Vuelvo a España
Soy testigo, y así lo confieso con toda sencillez, de que es Dios quien conduce y lleva a la Iglesia, quien conduce y guía mi vida
Con corazón abierto a las palabras evangélicas de Jesús: «Venid a mí...aprended de mí...» vuelvo a España. Con alegría y esperanza vuelvo a España para ser, en comunión con el Papa y con todos mis hermanos Obispos, pastor, padre y hermano, de la porción del pueblo de Dios que se me ha confiado: la diócesis de Valencia..
Como me marché, así vuelvo: Fui llamado a Roma, y respondí: «Aquí estoy». Soy, ahora enviado a España, a Valencia, y así he respondido: «Aquí estoy, mándeme donde quiera». Siempre con las palabras del Salmo: «No pretendo grandezas que superan mi capacidad, acallo y modero mis deseos, como un niño recién amamantado en brazos de su madre». Estaba entrando en lo mejor de mi ministerio en la diócesis de «la Santa», llevaba pocos años en ella, un día me llamaron a Nunciatura y me dijeron: «El Santo Padre le ha nombrado Arzobispo de Granada, ¿acepta?». No lo dudé; lo dejé todo y me puse en camino; alguien me dijo las mismas palabras que escuchó San Juan de Dios: «Granada será tu cruz». Granada ha sido mi cruz, cierto, pero no en sentido negativo, sino todo lo contrario, en el más positivo y luminoso: porque es el plegarse por completo a la voluntad de Dios para amar y-entregarse todo y sin reservas, «gastándome y desgastándome» enteramente, con gozo, a favor de quienes me fueron confi ados; esa cruz es dicha y felicidad capaz de llenar una vida. Soy testigo de que no se puede seguir a Jesucristo si no es con la cruz, en la que El lo pide todo –y lo da todo–.así, esto resulta ser un verdadero don y una gracia, en medio de su dureza.
En medio de mi «ministerio granadino», en absoluta y bendita obediencia, y en fidelidad a mi lema episcopal, durante ocho meses serví también simultáneamente, como administrador apostólico, a la Iglesia de Cartagena que está en tierras murcianas, y pude comprobar ¡qué verdad es! que Dios paga el ciento por uno a los que están prontos para obedecerle y le sirven: los meses más intensos de mi vida y los meses en los que, sin duda, palpé más de cerca la misericordia y la gracia de Dios, fueron aquellos; ¡qué cierto es! lo que leemos en San Pablo: «Te basta mi gracia».
Pocos años más tarde se me mostraba, como a Abraham, «otra tierra»: la diócesis primada de Toledo. Un nuevo éxodo, un caminar en fe, una nueva y gran responsabilidad por la magnitud de la diócesis toledana, tan buena en sí misma y tan entrañable para mí: enorme magnitud lo obrado por Dios en ella, signo, sin duda, de por donde quiere conducir Dios las cosas y nuestra historia. Nueva y comprometedora responsabilidad ante la historia en la Sede toledana, ante sus grandes Obispos, ante el significado del primado El Señor abrió paso y me condujo. Como Arzobispo de Toledo recibí el capelo cardenalicio: Una vez más la inmensa benevolencia de Dios para conmigo que soy tan poca cosa, y la cercanía impagable y la generosidad tan inmensa, para la que no tengo mérito alguno, que siempre me ha mostrado el Papa Benedicto XVI. Pero también evocación del martirio, señalado en el color púrpura cardenalicio.
El mismo Papa me llamará después a Roma para ocuparme, como Prefecto, de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos –auténtico corazón de la Iglesia–. Como le comenté al mismo Benedicto XVI: «el venir aquí, a Roma, ha sido, gracias a Dios y a su misericordia, una verdadera kénosis, un real despojamiento, puesto de manifiesto, patente incluso, en aquellos días, que, muy grave, pasé en la UCI a los pocos meses de llegar a Roma»: ratificando así, una vez más, la experiencia que sentía y siento de la verdad más plena de lo que san Pablo afirma en el inicio del segundo capítulo de la Carta a los Filipenses –«se despojó... »–, y del «sólo Dios» de santa Teresa o de San Francisco. Casi finalizando mi trabajo aquí, en Roma, puedo repetir ante el Señor, porque así me siento, «siervo tuyo soy».
