Las cuentas claras
Sería buenísimo que el ejemplo del Papa Francisco en materia económico-administrativa cundiese, y por efecto dominó, se propagara a todas las instituciones eclesiásticas, desde la Conferencia Episcopal a la más diminutas de nuestras parroquias. Por el simple deseo de claridad y trasparencia gestora
Como es sabido, el Papa Francisco, siguiendo el camino trazado por Benedicto XVI, está llevando a cabo la gran tarea de poner en orden y en claro las cuentas del complejo entramado de los numerosos organismos de la Santa Sede. Para ello ha encargado la dirección del “operativo” al cardenal australiano George Pell, arzobispo de Melbourne, hombre muy placeado, curtido y hasta injustamente vapuleado.
El propósito del papa venido de la pampa es que los dineros que entran y salen de la Roma eclesiástica, incluido, en primer término el tan zarandeado IOR (Instituto para la Obras de Religión, también llamado Banco del Vaticano) tengan un recorrido totalmente trasparente y diáfano, auditado por empresas profesionales ajenas a los circuitos de la Iglesia. Cuentas que puedan hacerse públicas como las hacen las grandes empresas que cotizan en bolsa. Todo sin complejos curiles, ni zonas oscuras o reservadas ni temor a las críticas ajenas. O sea, todo a plena luz del día y a la exposición pública.
A mí personalmente, aunque feligrés del montón, al que le duele la Santa Madre Iglesia cuando la veo sacudida por dimes y diretes, me alegra sobre manera que se abran puertas y ventanas para que circule por las covachuelas eclesiásticas aire fresco. Es bueno que se ventilen sus dependencias y los funcionarios con alzacuellos –los que lo llevan- que las regentan. Y luego se nos dicen que faltan curas de trinchera.
Sería buenísimo que el ejemplo del Papa Francisco en materia económico-administrativa cundiese, y por efecto dominó, se propagara a todas las instituciones eclesiásticas, desde la Conferencia Episcopal a la más diminutas de nuestras parroquias. Por el simple deseo de claridad y trasparencia gestora. El dinero es muy tentador, aparte de que pringa todo lo que toca si no se maneja con exquisito cuidado.
Hubo un tiempo en que los caudales de la Iglesia española, incluidas las entonces cuantiosas ayudas del Estado, lo administraba todo de manera exclusiva un solo ecónomo. Era sacerdote, pero uno solo. Estas amplísimas facultades no dejaban de suscitar murmuraciones en su tierra natal. Cuando le expliqué el asunto a Juan Pablo de Villanueva (q.e.p.d.), sagaz empresario de Prensa, miembro numerario del Opus Dei y entrañable amigo mío, no se lo creía. “Una situación así –me dijo- no se admitiría en ninguna empresa mercantil del mundo”.
Yo no creo que ningún sacerdote alimentó su vocación sacerdotal con la perspectiva de terminar siendo contador o cajero de los fondos parroquiales, gestionados de forma opaca. El manejo del dinero de los primeros grupos de cristianos se encomendaba a los diáconos, que eran apóstoles de segundo nivel, para liberar de preocupaciones crematísticas a los evangelizadores de primera línea.
En Estados Unidos, en parroquias que yo he conocido, se sigue todavía este esquema organizativo. Y en caso de no haber diáconos, se recurre a seglares y “seglaras” que sepan algo de cuentas, bancos y atención a los pobres. Una hija mía, licenciada en Ciencias Económicas y casada allí, formó parte, cuando tenía tiempo para ello, de la junta parroquial que se ocupaba de estos temas.
Aquí en España andamos todavía muy atrasados en este aspecto. La mayoría de nuestros párrocos son poco “aficionados” a dar cuenta de los ingresos y gastos de la parroquia, sin enterarse que la trasparencia económica tiene efectos pastorales beneficiosos. A la gente le agrada que los gestores de esto o lo otro, sean claros con ella. De ahí que me choque el mutismo de grandes instituciones de la Iglesia que tampoco se distingan por su afán “aclarador”.
Hace años que no veo publicadas en ninguna parte las grandes cuentas de Cáritas. Cuentas que por ser grandes, solían ser muy genéricas. Más bien parecían las del Gran Capitán: “Y el resto de los millones, en palas y azadones”. Otro tanto podría decirse de Manos Unidas. O de las diócesis, etcétera. Está claro que el ejemplo del Papa Francisco no tiene muchos seguidores en la Iglesia española, aunque se nos llene la boca de papismo. Entonces, ¿qué hacemos la fiel infantería ahora que viene la época de ajustar cuentas con Hacienda? Por supuesto poner la X en beneficio de la Iglesia, que nunca deja de ser nuestra Madre y Maestra, pese al papel (rol dicen los finos) al que nos reducen no pocos jerarcas y párrocos. A juicio de estos, nosotros, los seglares parece que sólo estamos para hacer bulto en los templos, atender a las colectas, y no olvidarse nunca de la X. No es muy gratificante ni participativo, pero al menos nos deja la conciencia tranquila de haber cumplido siquiera mínimamente con nuestros deberes contributivos.
