La cruz frente a la muerte
Este mundo de espectadores saciados necesita a Cristo, necesita a Dios, volver a Dios
Estos días nos estamos viendo envueltos en una nube de dolor y del sinsentido de la muerte. Hechos como el siniestro del avión que se estrelló en los Alpes, o como la matanza de cristianos el sábado en Nigeria, otros días en Irak, Siria,Túnez... nos hacen preguntarnos: ¿Hay una respuesta a tanto sinsentido? Los cristianos hemos recibido una respuesta, que no una solución, ni una explicación a lo inexplicable: la de la Cruz de Cristo.
Desde la Cruz nos alcanza la salvación, la abundancia de sentido, que no es otra que Dios mismo: misterio insondable de amor que asume nuestra cruz. Es en el vaciamiento de Dios en la cruz de su Hijo, sin reservarse nada, donde se manifi esta su benevolencia y su amor: porque nadie tiene más amor que el que da su vida por los demás. Jesucristo es Dios, don todo. Él, al dar su vida en la cruz por nosotros, da todo el amor de Dios; no se guarda nada para sí. Es ahí también donde acaece el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora y hostil, la humanidad fratricida, perdida, pecadora. Juicio que no es otro que su infi nito amor actuante, su perdón, desde donde, por contraste, se hace patente nuestra maldad y nuestro pecado y se nos llama a la conversión: a asumir el amor que Dios mismo pone en nosotros para que lo llevemos a cabo consumando su obra. La muerte en la cruz es la señal y la prueba elocuente del amor de Dios a los hombres. Al entregar a su Hijo Jesús a la muerte, y una muerte de cruz, nos da su defi nitiva y suprema muestra de amor. Supone una seria y decisiva voluntad de entrar de veras en nuestro mundo injusto y brutal, de implicarse en él desde dentro y de exponerse al rechazo de la libertad del hombre, pero vaciando enteramente su amor que crea y recrea con su infi nito poder. Jesús, inocente y justo, se entrega a la muerte, interiormente animado por la más extrema fi delidad a Dios y amor al hombre. Jesús experimenta la oscuridad de la muerte y aun el alejamiento de Dios que ésta lleva consigo, pues es fruto del pecado. Pero también sufre la muerte con una confi anza total e inquebrantable en Dios su Padre, abandonándose en sus manos. Y esta actitud cambia por dentro el sentido de la muerte: Jesús, inocente y justo, misericordioso y fi el, confi ado y lleno de amor, convierte en la más extrema cercanía a Dios lo que era extrema lejanía de Él. Jesús no sufre la muerte como un destino fatal. Padece y muere libremente en perfecta comunión con la voluntad de su Padre y por amor a los hombres.
Gracias a este amor de Jesús, fiel a Dios y solidario de los hombres, podemos también nosotros responder con fidelidad y entrar en una nueva relación de amor con el prójimo e, incluso, con el enemigo: podemos amar sin fronteras porque, por la Cruz de Cristo, somos hijos de Dios. Al mismo tiempo que la pregunta «¿Dónde está vuestro Dios?», en la lectura de la Pasión según San Juan, escuchamos otra pregunta que hace el mismo Jesús en Getsemaní : «¿A quién buscáis?» y la respuesta de los que venían a apresarle para darle muerte fue «A Jesús, el Nazareno». Este Nazareno sigue hoy sufriendo, con las llagas y el costado abierto, con el grito desgarrado o con el resuello de la agonía en el largo viacrucis de nuestro tiempo, lleno de sangres y heridas, lleno de dolor y envuelto en escarnio y abandono de tantísimos hermanos nuestros. El Nazareno de hoy, la cruz de hoy, es ese conjunto de rostros de hombres y mujeres infamados, de los rostros escupidos o rotos por el hombre mismo: rostros muy concretos, ante los que nos tapamos los ojos o los giramos a otro lado porque no los queremos ver. Pero a pesar de nosotros, ese rostro lleno de sangre y heridas, cubierto de dolor o de burlas nos mira, y nos pide compasión y nos acusa. Es el mismo rostro de Jesús, en su más extremo sufrimiento de la cruz que sigue orando al Padre con aquella oración sobrecogedora del abandonado pueblo de Israel: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Este grito dirigido
a Dios alcanza todo su signifi cado en la boca de Jesús, aquel que es la misma cercanía salvífica de Dios a los hombres. Pero si Jesús se reconoce «abandonado» de Dios, entonces, ¿dónde podremos encontrar a Dios? ¿No es éste el eclipse de sol histórico, en el que se apaga la luz de este mundo? Hoy resuena en nuestros oídos el eco, redoblado, de este grito desde demasiados sitios. En la hora actual parece que nos hallamos en aquellos momentos de la pasión de Jesús en que surge la exclamación «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Se trata de una pregunta que no se puede responder con argumentos y palabras. La única solución es resistirla y sufrirla con Aquél y en Aquél que
ha sufrido por todos nosotros. Jesús no constata la ausencia de Dios, sino que la transforma en oración. Si queremos integrar en el Viernes Santo de Jesús el Viernes Santo de nuestro siglo XXI, tenemos que integrar el grito angustiado de nuestro siglo en el de Cristo, cambiarlo en una oración dirigida a Dios que, a pesar de todo, sigue estando cerca.