Mi paso por Roma ha enriquecido muchísimo mi vida, entre otras cosas: mi sentido de comunión eclesial; mi amor, afecto, cercanía, obediencia, sintonía aún mayores con el sucesor de Pedro. Tampoco puedo dejar de mencionar en este enriquecimiento que está aportando mi paso por Roma la percepción mayor y más viva de la riqueza de los santos, además de mencionar la riqueza que siempre me ha aportado el estar cercano a la defensa y promoción de la fe. Soy testigo, y así lo confieso con toda sencillez, de que es Dios quien conduce y lleva a la Iglesia, quien conduce y guía mi vida. De esta manera vuelvo a España, a Valencia, la porción de Iglesia que se me confia, y con este bagaje retorno a ella, para, con la ayuda de Dios que nunca me ha faltado, servir y nada más que servir a Dios y a todos, sin excepción, para hacer la voluntad de Dios que me envía por mediación del Papa Francisco –a quien tanto quiero, respeto y admiro, como a todos los Papas–, para traer, como el Señor, la Buena Noticia a los pobres, a los últimos y desheredados de la tierra que tienen nombres propios, anunciar y testimoniar el Evangelio de la misericordia, de la gracia y de la reconciliación.
Golpean mi cabeza aquellas palabras de Isaías: «Si no creéis no subsistiréis, no tendréis consistencia». Esta es la vocación de todos, particularmente de nuestra España cuya vocación proyecto, sus gestas y sus hitos, históricamente fundados, no se entienden si no es desde la fe: lo digo con todo respeto a los que no creen, que tendrán, por cierto, en mí a un amigo dispuesto siempre a escucharles, a dialogar. No olvido las palabras del Papa San Juan Pablo II, apasionado por España, en su primer viaje, que quiero sean guía en esta nueva etapa de mi ministerio episcopal al servicio de la Iglesia y de España, desde la diócesis queridísima que me han encomendado servir. Mi mayor y mi más constante y comprometido servicio no será otro que este: el servicio de la fe, inseparable de la caridad, y base de la esperanza.
Retorno con dos indicaciones que descubro en San Benito: «Nada se anteponga a las obras de Dios»; y «servir por encima del presidir», o presidir sirviendo a todos, o para presidir antes servir sin excepción, particularmente a los pobres: así seguiré al Señor, que vino no a ser servido, sino servir y a dar la vida por todos.
© La Razón
Como me marché, así vuelvo: Fui llamado a Roma, y respondí: «Aquí estoy». Soy, ahora enviado a España, a Valencia, y así he respondido: «Aquí estoy, mándeme donde quiera». Siempre con las palabras del Salmo: «No pretendo grandezas que superan mi capacidad, acallo y modero mis deseos, como un niño recién amamantado en brazos de su madre». Estaba entrando en lo mejor de mi ministerio en la diócesis de «la Santa», llevaba pocos años en ella, un día me llamaron a Nunciatura y me dijeron: «El Santo Padre le ha nombrado Arzobispo de Granada, ¿acepta?». No lo dudé; lo dejé todo y me puse en camino; alguien me dijo las mismas palabras que escuchó San Juan de Dios: «Granada será tu cruz». Granada ha sido mi cruz, cierto, pero no en sentido negativo, sino todo lo contrario, en el más positivo y luminoso: porque es el plegarse por completo a la voluntad de Dios para amar y-entregarse todo y sin reservas, «gastándome y desgastándome» enteramente, con gozo, a favor de quienes me fueron confi ados; esa cruz es dicha y felicidad capaz de llenar una vida. Soy testigo de que no se puede seguir a Jesucristo si no es con la cruz, en la que El lo pide todo –y lo da todo–.así, esto resulta ser un verdadero don y una gracia, en medio de su dureza.
En medio de mi «ministerio granadino», en absoluta y bendita obediencia, y en fidelidad a mi lema episcopal, durante ocho meses serví también simultáneamente, como administrador apostólico, a la Iglesia de Cartagena que está en tierras murcianas, y pude comprobar ¡qué verdad es! que Dios paga el ciento por uno a los que están prontos para obedecerle y le sirven: los meses más intensos de mi vida y los meses en los que, sin duda, palpé más de cerca la misericordia y la gracia de Dios, fueron aquellos; ¡qué cierto es! lo que leemos en San Pablo: «Te basta mi gracia».
