Año de la vida consagrada
Nuestro mundo, tan cerrado sobre sí mismo a Dios, necesita como nunca de estos testigos. Sin ellos podrían cerrarse todos los portillos por donde la luz entra en nuestro mundo
Coincidiendo con el primer domingo de Adviento, iniciamos en toda la Iglesia, convocado por el Papa Francisco, el Año de la Vida Consagrada para conocer mejor, amar y valorar más la Vida Consagrada y para elevar a Dios nuestra plegaria por todas aquellas personas que siguen este camino de perfección evangélica dentro de la Iglesia y para pedir a Dios que suscite vocaciones a la vida consagrada y le conceda a su Iglesia y a la humanidad entera abundantemente este don inmenso que es la vida de especial consagración a Dios.
Nuestra sociedad tiene necesidad de hombres y mujeres, que, en una vida consagrada, den testimonio de Dios vivo ante un mundo que lo niega u olvida; que afirmen con sus vidas y su palabra, sin rodeos, el amor de Dios a todos y a cada uno; que muestren los más altos valores espirituales, a fin de que a nuestro tiempo no falte la luz de las más altas conquistas del espíritu; que nos traigan a la memoria algo que solemos olvidar fácilmente: que en el mundo venidero «Dios lo será todo en todos». Vidas de hombres y mujeres consagradas son una de las señales más elocuentes de la presencia y soberanía de Dios en este mundo y de la libertad de sus hijos.
Nuestro mundo, tan cerrado sobre sí mismo a Dios, necesita como nunca de estos testigos. Sin ellos podrían cerrarse todos los portillos por donde la luz entra en nuestro mundo. Este Año que la Iglesia dedica de manera especial a la vida consagrada debería contribuir a mostrarnos la riqueza inmensa que es para todos, particularmente la Iglesia, el don de la vida consagrada: la encontramos en los claustros, con una vida escondida con Cristo en Dios, orando, alabando a Dios mostrándonos a Dios en el centro y diciéndonos que quienes tienen a Dios lo tienen todo, viven la alegría contagiosa y llena de felicidad por tener a Dios aunque vivan la extrema pobreza, viven las bienaventuranzas y practican el evangelio de la caridad. La vida consagrada la encontramos en los hospitales, atendiendo a los enfermos, o en las residencias de atención a los ancianos, a los que viven solos o a los discapacitados; la encontramos sirviendo a los pobres más pobres del mundo; la encontramos en los países o lugares más últimos de la tierra donde nadie o poquísimos van o se atreven a ir, ayudando, humanitituye zando, cuidando a emigrantes y desprotegidos, o en la marginación y en las zonas de exclusión; la encontramos en los colegios y centros de enseñanza, en la universidad o los nuevos areópagos de la cultura, en el mundo de la educación de niños y jóvenes, desviviéndose por los demás; la encontramos en las misiones anunciando a Jesucristo, el Evangelio de la caridad, de la alegría y la esperanza, en las periferias existenciales portando consuelo, curación,...
En esos lugares nos están diciendo dónde está Dios: sufriendo con el que sufre, compartiendo la pobreza, en cualquier necesitado de misericordia, llevando alegría a los tristes y desconsolados, dando testimonio de que los pobres son evangelizados... Y ahí muestran que Dios es, que Dios existe, que Dios es amor. ¡Cuánta generosidad, cuánta renuncia a sí mismos, cuánta misericordia, cuanto servicio!, por amor de Dios que es inseparable del amor al hermano; ¡grande y extensa su presencia! La Iglesia y el mundo serían otros sin la vida consagrada.
Necesitamos conocer más y mejor la vida consagrada, quererla y valorarla muchos más, ayudarla y apoyarla. No se la conoce suficientemente y por eso no se la ama ni se la aprecia, busca o sigue como sería necesario. Y, sin embargo, es algo que nos afecta profundamente, tanto que está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, cons tituye un don precioso y necesario para el presente y el futuro del Pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente a su vida, a su santidad y a su misión, al tiempo que indica la naturaleza misma de la vocación cristiana y la aspiración de toda la Iglesia a la unión con su Señor. A lo largo de los siglos, gracias a Dios, nunca han faltado hombres y mujeres que, dóciles a la llamada del Padre y al Espíritu, han elegido este camino de especial consagración a Dios viviendo fielmente los consejos evangélicos, es decir, siguiendo a Cristo pobre, virgen y obediente, y dedicándose a Él con un corazón indiviso. Su radicalidad evangélica en el don de sí mismos por amor al Señor Jesús y, en Él, a cada miembro de la familia humana; su entrega y servicio fraterno a los más pobres y abandonados; su dedicación a la oración por toda la Iglesia y por todos los hombres; su consagración a la obra de evangelización, donde han llevado a cabo gestas admirables; y tantos otros y fundamentales aspectos de la vida consagrada hacen que miremos esta forma de vida con reconocimiento, admiración y gratitud.
Necesitamos la vida consagrada; necesitamos conocerla y darla a conocer entre todos los miembros del Pueblo de Dios; necesitamos acompañar a quienes han recibido este don y viven conforme a él, con nuestra oración, con nuestro aprecio más sincero, con nuestro apoyo; necesitamos suscitar vocaciones para esta forma de vida.
Y esto porque, además, lo necesitan la Iglesia y los hombres, siempre, pero sobre todo en estos momentos donde se hace tan necesario el testimonio de que sólo Dios, apasionado por el hombre frágil, y su Reino bastan, y donde se experimenta con tanta fuerza la urgencia de comunidades cristianas que sean signo y presencia de la nueva humanidad fraterna y servicial que brota del Evangelio de Jesucristo, de la fe y entrega a Él, y hagan de la evangelización su gozo y su dicha más íntima. Por eso es necesario renovar y revitalizar la vida consagrada.
