Luz de la Navidad
en la Navidad que celebramos mira al futuro, con la paz y el aliento que sólo Dios, Emmanuel, puede darnos y que auyenta todo temor y miedo
Estamos, de nuevo, un año más, en los umbrales de la Navidad. Todo se ilumina en ella. Las luces de las calles brillan rutilantes y dan a nuestros pueblos y ciudades un aire de fiesta, de gozo y alegría. Esas luces son un pálido destello de la Luz grande que en la Navidad luce más que el sol e ilumina a todo hombre que viene a este mundo: es la Luz del Amor, Dios, el Hijo de Dios vivo que se hace carne, que se hace niño, que se hace hombre. Todo converge ahí; todo adquiere sentido desde ahí. Ahí está la gran esperanza y la luz que todo lo ilumina. En Belén la noche oscura se hace día radiante y la fragilidad de un Niño recién nacido en la más radical pobreza de un establo se convierte en fuerza de todos los débiles y esperanza para todos los hombres y todos los pueblos.
Ha sido un verdadero derroche de amor el que el Hijo de Dios se haga carne de nuestra carne, nazca en condiciones dignas del último de los pobres. Se nos ha aproximado hasta el extremo la cercanía suprema de Dios: se ha hecho uno de los nuestros para elevarnos en grandeza y dignidad que jamás cabría pensar. El hombre deja de ser incomprensible para sí mismo por esta cercanía inefable, porque se le ha revelado el Amor, se ha encontrado con el Amor, Dios mismo, lo experimenta y lo hace propio. A pesar de que el consumismo, el paganismo rampante de hoy y la increyente pretensión de quedarse con las formas bellas y arrojar fuera su contenido religioso, parece que quieran «robarnos o secuestrarnos» la Navidad –y casi diría que lo consiguen–, estas fiestas siguen conservando su fondo, que nos apunta a lo más verdadero de ellas: la ternura de un Dios que ama al hombre y no «pasa» de largo de su desgracia, de su abandono o de su soledad. En un mundo roto y malherido por la violencia y por la guerra, por la división y el enfrentamiento, por la pobreza, el hambre y la falta de hogar, por el desprecio de la vida y envuelto en la oscuridad de una cultura de la
muerte y del «eclipse» de Dios, nos encontramos en estos días con el acontecimiento irrevocable, «el mismo hoy, ayer y siempre», que llena la Tierra de luz y la abre a la esperanza: Cristo Jesús, que «siendo de condición divina se despoja de su rango, toma la condición de esclavo, se rebaja hasta lo último», por puro amor, y para levantarnos con El sobre toda muerte, para reponernos en nuestra dignidad robada y establecernos en la abundancia de la reconciliación y la paz. «El cristiano que lo es de veras sabe que Dios el Padre nos ofrece un hogar en un mundo de aspereza tan terrible que para muchos es como un simple cruce de sendas perdidas en un bosque sin claros. Ese hogar es Dios mismo. El cristiano vive su experiencia de Dios como su hogar, particularmente en los días de la Navidad. Entonces goza de la ternura y de la cercanía de Dios en el Niño en brazos de su Madre» (A. Palenzuela). Esa luz que brota de tal ternura y cercanía del Niño nos conduce a la gran esperanza del Emmanuel –Dios-connosotros–, Dios en favor del hombre de una vez para siempre y sin vuelta atrás. Así esta Luz grande disipa la oscuridad del miedo y de los temores ante el futuro. La Encarnación y Nacimiento de Jesús en Belén de Judá hacen desvanecer todos esos temores. Ahí el hombre vuelve a encontrar la
dignidad y el valor propio de su humanidad. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos de Dios, el Creador, si le ha dado a su Hijo para que tenga vida, plena y eterna! ¡Qué grandeza la suya “si el Hijo ha descendido de aquella Altura a la que el hombre no alcanza, para que puedan llegar a Él los pequeños publicanos como Zaqueo! (S. Efrén). Dios lo ha apostado todo por el hombre; se lo ha jugado todo por él; se ha identifi cado enteramente con él: ha querido levantar y engrandecer al hombre; nuestra humanidad es la humanidad de Dios. A partir de ahí se recupera e ilumina por completo la verdad radical del hombre y del mundo, que evidentemente no tiene en sí misma su última consistencia.
La certeza de la fe, de modo escondido y misterioso, vivifica todo aspecto del humanismo auténtico, lo ensancha y le abre las sendas de un futuro cargado de esperanza y abierto a la paz. La Iglesia, los cristianos en ella y con ella, en la Navidad que celebramos mira al futuro, con la paz y el aliento que sólo Dios, Emmanuel, puede darnos y que auyenta todo temor y miedo. Desde la misma Encarnación tenemos, de parte de Dios, la gran palabra consoladora cargada de ánimo y alentadora de esperanza: «¡No temas, María!», le dice el Arcángel en la Anunciación. «¡No tengáis miedo!», escuchan los pastores pobres y marginados que velan su ganado en la noche fría. «¡No tengas miedo», le dice Jesús a Pedro caminando sobre las aguas procelosas del lago. «¡No temáis!», les dice Él mismo, resucitado, a sus discípulos. «¡No tengáis miedo! Abríos a la esperanza que nace e ilumina a todo hombre en la Navidad, misterio grande amor, de caridad infinita que reclama amor y caridad en este mundo nuestro necesitado de la Luz y del amor de la Navidad».