El propósito del papa venido de la pampa es que los dineros que entran y salen de la Roma eclesiástica, incluido, en primer término el tan zarandeado IOR (Instituto para la Obras de Religión, también llamado Banco del Vaticano) tengan un recorrido totalmente trasparente y diáfano, auditado por empresas profesionales ajenas a los circuitos de la Iglesia. Cuentas que puedan hacerse públicas como las hacen las grandes empresas que cotizan en bolsa. Todo sin complejos curiles, ni zonas oscuras o reservadas ni temor a las críticas ajenas. O sea, todo a plena luz del día y a la exposición pública.
A mí personalmente, aunque feligrés del montón, al que le duele la Santa Madre Iglesia cuando la veo sacudida por dimes y diretes, me alegra sobre manera que se abran puertas y ventanas para que circule por las covachuelas eclesiásticas aire fresco. Es bueno que se ventilen sus dependencias y los funcionarios con alzacuellos –los que lo llevan- que las regentan. Y luego se nos dicen que faltan curas de trinchera.
Sería buenísimo que el ejemplo del Papa Francisco en materia económico-administrativa cundiese, y por efecto dominó, se propagara a todas las instituciones eclesiásticas, desde la Conferencia Episcopal a la más diminutas de nuestras parroquias. Por el simple deseo de claridad y trasparencia gestora. El dinero es muy tentador, aparte de que pringa todo lo que toca si no se maneja con exquisito cuidado.
Hubo un tiempo en que los caudales de la Iglesia española, incluidas las entonces cuantiosas ayudas del Estado, lo administraba todo de manera exclusiva un solo ecónomo. Era sacerdote, pero uno solo. Estas amplísimas facultades no dejaban de suscitar murmuraciones en su tierra natal. Cuando le expliqué el asunto a Juan Pablo de Villanueva (q.e.p.d.), sagaz empresario de Prensa, miembro numerario del Opus Dei y entrañable amigo mío, no se lo creía. “Una situación así –me dijo- no se admitiría en ninguna empresa mercantil del mundo”.
Yo no creo que ningún sacerdote alimentó su vocación sacerdotal con la perspectiva de terminar siendo contador o cajero de los fondos parroquiales, gestionados de forma opaca. El manejo del dinero de los primeros grupos de cristianos se encomendaba a los diáconos, que eran apóstoles de segundo nivel, para liberar de preocupaciones crematísticas a los evangelizadores de primera línea.
En Estados Unidos, en parroquias que yo he conocido, se sigue todavía este esquema organizativo. Y en caso de no haber diáconos, se recurre a seglares y “seglaras” que sepan algo de cuentas, bancos y atención a los pobres. Una hija mía, licenciada en Ciencias Económicas y casada allí, formó parte, cuando tenía tiempo para ello, de la junta parroquial que se ocupaba de estos temas.
Aquí en España andamos todavía muy atrasados en este aspecto. La mayoría de nuestros párrocos son poco “aficionados” a dar cuenta de los ingresos y gastos de la parroquia, sin enterarse que la trasparencia económica tiene efectos pastorales beneficiosos. A la gente le agrada que los gestores de esto o lo otro, sean claros con ella. De ahí que me choque el mutismo de grandes instituciones de la Iglesia que tampoco se distingan por su afán “aclarador”.
Hace años que no veo publicadas en ninguna parte las grandes cuentas de Cáritas. Cuentas que por ser grandes, solían ser muy genéricas. Más bien parecían las del Gran Capitán: “Y el resto de los millones, en palas y azadones”. Otro tanto podría decirse de Manos Unidas. O de las diócesis, etcétera. Está claro que el ejemplo del Papa Francisco no tiene muchos seguidores en la Iglesia española, aunque se nos llene la boca de papismo. Entonces, ¿qué hacemos la fiel infantería ahora que viene la época de ajustar cuentas con Hacienda? Por supuesto poner la X en beneficio de la Iglesia, que nunca deja de ser nuestra Madre y Maestra, pese al papel (rol dicen los finos) al que nos reducen no pocos jerarcas y párrocos. A juicio de estos, nosotros, los seglares parece que sólo estamos para hacer bulto en los templos, atender a las colectas, y no olvidarse nunca de la X. No es muy gratificante ni participativo, pero al menos nos deja la conciencia tranquila de haber cumplido siquiera mínimamente con nuestros deberes contributivos.
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