A las monjas contemplativas
Que Dios os pague cuanto, desde el corazón de la Iglesia, hacéis por todos. Que Dios os premie tanta generosidad con abundancia copiosa de vocaciones
Como las monjas contemplativas no leen los periódicos –así acontece en la mayoría de los conventos, aunque no viven ajenas a lo que pasa entre los hombres– podrá extrañar que dirija esta carta a las contemplativas en un medio de comunicación, LA RAZÓN. Ya habrá personas generosas que se la hagan llegar.
Me dirijo a ustedes, Hermanas contemplativas, que tanto quiero, valoro, aprecio, y agradezco, porque en vosotras nos acercamos a esa realidad tan querida por la Iglesia que se encuentra en lo más nuclear de su corazón; me acerco a vosotras como de puntillas, para asomarme con sumo respeto y ánimo de acogida, a los monasterios de vida contemplativa que sois comunidades de oración en medio de las comunidades cristianas, de nuestra ciudades y nuestros pueblos. En vuestros monasterios podemos escuchar «l asoledad sonora», que afirma y proclama que Dios es Dios, que sólo Él basta, porque Él es plenitud, Soberano y Señor, «origen, guía y meta de todo lo creado», que «lo invade todo, lo penetra todo y la trasciende todo». La vida contemplativa, por eso, está en el corazón y en la entraña misma de la vida de la Iglesia y de los hombres. Desde el claustro, con la vida escondida con Cristo en Dios, dedicada a la plegaria y al silencio, a la adoración y a la contemplación las monjas prestáis a la Iglesia y a la sociedad uno de los mejores y mayores servicios que se le pueden prestar al hombre de hoy, de nada tan necesitada como de Dios. Los conventos, cerrados en apariencia, por la consagración y contemplación orante, están en realidad profundamente abiertos a la presencia de Dios vivo en nuestro mundo humano; por eso son tan necesarios en el mundo. Hoy más que nunca necesitamos del testimonio y de la existencia de la vida contemplativa. Ciertamente no sólo son ellas, vosotras, las que seguís a Jesucristo; todos estamos llamados a ese seguimiento. Pero la radicalidad en vuestra entrega, vuestra vida de pobreza, el dedicaros fundamentalmente a la contemplación y a la alabanza divina, el estar con el Señor, como corresponde a la vida contemplativa, supone un seguimiento especial y un estímulo para todos los creyentes, así como una llamada para los no creyentes.
Vosotras, además de vuestro testimonio, ofrecéis a Dios vuestras vidas y las dedicáis en la oración a toda la Iglesia y por todos los hombres. Vivís unidas a Cristo, que ante el Padre intercede incesantemente por nosotros. ¿Qué sería de la Iglesia y de la humanidad sin esa oración tan constante y viva por todos nosotros? En vosotras se acumulan siglos de historia. Pero la vida contemplativa no se trata de un pasado sino de una vida que cada día tienen más actualidad y cuya presencia es cada día más necesaria y actual. Cuidad la clausura, que no es ninguna antigualla ni os aparta de los hombre, ni os cierra a ellos, sino que os acerca enteramente a Dios, el sólo necesario, que tanto se ha acercado, se acerca a los hombres, los ama, y en el encuentro con Él, os encontráis con los hombres y compartís sus gozos y esperanzas, sus alegrías y dolores, sus necesidades y sufrimientos, y los hacéis vuestros como Dios los ha hecho suyos, en su Hijo, «muy humanado» y «llagado», en expresión de Santa Teresa, a quien recordamos como vuestra maestra en la vida contemplativa en su quinto centenario. Pero también, las contemplativas necesitáis de la oración y del auxilio de toda la comunidad eclesial. Por eso, en la fiesta de la Santísima Trinidad celebrada el domingo pasado, la Iglesia nos ha llamado, un año más, a todos sus fi eles a que oremos por quienes oran e interceden por nosotros, a que hagamos posible que surjan vocaciones para esta vida tan imprescindible para la Iglesia, a que nos acerquemos a esta vida y la conozcamos mejor, para que la queramos y valoremos más, a que os ayudemos en vuestras necesidades materiales que también tenéis, ysinembargoignoramos, cuando tanto os debemos si así lo hacemos, los primeros beneficiados seremos nosotros mismos.
Los cristianos necesitamos el impulso vigoroso, lleno de fuerza del Espíritu, y del testimonio público de la radicalidad de la vida evangélica que vivís las contemplativas. Necesitamos de ellas, las contemplativas –como también de los monjes contemplativos– que nos muestran cómo se ama a Dios por encima de todas las cosas, y cómo cuando así se ama se ama inseparablemente con un amor pleno a los hombres. Ellos y ellas nos estimulan, en este mundo tan necesitado de Dios, a la pasión por Dios, que es siempre pasión por el hombre porque la pasión por El lleva de la mano a buscar su justicia, su misericordia inagotable y su amor por encima de todo y a comunicarlo a todos. Es necesario que reavivemos esta pasión por Dios, para que se vigorice la irradiación de la verdad, de la bondad, de la misericordia, del amor, en defi nitiva, de Dios, cuya gloria es que el hombre viva y viva en plenitud de dicha, de alegría y de libertad verdaderas. ¡Cómo agradecemos a nuestros hermanos contemplativos y a nuestras hermanas contemplativas su oración que sostiene a la Iglesia entera, y al mundo! Que Dios os pague cuanto, desde el corazón de la Iglesia, hacéis por todos. Que Dios os premie tanta generosidad con abundancia copiosa de vocaciones.
