etc.) en la actividad económica. Denunciando la maraña de leyes, normas, reglamentos, etc., que obstruyen la acción productiva, la creación de empleo (el verdadero antídoto contra la pobreza) y la cascada de impuestos confiscatorios (en el recibo de la luz se paga el IVA, 21 %, por el “Impuesto sobre electricidad”, el colmo de la agresión fiscal: impuesto sobre impuesto).
Sólo la libertad “capitalista” (y no los monopolios u oligopolios generalmente de origen estatal, ni las empresas públicas, el reglamentismo opresivo ni la fiscalidad depredadora) permite atajar eficazmente la pobreza. Cuanto más capitalismo privado menos pobreza. Ejemplo, Suiza. ¿Se enterarán alguna vez los obispos y trompeteros oficiosos de esta verdad empírica, totalmente demostrable?
Porque, vamos a ver, ¿qué es el capitalismo? Entre otras cosas, la acumulación de enormes sumas de dinero o capital que permitan la realización de grandes obras o actividades voluminosas. Por ejemplo, la apertura de los canales de Suez o Panamá que pusieron en comunicación directa los océanos y mares del mundo. Me ahorro ponderar los extraordinarios beneficios económicos y sociales que ello trajo consigo.
Por ejemplo, la construcción y explotación de enormes aeronaves que desafían las leyes de la gravedad y que nos llevan de un extremo a otro del planeta en apenas unas horas de vuelo. Más: la edificación y equipamiento de enormes plantas industriales para la fabricación de multitud de artilugios de consumo general como vehículos, electrodomésticos y qué sé yo cuantos cachivaches más, que nos hacen la vida muchísimo más llevadera. O la construcción de grandes refinerías, o autopistas interminables, o líneas de ferrocarril de altísima velocidad, o las inmensas presas para el almacenamiento de ese regalo de Dios que es el agua, o el aprovechamiento del sol y demás elementos naturales para transformarlos en energía.
Más aún: ahí tenemos los grandes centros de investigación médico-farmacéutica que vienen descubriendo maneras y fármacos para combatir enfermedades terribles que hasta ayer mismo eran incurables. O el tremendo vuelco de la revolución electrónico-informática que lo está cambiando todo sin apenas darnos cuenta.
¿Sigo...? Mas para todo ello hace falta capital, enormes sumas de capital. Y ¿cómo se consiguen tantos recursos? Sólo mediante dos caminos: o recurriendo al ahorro privado, al ahorro de un número infinito de pequeños, medianos o grandes ahorradores privados, o recurriendo al Estado.
Esta última solución es en sí misma peligrosa, muy peligrosa, porque al poder del dinero, que sin duda lo tiene, se añade el poder político, a veces tiránico. Además al Estado, manirroto por naturaleza, siempre le faltan, desde sus mismísimos orígenes, veinte reales para el duro, de modo que la formación de capital no se obtiene de ahorro alguno, sino de imponer cargas fiscales depredadoras y abusivas, o dándole de forma desaforada a la maquinita de imprimir papelitos, depreciando la moneda continuamente –una manera de asaltar a los ciudadanos como hacían José María el Tempranillo, el Pernales o lo Siete Niños de Écija-, o pedir prestado y ya pagarán los que vengan después.
Sin capitalismo, la vida actual sería inviable, por mucho que les fastidie a eclesiásticos y plumillas económicamente indoctos, prestos siempre a condenar el capitalismo, pero sin aportar nunca ninguna solución razonablemente alternativa. Con decir qué pobrecitos son los pobres, se creen que han descubierto la piedra filosofal. Tampoco se adelanta nada repitiendo la cantinela de los demagogos profesionales, según la cual cada vez son mayores las desigualdades sociales, como si el igualitarismo, esa utopía castrante, fuera deseable. Por mucho que se quiera igualar a las personas, incluso utilizando métodos violentos, como hicieron los soviéticos, al final siempre hay unos más iguales que otros, según expuso George Orwell en su deliciosa novela Rebelión en la granja.
Ahora todos los nuevos –y aún los antiguos- obispos proclaman que su principal tarea pastoral será la opción por los pobres, resucitando la rancia teología de la liberación. Y los que no somos pobres de pedir, ¿qué? ¿Que nos zurzan? La atención caritativa a los pobres de verdad, que a todos nos obliga, está en el abc del Evangelio, pero teniendo asumido que únicamente con la caridad no se saca a los pobres de la pobreza. Entonces, ¿cómo? Fomentando la iniciativa económica privada, la libertad de empresa y el libre mercado. Combatiendo la pertinaz intromisión del Estado y sus organismos subalternos (autonomías, diputaciones, ayuntamientos, etc.) en la actividad económica. Denunciando la maraña de leyes, normas, reglamentos, etc., que obstruyen la acción productiva, la creación de empleo (el verdadero antídoto contra la pobreza) y la cascada de impuestos confiscatorios (en el recibo de la luz se paga el IVA, 21 %, por el “Impuesto sobre electricidad”, el colmo de la agresión fiscal: impuesto sobre impuesto).
Sólo la libertad “capitalista” (y no los monopolios u oligopolios generalmente de origen estatal, ni las empresas públicas, el reglamentismo opresivo ni la fiscalidad depredadora) permite atajar eficazmente la pobreza. Cuanto más capitalismo privado menos pobreza. Ejemplo, Suiza. ¿Se enterarán alguna vez los obispos y trompeteros oficiosos de esta verdad empírica, totalmente demostrable?
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