Pocos años más tarde se me mostraba, como a Abraham, «otra tierra»: la diócesis primada de Toledo. Un nuevo éxodo, un caminar en fe, una nueva y gran responsabilidad por la magnitud de la diócesis toledana, tan buena en sí misma y tan entrañable para mí: enorme magnitud lo obrado por Dios en ella, signo, sin duda, de por donde quiere conducir Dios las cosas y nuestra historia. Nueva y comprometedora responsabilidad ante la historia en la Sede toledana, ante sus grandes Obispos, ante el significado del primado El Señor abrió paso y me condujo. Como Arzobispo de Toledo recibí el capelo cardenalicio: Una vez más la inmensa benevolencia de Dios para conmigo que soy tan poca cosa, y la cercanía impagable y la generosidad tan inmensa, para la que no tengo mérito alguno, que siempre me ha mostrado el Papa Benedicto XVI. Pero también evocación del martirio, señalado en el color púrpura cardenalicio.
El mismo Papa me llamará después a Roma para ocuparme, como Prefecto, de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos –auténtico corazón de la Iglesia–. Como le comenté al mismo Benedicto XVI: «el venir aquí, a Roma, ha sido, gracias a Dios y a su misericordia, una verdadera kénosis, un real despojamiento, puesto de manifiesto, patente incluso, en aquellos días, que, muy grave, pasé en la UCI a los pocos meses de llegar a Roma»: ratificando así, una vez más, la experiencia que sentía y siento de la verdad más plena de lo que san Pablo afirma en el inicio del segundo capítulo de la Carta a los Filipenses –«se despojó... »–, y del «sólo Dios» de santa Teresa o de San Francisco. Casi finalizando mi trabajo aquí, en Roma, puedo repetir ante el Señor, porque así me siento, «siervo tuyo soy».
Mi paso por Roma ha enriquecido muchísimo mi vida, entre otras cosas: mi sentido de comunión eclesial; mi amor, afecto, cercanía, obediencia, sintonía aún mayores con el sucesor de Pedro. Tampoco puedo dejar de mencionar en este enriquecimiento que está aportando mi paso por Roma la percepción mayor y más viva de la riqueza de los santos, además de mencionar la riqueza que siempre me ha aportado el estar cercano a la defensa y promoción de la fe. Soy testigo, y así lo confieso con toda sencillez, de que es Dios quien conduce y lleva a la Iglesia, quien conduce y guía mi vida. De esta manera vuelvo a España, a Valencia, la porción de Iglesia que se me confia, y con este bagaje retorno a ella, para, con la ayuda de Dios que nunca me ha faltado, servir y nada más que servir a Dios y a todos, sin excepción, para hacer la voluntad de Dios que me envía por mediación del Papa Francisco –a quien tanto quiero, respeto y admiro, como a todos los Papas–, para traer, como el Señor, la Buena Noticia a los pobres, a los últimos y desheredados de la tierra que tienen nombres propios, anunciar y testimoniar el Evangelio de la misericordia, de la gracia y de la reconciliación.
Golpean mi cabeza aquellas palabras de Isaías: «Si no creéis no subsistiréis, no tendréis consistencia». Esta es la vocación de todos, particularmente de nuestra España cuya vocación proyecto, sus gestas y sus hitos, históricamente fundados, no se entienden si no es desde la fe: lo digo con todo respeto a los que no creen, que tendrán, por cierto, en mí a un amigo dispuesto siempre a escucharles, a dialogar. No olvido las palabras del Papa San Juan Pablo II, apasionado por España, en su primer viaje, que quiero sean guía en esta nueva etapa de mi ministerio episcopal al servicio de la Iglesia y de España, desde la diócesis queridísima que me han encomendado servir. Mi mayor y mi más constante y comprometido servicio no será otro que este: el servicio de la fe, inseparable de la caridad, y base de la esperanza.
Retorno con dos indicaciones que descubro en San Benito: «Nada se anteponga a las obras de Dios»; y «servir por encima del presidir», o presidir sirviendo a todos, o para presidir antes servir sin excepción, particularmente a los pobres: así seguiré al Señor, que vino no a ser servido, sino servir y a dar la vida por todos.
© La Razón
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