© La Razón
Me dirijo a ustedes, Hermanas contemplativas, que tanto quiero, valoro, aprecio, y agradezco, porque en vosotras nos acercamos a esa realidad tan querida por la Iglesia que se encuentra en lo más nuclear de su corazón; me acerco a vosotras como de puntillas, para asomarme con sumo respeto y ánimo de acogida, a los monasterios de vida contemplativa que sois comunidades de oración en medio de las comunidades cristianas, de nuestra ciudades y nuestros pueblos. En vuestros monasterios podemos escuchar «l asoledad sonora», que afirma y proclama que Dios es Dios, que sólo Él basta, porque Él es plenitud, Soberano y Señor, «origen, guía y meta de todo lo creado», que «lo invade todo, lo penetra todo y la trasciende todo». La vida contemplativa, por eso, está en el corazón y en la entraña misma de la vida de la Iglesia y de los hombres. Desde el claustro, con la vida escondida con Cristo en Dios, dedicada a la plegaria y al silencio, a la adoración y a la contemplación las monjas prestáis a la Iglesia y a la sociedad uno de los mejores y mayores servicios que se le pueden prestar al hombre de hoy, de nada tan necesitada como de Dios. Los conventos, cerrados en apariencia, por la consagración y contemplación orante, están en realidad profundamente abiertos a la presencia de Dios vivo en nuestro mundo humano; por eso son tan necesarios en el mundo. Hoy más que nunca necesitamos del testimonio y de la existencia de la vida contemplativa. Ciertamente no sólo son ellas, vosotras, las que seguís a Jesucristo; todos estamos llamados a ese seguimiento. Pero la radicalidad en vuestra entrega, vuestra vida de pobreza, el dedicaros fundamentalmente a la contemplación y a la alabanza divina, el estar con el Señor, como corresponde a la vida contemplativa, supone un seguimiento especial y un estímulo para todos los creyentes, así como una llamada para los no creyentes.
Vosotras, además de vuestro testimonio, ofrecéis a Dios vuestras vidas y las dedicáis en la oración a toda la Iglesia y por todos los hombres. Vivís unidas a Cristo, que ante el Padre intercede incesantemente por nosotros. ¿Qué sería de la Iglesia y de la humanidad sin esa oración tan constante y viva por todos nosotros? En vosotras se acumulan siglos de historia. Pero la vida contemplativa no se trata de un pasado sino de una vida que cada día tienen más actualidad y cuya presencia es cada día más necesaria y actual. Cuidad la clausura, que no es ninguna antigualla ni os aparta de los hombre, ni os cierra a ellos, sino que os acerca enteramente a Dios, el sólo necesario, que tanto se ha acercado, se acerca a los hombres, los ama, y en el encuentro con Él, os encontráis con los hombres y compartís sus gozos y esperanzas, sus alegrías y dolores, sus necesidades y sufrimientos, y los hacéis vuestros como Dios los ha hecho suyos, en su Hijo, «muy humanado» y «llagado», en expresión de Santa Teresa, a quien recordamos como vuestra maestra en la vida contemplativa en su quinto centenario. Pero también, las contemplativas necesitáis de la oración y del auxilio de toda la comunidad eclesial. Por eso, en la fiesta de la Santísima Trinidad celebrada el domingo pasado, la Iglesia nos ha llamado, un año más, a todos sus fi eles a que oremos por quienes oran e interceden por nosotros, a que hagamos posible que surjan vocaciones para esta vida tan imprescindible para la Iglesia, a que nos acerquemos a esta vida y la conozcamos mejor, para que la queramos y valoremos más, a que os ayudemos en vuestras necesidades materiales que también tenéis, ysinembargoignoramos, cuando tanto os debemos si así lo hacemos, los primeros beneficiados seremos nosotros mismos.
Los cristianos necesitamos el impulso vigoroso, lleno de fuerza del Espíritu, y del testimonio público de la radicalidad de la vida evangélica que vivís las contemplativas. Necesitamos de ellas, las contemplativas –como también de los monjes contemplativos– que nos muestran cómo se ama a Dios por encima de todas las cosas, y cómo cuando así se ama se ama inseparablemente con un amor pleno a los hombres. Ellos y ellas nos estimulan, en este mundo tan necesitado de Dios, a la pasión por Dios, que es siempre pasión por el hombre porque la pasión por El lleva de la mano a buscar su justicia, su misericordia inagotable y su amor por encima de todo y a comunicarlo a todos. Es necesario que reavivemos esta pasión por Dios, para que se vigorice la irradiación de la verdad, de la bondad, de la misericordia, del amor, en defi nitiva, de Dios, cuya gloria es que el hombre viva y viva en plenitud de dicha, de alegría y de libertad verdaderas. ¡Cómo agradecemos a nuestros hermanos contemplativos y a nuestras hermanas contemplativas su oración que sostiene a la Iglesia entera, y al mundo! Que Dios os pague cuanto, desde el corazón de la Iglesia, hacéis por todos. Que Dios os premie tanta generosidad con abundancia copiosa de vocaciones.
© La Razón
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