Pero, ¿se puede rezar honradamente antes de haber hecho nada por enjugar la sangre de los que sufren y secar sus lágrimas? ¿No es el gesto de la Verónica lo primero que debe hacerse? En efecto, sí, pero inseparablemente de la oración. Más aún, es en la oración donde nos identifi camos con Dios, donde no podemos quedarnos como espectadores. Jesús oró, participando de la angustia de los condenados.Y nosotros podemos percibir la cercanía de Dios, cuando, como Jesús, no somos meros espectadores. Los que verdaderamente sufren, o están al lado de los que sufren, precisamente en su sufrimiento descubren a Dios. La adoración sigue saliendo de los lugares donde los hombres sufren, y no de los espectadores del horror. No es casualidad que el hombre más torturado, el que más sufrió, Jesús de Nazaret, haya sido el revelador; mejor dicho, haya sido y sea la revelación misma. No es casualidad que la fe en Dios provenga de un rostro lleno de sangre y heridas, de un crucifi cado. Y que el ateísmo tenga su lugar y su padre en un mundo de espectadores saciados. Este mundo de espectadores saciados necesita a Cristo, necesita a Dios, volver a Dios.
© La Razón
Desde la Cruz nos alcanza la salvación, la abundancia de sentido, que no es otra que Dios mismo: misterio insondable de amor que asume nuestra cruz. Es en el vaciamiento de Dios en la cruz de su Hijo, sin reservarse nada, donde se manifi esta su benevolencia y su amor: porque nadie tiene más amor que el que da su vida por los demás. Jesucristo es Dios, don todo. Él, al dar su vida en la cruz por nosotros, da todo el amor de Dios; no se guarda nada para sí. Es ahí también donde acaece el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora y hostil, la humanidad fratricida, perdida, pecadora. Juicio que no es otro que su infi nito amor actuante, su perdón, desde donde, por contraste, se hace patente nuestra maldad y nuestro pecado y se nos llama a la conversión: a asumir el amor que Dios mismo pone en nosotros para que lo llevemos a cabo consumando su obra. La muerte en la cruz es la señal y la prueba elocuente del amor de Dios a los hombres. Al entregar a su Hijo Jesús a la muerte, y una muerte de cruz, nos da su defi nitiva y suprema muestra de amor. Supone una seria y decisiva voluntad de entrar de veras en nuestro mundo injusto y brutal, de implicarse en él desde dentro y de exponerse al rechazo de la libertad del hombre, pero vaciando enteramente su amor que crea y recrea con su infi nito poder. Jesús, inocente y justo, se entrega a la muerte, interiormente animado por la más extrema fi delidad a Dios y amor al hombre. Jesús experimenta la oscuridad de la muerte y aun el alejamiento de Dios que ésta lleva consigo, pues es fruto del pecado. Pero también sufre la muerte con una confi anza total e inquebrantable en Dios su Padre, abandonándose en sus manos. Y esta actitud cambia por dentro el sentido de la muerte: Jesús, inocente y justo, misericordioso y fi el, confi ado y lleno de amor, convierte en la más extrema cercanía a Dios lo que era extrema lejanía de Él. Jesús no sufre la muerte como un destino fatal. Padece y muere libremente en perfecta comunión con la voluntad de su Padre y por amor a los hombres.
