Todos los santos
los santos son los verdaderos reformadores de la humanidad y de este mundo nuestro (...) Sólo los santos, sólo de Dios proviene el cambio decisivo del mundo
Estamos próximos a la fiesta de todos los santos, en sus mismos umbrales. Una de las fiestas más arraigados en la tradición española, a la que se une la memoria agradecida por los seres queridos que ya descansan en el Señor. La visita de casi todos a los cementerios en cualquier rincón de nuestra geografía para llevar flores a las tumbas y decir alguna oración ante las tumbas de los que nos han precedido es la imagen de este día, lleno de recuerdos y de agradecimiento, en el fondo de agradecimiento a Dios, porque en ellos pudimos palpar un gran amor, refl ejo de Dios, que es Amor; pero también día de esperanza porque, en el fondo, estamos expresando que los nuestros viven y que esperamos verlos en la vida eterna. En este día, la Iglesia y la tradición que nos sustenta nos invitan a compartir y a gustar la alegría de los santos.
Esta fiesta nos recuerda que no estamos solos; Dios mismo nos acompaña con esa multitud incontable de hombres como nosotros que caminan a nuestro lado como peregrinos hacia la patria defi nitiva; que estamos inmersos en una muchedumbre incontable de testigos, con los que formamos un solo cuerpo. Esta muchedumbre de santos nos estimula a mantener nuestra mirada fija en la meta y en las promesas que nos abren a la gran esperanza, la del cielo. La liturgia de ese día, guía de sabiduría, nos exhorta a dirigir nuestra mirada a esa muchedumbre ingente no sólo de los santos reconocidos de forma oficial, sino de todos los santifiados de todas las épocas que, con el auxilio de Dios, se han esforzado de verdad por cumplir con amor y fidelidad el querer de Dios. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer en la gloria de Dios. Ellos representan a la humanidad nueva de los salvados por la sangre de Cristo, y reflejan la hermosura de la santa madre Iglesia, esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ellos son los hijos mejores que han sido engendrados por la gracia del Espíritu en el seno de la santa madre, la Iglesia. Esa muchedumbre incontable de santos de los que hacemos memoria ese día han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo. En vida y en gloria, los santos nos han hecho palpar ya la transformación, la renovación y reforma, de nuestro mundo, de este mundo envejecido por el pecado, la mentira, la violencia, la negación de Dios.
En verdad, los santos son los verdaderos reformadores de la humanidad y de este mundo nuestro; «en las vicisitudes de la historia han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar –tal vez en el dolor– la palabra de Dios al terminar la obra de la creación: ‘y era muy bueno’... Sólo los santos, sólo de Dios proviene el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo y transformar sus condiciones.
Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, no libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino el dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro Creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?». (Benedicto XVI, en Colonia). Esos son los santos innumerables que ese día recordamos. Ellos vivieron su vida mirando a Dios, poniendo en Él su mente y su corazón, teniéndolo en el centro más profundo de su existencia. Bienaventurados y dichosos para siempre en la bella aventura que recorrieron en su vida junto a Jesucristo y en comunión con Él, siguiendo el camino de las bienaventuranzas –»retrato de Jesús», camino de felicidad–, ellos nos señalan que Dios es el único asunto central y defi nitivo para el hombre.
Con razón, el papa Pablo VI definió el ateísmo como «el drama y el problema más grande de nuestro tiempo». El silencio de Dios, o el abandono de Dios, el ateísmo y la increencia como fenómeno cultural masivo, es con mucho el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia y de quiebra humana y moral en Occidente. No hay otro que se le puede comparar en radicalidad por lo vasto de sus consecuencias. Los santos, que han vivido y viven de Dios y para Dios, son quienes ahora nos marcan el camino para que se opere lo que Benedicto XVI ha denominado «la revolución de Dios», el paso a una humanidad nueva y renovada, donde reine el amor y la paz, donde la verdad nos haga libres y misericordiosos, donde se siga el camino de la felicidad que está, precisamente, en ese saberse creado y amado por Dios, en ese comprenderse hijo de Dios en todo, en ese
camino paradógico de las bienaventuranzas, o si queremos de la felicidad que es el seguido por el mismo Jesús. «El bienaventurado por excelencia es, en efecto Jesús, sólo Él. Él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia,
el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; Él es el perseguido por causa de la justicia». No tenemos otra ruta diferente a la de las Bienaventuranzas, que ponen a Dios en el centro, que señalan que viviendo en la confi anza plena puesta en Dios -no en las riquezas, no en el poder, no en uno mismo y los propios intereses, siempre parciales- es como se alcanza la felicidad que vivieron en la tierra y que ahora gozan en los cielos todos
los santos. Que ellos nos ayuden. Aunque no estén en los altares los hemos conocido a tantos y tantos de ellos, nos lo hemos encontrado muy cerca, han caminado nuestro
mismo camino. Que Dios, por intercesión de ellos nos ayuden a caminar el suyo, que es el camino de la felicidad y la esperanza.