Como pide y reclama la Iglesia, como lo pidió en el Concilio Vaticano II, como lo ha pedido a través de los Papas últimos –san Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco–, que éste sea un año de renovación, de purificación, de revitalización, de florecimiento y de frutos abundantes de la vida consagrada.
© La Razón
Nuestra sociedad tiene necesidad de hombres y mujeres, que, en una vida consagrada, den testimonio de Dios vivo ante un mundo que lo niega u olvida; que afirmen con sus vidas y su palabra, sin rodeos, el amor de Dios a todos y a cada uno; que muestren los más altos valores espirituales, a fin de que a nuestro tiempo no falte la luz de las más altas conquistas del espíritu; que nos traigan a la memoria algo que solemos olvidar fácilmente: que en el mundo venidero «Dios lo será todo en todos». Vidas de hombres y mujeres consagradas son una de las señales más elocuentes de la presencia y soberanía de Dios en este mundo y de la libertad de sus hijos.
Nuestro mundo, tan cerrado sobre sí mismo a Dios, necesita como nunca de estos testigos. Sin ellos podrían cerrarse todos los portillos por donde la luz entra en nuestro mundo. Este Año que la Iglesia dedica de manera especial a la vida consagrada debería contribuir a mostrarnos la riqueza inmensa que es para todos, particularmente la Iglesia, el don de la vida consagrada: la encontramos en los claustros, con una vida escondida con Cristo en Dios, orando, alabando a Dios mostrándonos a Dios en el centro y diciéndonos que quienes tienen a Dios lo tienen todo, viven la alegría contagiosa y llena de felicidad por tener a Dios aunque vivan la extrema pobreza, viven las bienaventuranzas y practican el evangelio de la caridad. La vida consagrada la encontramos en los hospitales, atendiendo a los enfermos, o en las residencias de atención a los ancianos, a los que viven solos o a los discapacitados; la encontramos sirviendo a los pobres más pobres del mundo; la encontramos en los países o lugares más últimos de la tierra donde nadie o poquísimos van o se atreven a ir, ayudando, humanitituye zando, cuidando a emigrantes y desprotegidos, o en la marginación y en las zonas de exclusión; la encontramos en los colegios y centros de enseñanza, en la universidad o los nuevos areópagos de la cultura, en el mundo de la educación de niños y jóvenes, desviviéndose por los demás; la encontramos en las misiones anunciando a Jesucristo, el Evangelio de la caridad, de la alegría y la esperanza, en las periferias existenciales portando consuelo, curación,...
En esos lugares nos están diciendo dónde está Dios: sufriendo con el que sufre, compartiendo la pobreza, en cualquier necesitado de misericordia, llevando alegría a los tristes y desconsolados, dando testimonio de que los pobres son evangelizados... Y ahí muestran que Dios es, que Dios existe, que Dios es amor. ¡Cuánta generosidad, cuánta renuncia a sí mismos, cuánta misericordia, cuanto servicio!, por amor de Dios que es inseparable del amor al hermano; ¡grande y extensa su presencia! La Iglesia y el mundo serían otros sin la vida consagrada.
Necesitamos conocer más y mejor la vida consagrada, quererla y valorarla muchos más, ayudarla y apoyarla. No se la conoce suficientemente y por eso no se la ama ni se la aprecia, busca o sigue como sería necesario. Y, sin embargo, es algo que nos afecta profundamente, tanto que está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, cons tituye un don precioso y necesario para el presente y el futuro del Pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente a su vida, a su santidad y a su misión, al tiempo que indica la naturaleza misma de la vocación cristiana y la aspiración de toda la Iglesia a la unión con su Señor. A lo largo de los siglos, gracias a Dios, nunca han faltado hombres y mujeres que, dóciles a la llamada del Padre y al Espíritu, han elegido este camino de especial consagración a Dios viviendo fielmente los consejos evangélicos, es decir, siguiendo a Cristo pobre, virgen y obediente, y dedicándose a Él con un corazón indiviso. Su radicalidad evangélica en el don de sí mismos por amor al Señor Jesús y, en Él, a cada miembro de la familia humana; su entrega y servicio fraterno a los más pobres y abandonados; su dedicación a la oración por toda la Iglesia y por todos los hombres; su consagración a la obra de evangelización, donde han llevado a cabo gestas admirables; y tantos otros y fundamentales aspectos de la vida consagrada hacen que miremos esta forma de vida con reconocimiento, admiración y gratitud.
Necesitamos la vida consagrada; necesitamos conocerla y darla a conocer entre todos los miembros del Pueblo de Dios; necesitamos acompañar a quienes han recibido este don y viven conforme a él, con nuestra oración, con nuestro aprecio más sincero, con nuestro apoyo; necesitamos suscitar vocaciones para esta forma de vida.
Y esto porque, además, lo necesitan la Iglesia y los hombres, siempre, pero sobre todo en estos momentos donde se hace tan necesario el testimonio de que sólo Dios, apasionado por el hombre frágil, y su Reino bastan, y donde se experimenta con tanta fuerza la urgencia de comunidades cristianas que sean signo y presencia de la nueva humanidad fraterna y servicial que brota del Evangelio de Jesucristo, de la fe y entrega a Él, y hagan de la evangelización su gozo y su dicha más íntima. Por eso es necesario renovar y revitalizar la vida consagrada.
Como pide y reclama la Iglesia, como lo pidió en el Concilio Vaticano II, como lo ha pedido a través de los Papas últimos –san Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco–, que éste sea un año de renovación, de purificación, de revitalización, de florecimiento y de frutos abundantes de la vida consagrada.
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