Gracias a este amor de Jesús, fiel a Dios y solidario de los hombres, podemos también nosotros responder con fidelidad y entrar en una nueva relación de amor con el prójimo e, incluso, con el enemigo: podemos amar sin fronteras porque, por la Cruz de Cristo, somos hijos de Dios. Al mismo tiempo que la pregunta «¿Dónde está vuestro Dios?», en la lectura de la Pasión según San Juan, escuchamos otra pregunta que hace el mismo Jesús en Getsemaní : «¿A quién buscáis?» y la respuesta de los que venían a apresarle para darle muerte fue «A Jesús, el Nazareno». Este Nazareno sigue hoy sufriendo, con las llagas y el costado abierto, con el grito desgarrado o con el resuello de la agonía en el largo viacrucis de nuestro tiempo, lleno de sangres y heridas, lleno de dolor y envuelto en escarnio y abandono de tantísimos hermanos nuestros. El Nazareno de hoy, la cruz de hoy, es ese conjunto de rostros de hombres y mujeres infamados, de los rostros escupidos o rotos por el hombre mismo: rostros muy concretos, ante los que nos tapamos los ojos o los giramos a otro lado porque no los queremos ver. Pero a pesar de nosotros, ese rostro lleno de sangre y heridas, cubierto de dolor o de burlas nos mira, y nos pide compasión y nos acusa. Es el mismo rostro de Jesús, en su más extremo sufrimiento de la cruz que sigue orando al Padre con aquella oración sobrecogedora del abandonado pueblo de Israel: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Este grito dirigido
a Dios alcanza todo su signifi cado en la boca de Jesús, aquel que es la misma cercanía salvífica de Dios a los hombres. Pero si Jesús se reconoce «abandonado» de Dios, entonces, ¿dónde podremos encontrar a Dios? ¿No es éste el eclipse de sol histórico, en el que se apaga la luz de este mundo? Hoy resuena en nuestros oídos el eco, redoblado, de este grito desde demasiados sitios. En la hora actual parece que nos hallamos en aquellos momentos de la pasión de Jesús en que surge la exclamación «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Se trata de una pregunta que no se puede responder con argumentos y palabras. La única solución es resistirla y sufrirla con Aquél y en Aquél que
ha sufrido por todos nosotros. Jesús no constata la ausencia de Dios, sino que la transforma en oración. Si queremos integrar en el Viernes Santo de Jesús el Viernes Santo de nuestro siglo XXI, tenemos que integrar el grito angustiado de nuestro siglo en el de Cristo, cambiarlo en una oración dirigida a Dios que, a pesar de todo, sigue estando cerca.
Pero, ¿se puede rezar honradamente antes de haber hecho nada por enjugar la sangre de los que sufren y secar sus lágrimas? ¿No es el gesto de la Verónica lo primero que debe hacerse? En efecto, sí, pero inseparablemente de la oración. Más aún, es en la oración donde nos identifi camos con Dios, donde no podemos quedarnos como espectadores. Jesús oró, participando de la angustia de los condenados.Y nosotros podemos percibir la cercanía de Dios, cuando, como Jesús, no somos meros espectadores. Los que verdaderamente sufren, o están al lado de los que sufren, precisamente en su sufrimiento descubren a Dios. La adoración sigue saliendo de los lugares donde los hombres sufren, y no de los espectadores del horror. No es casualidad que el hombre más torturado, el que más sufrió, Jesús de Nazaret, haya sido el revelador; mejor dicho, haya sido y sea la revelación misma. No es casualidad que la fe en Dios provenga de un rostro lleno de sangre y heridas, de un crucifi cado. Y que el ateísmo tenga su lugar y su padre en un mundo de espectadores saciados. Este mundo de espectadores saciados necesita a Cristo, necesita a Dios, volver a Dios.
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