© La Razón
Esta fiesta nos recuerda que no estamos solos; Dios mismo nos acompaña con esa multitud incontable de hombres como nosotros que caminan a nuestro lado como peregrinos hacia la patria defi nitiva; que estamos inmersos en una muchedumbre incontable de testigos, con los que formamos un solo cuerpo. Esta muchedumbre de santos nos estimula a mantener nuestra mirada fija en la meta y en las promesas que nos abren a la gran esperanza, la del cielo. La liturgia de ese día, guía de sabiduría, nos exhorta a dirigir nuestra mirada a esa muchedumbre ingente no sólo de los santos reconocidos de forma oficial, sino de todos los santifiados de todas las épocas que, con el auxilio de Dios, se han esforzado de verdad por cumplir con amor y fidelidad el querer de Dios. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer en la gloria de Dios. Ellos representan a la humanidad nueva de los salvados por la sangre de Cristo, y reflejan la hermosura de la santa madre Iglesia, esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ellos son los hijos mejores que han sido engendrados por la gracia del Espíritu en el seno de la santa madre, la Iglesia. Esa muchedumbre incontable de santos de los que hacemos memoria ese día han sido personas que no han buscado obstinadamente su propia felicidad, sino que han querido simplemente entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo. En vida y en gloria, los santos nos han hecho palpar ya la transformación, la renovación y reforma, de nuestro mundo, de este mundo envejecido por el pecado, la mentira, la violencia, la negación de Dios.
En verdad, los santos son los verdaderos reformadores de la humanidad y de este mundo nuestro; «en las vicisitudes de la historia han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han elevado a la humanidad; la han iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar –tal vez en el dolor– la palabra de Dios al terminar la obra de la creación: ‘y era muy bueno’... Sólo los santos, sólo de Dios proviene el cambio decisivo del mundo. En el siglo pasado vivimos revoluciones cuyo programa común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo y transformar sus condiciones.
Y hemos visto que, de este modo, siempre se tomó un punto de vista humano y parcial como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto, sino relativo, no libera al hombre, sino que lo priva de su dignidad y lo esclaviza. No son las ideologías las que salvan el mundo, sino el dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro Creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?». (Benedicto XVI, en Colonia). Esos son los santos innumerables que ese día recordamos. Ellos vivieron su vida mirando a Dios, poniendo en Él su mente y su corazón, teniéndolo en el centro más profundo de su existencia. Bienaventurados y dichosos para siempre en la bella aventura que recorrieron en su vida junto a Jesucristo y en comunión con Él, siguiendo el camino de las bienaventuranzas –»retrato de Jesús», camino de felicidad–, ellos nos señalan que Dios es el único asunto central y defi nitivo para el hombre.
Con razón, el papa Pablo VI definió el ateísmo como «el drama y el problema más grande de nuestro tiempo». El silencio de Dios, o el abandono de Dios, el ateísmo y la increencia como fenómeno cultural masivo, es con mucho el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia y de quiebra humana y moral en Occidente. No hay otro que se le puede comparar en radicalidad por lo vasto de sus consecuencias. Los santos, que han vivido y viven de Dios y para Dios, son quienes ahora nos marcan el camino para que se opere lo que Benedicto XVI ha denominado «la revolución de Dios», el paso a una humanidad nueva y renovada, donde reine el amor y la paz, donde la verdad nos haga libres y misericordiosos, donde se siga el camino de la felicidad que está, precisamente, en ese saberse creado y amado por Dios, en ese comprenderse hijo de Dios en todo, en ese
camino paradógico de las bienaventuranzas, o si queremos de la felicidad que es el seguido por el mismo Jesús. «El bienaventurado por excelencia es, en efecto Jesús, sólo Él. Él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia,
el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; Él es el perseguido por causa de la justicia». No tenemos otra ruta diferente a la de las Bienaventuranzas, que ponen a Dios en el centro, que señalan que viviendo en la confi anza plena puesta en Dios -no en las riquezas, no en el poder, no en uno mismo y los propios intereses, siempre parciales- es como se alcanza la felicidad que vivieron en la tierra y que ahora gozan en los cielos todos
los santos. Que ellos nos ayuden. Aunque no estén en los altares los hemos conocido a tantos y tantos de ellos, nos lo hemos encontrado muy cerca, han caminado nuestro
mismo camino. Que Dios, por intercesión de ellos nos ayuden a caminar el suyo, que es el camino de la felicidad y la esperanza.
© La Razón
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