© La Razón
Ha sido un verdadero derroche de amor el que el Hijo de Dios se haga carne de nuestra carne, nazca en condiciones dignas del último de los pobres. Se nos ha aproximado hasta el extremo la cercanía suprema de Dios: se ha hecho uno de los nuestros para elevarnos en grandeza y dignidad que jamás cabría pensar. El hombre deja de ser incomprensible para sí mismo por esta cercanía inefable, porque se le ha revelado el Amor, se ha encontrado con el Amor, Dios mismo, lo experimenta y lo hace propio. A pesar de que el consumismo, el paganismo rampante de hoy y la increyente pretensión de quedarse con las formas bellas y arrojar fuera su contenido religioso, parece que quieran «robarnos o secuestrarnos» la Navidad –y casi diría que lo consiguen–, estas fiestas siguen conservando su fondo, que nos apunta a lo más verdadero de ellas: la ternura de un Dios que ama al hombre y no «pasa» de largo de su desgracia, de su abandono o de su soledad. En un mundo roto y malherido por la violencia y por la guerra, por la división y el enfrentamiento, por la pobreza, el hambre y la falta de hogar, por el desprecio de la vida y envuelto en la oscuridad de una cultura de la
muerte y del «eclipse» de Dios, nos encontramos en estos días con el acontecimiento irrevocable, «el mismo hoy, ayer y siempre», que llena la Tierra de luz y la abre a la esperanza: Cristo Jesús, que «siendo de condición divina se despoja de su rango, toma la condición de esclavo, se rebaja hasta lo último», por puro amor, y para levantarnos con El sobre toda muerte, para reponernos en nuestra dignidad robada y establecernos en la abundancia de la reconciliación y la paz. «El cristiano que lo es de veras sabe que Dios el Padre nos ofrece un hogar en un mundo de aspereza tan terrible que para muchos es como un simple cruce de sendas perdidas en un bosque sin claros. Ese hogar es Dios mismo. El cristiano vive su experiencia de Dios como su hogar, particularmente en los días de la Navidad. Entonces goza de la ternura y de la cercanía de Dios en el Niño en brazos de su Madre» (A. Palenzuela). Esa luz que brota de tal ternura y cercanía del Niño nos conduce a la gran esperanza del Emmanuel –Dios-connosotros–, Dios en favor del hombre de una vez para siempre y sin vuelta atrás. Así esta Luz grande disipa la oscuridad del miedo y de los temores ante el futuro. La Encarnación y Nacimiento de Jesús en Belén de Judá hacen desvanecer todos esos temores. Ahí el hombre vuelve a encontrar la
dignidad y el valor propio de su humanidad. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos de Dios, el Creador, si le ha dado a su Hijo para que tenga vida, plena y eterna! ¡Qué grandeza la suya “si el Hijo ha descendido de aquella Altura a la que el hombre no alcanza, para que puedan llegar a Él los pequeños publicanos como Zaqueo! (S. Efrén). Dios lo ha apostado todo por el hombre; se lo ha jugado todo por él; se ha identifi cado enteramente con él: ha querido levantar y engrandecer al hombre; nuestra humanidad es la humanidad de Dios. A partir de ahí se recupera e ilumina por completo la verdad radical del hombre y del mundo, que evidentemente no tiene en sí misma su última consistencia.
La certeza de la fe, de modo escondido y misterioso, vivifica todo aspecto del humanismo auténtico, lo ensancha y le abre las sendas de un futuro cargado de esperanza y abierto a la paz. La Iglesia, los cristianos en ella y con ella, en la Navidad que celebramos mira al futuro, con la paz y el aliento que sólo Dios, Emmanuel, puede darnos y que auyenta todo temor y miedo. Desde la misma Encarnación tenemos, de parte de Dios, la gran palabra consoladora cargada de ánimo y alentadora de esperanza: «¡No temas, María!», le dice el Arcángel en la Anunciación. «¡No tengáis miedo!», escuchan los pastores pobres y marginados que velan su ganado en la noche fría. «¡No tengas miedo», le dice Jesús a Pedro caminando sobre las aguas procelosas del lago. «¡No temáis!», les dice Él mismo, resucitado, a sus discípulos. «¡No tengáis miedo! Abríos a la esperanza que nace e ilumina a todo hombre en la Navidad, misterio grande amor, de caridad infinita que reclama amor y caridad en este mundo nuestro necesitado de la Luz y del amor de la Navidad».
© La Razón
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