Cómo dinamizar una parroquia
Una junta o consejo de esta naturaleza, activa y participativa, ciertamente limitaría mucho la libertad del párroco para hacer de su capa un sayo, pero no es menos cierto que hallaría una gran colaboración de los parroquianos para hacer de la parroquia un potente foco de irradiación apostólica.
He dicho, y repito, que sin participación de los parroquianos no hay parroquia, y sin parroquias vivas y participativas no hay plan o programa evangelizador que valga.
La causa de que demasiadas parroquias estén adormiladas, sumidas en una rutina matadora, son los párrocos. Así, como suena, aunque parezca muy sumario y agresivo.
Nuestra Iglesia no sólo es jerárquica, como debe ser, porque así la quiso su Fundador, sino que además, lamentablemente, está totalmente clericalizada, dominada en todas sus estructuras por el clero. ¿Qué somos los laicos en esta Iglesia tan clerical? Nada. Un conjunto inmenso de ceros a la izquierda, el bulto. ¿Está la Iglesia tan boyante como para desdeñar de modo tan olímpico el enorme potencial evangelizador que, debidamente encauzado, podría aportar la fiel infantería? Lo hemos visto estos días pasados en Corea con motivo de la visita del Papa. El movimiento seglar coreano es activo y pujante, según lo ha podido ver, alabar y estimular el Santo Padre.
Tomemos ejemplo de ellos, los laboriosos coreanos. Se impone, por tanto, reavivar las parroquias, ponerlas a “trabajar”, sacarlas de la modorra en la que se hallan la mayoría de ellas. Bien, pero ¿cómo hacerlo? Porque hay muchos que dicen, que decimos, hay que hacer esto, lo otro y lo de más allá. Incluso los hay impacientes, o ardorosos, que a falta de cauces en los que aportar su grano de arena, se los inventan, crean su propio chiriguinto apostólico y se echan al monte a pelear por la causa de Dios. Como los guerrilleros que siempre han sido, pero olvidando que jamás una guerrilla por sí sola ha ganado una guerra. Entonces, ¿qué?
Hubo un tiempo que a causa de la extrema escasez de sacerdotes debido a las matanzas de la guerra civil, se crearon en muchas parroquias españolas lo que se llamaban juntas parroquiales, integradas por representantes de las asociaciones de apostolado seglar y de caridad que empezaban a resurgir de las cenizas. Fueron eficaces y prestaron una gran ayuda a los párrocos, sobre todo en la enorme tarea de regenerar el tejido eclesial, muy dañado por los avatares de la guerra.
Yo formé parte, siendo pollito recién salido del cascarón, de la junta de mi pueblo, y después, residente en Marruecos, de la junta parroquial de la misión franciscana de Nador, como secretario, por ser el más joven de sus integrantes. Era presidente de la misma don Carlos Montesinos, cónsul de España en aquella población moruna, hombre encantador que se ganaba por su simpatía a todo el mundo. Bien podía decirse que ejercía el apostolado de la amabilidad. Y no digamos su mujer, aún más encantadora que el marido.
De una junta parroquial activa deberían formar parte los representantes de todo aquello que se mueva en el entorno parroquial: Cáritas, máxime en los tiempos que corren, equipos de catequistas y de cursillos prematrimoniales, cofradías de Semana Santa o de la Virgen tutelar de la población, si las hay, “franquicias” de asociaciones, obras y movimientos que puedan existir en la demarcación parroquial, etc., etc. Incluso los “técnicos” de la gestión económica y burocrática de la parroquia, dado que existan, que debería existir, y algún “notable” local de significada práctica religiosa. Todo ello bajo la batuta del párroco, naturalmente, que para algo es el responsable último, ante el obispo, del funcionamiento del ente parroquial.
Una junta así no se limitaría a decorar la iglesia del barrio o del pueblo, reuniéndose de higos a brevas para cubrir el expediente, sino que tendría que estar de manera permanente al pie del cañón, con reuniones siquiera una vez al mes, para programar, activar y revisar la pastoral parroquial, aportando iniciativas y soluciones a los problemas y deficiencias de la acción evangelizadora.
Una junta o consejo de esta naturaleza, activa y participativa, ciertamente limitaría mucho la libertad del párroco para hacer de su capa un sayo, pero no es menos cierto que hallaría una gran colaboración de los parroquianos para hacer de la parroquia un potente foco de irradiación apostólica. Imagine el lector lo que sería de nuestra Iglesia si dispusiera de una amplia y dinámica red de parroquias abiertas, acogedoras, activas y, digo una vez más, participativas. Y si el consejo diocesano de pastoral fuese algo más –o bastante más- que de nuevo otra reunión de clérigos. ¡Señores obispos, apéense del burro, que los laicos también somos Iglesia!
La causa de que demasiadas parroquias estén adormiladas, sumidas en una rutina matadora, son los párrocos. Así, como suena, aunque parezca muy sumario y agresivo.
Nuestra Iglesia no sólo es jerárquica, como debe ser, porque así la quiso su Fundador, sino que además, lamentablemente, está totalmente clericalizada, dominada en todas sus estructuras por el clero. ¿Qué somos los laicos en esta Iglesia tan clerical? Nada. Un conjunto inmenso de ceros a la izquierda, el bulto. ¿Está la Iglesia tan boyante como para desdeñar de modo tan olímpico el enorme potencial evangelizador que, debidamente encauzado, podría aportar la fiel infantería? Lo hemos visto estos días pasados en Corea con motivo de la visita del Papa. El movimiento seglar coreano es activo y pujante, según lo ha podido ver, alabar y estimular el Santo Padre.
Tomemos ejemplo de ellos, los laboriosos coreanos. Se impone, por tanto, reavivar las parroquias, ponerlas a “trabajar”, sacarlas de la modorra en la que se hallan la mayoría de ellas. Bien, pero ¿cómo hacerlo? Porque hay muchos que dicen, que decimos, hay que hacer esto, lo otro y lo de más allá. Incluso los hay impacientes, o ardorosos, que a falta de cauces en los que aportar su grano de arena, se los inventan, crean su propio chiriguinto apostólico y se echan al monte a pelear por la causa de Dios. Como los guerrilleros que siempre han sido, pero olvidando que jamás una guerrilla por sí sola ha ganado una guerra. Entonces, ¿qué?
Hubo un tiempo que a causa de la extrema escasez de sacerdotes debido a las matanzas de la guerra civil, se crearon en muchas parroquias españolas lo que se llamaban juntas parroquiales, integradas por representantes de las asociaciones de apostolado seglar y de caridad que empezaban a resurgir de las cenizas. Fueron eficaces y prestaron una gran ayuda a los párrocos, sobre todo en la enorme tarea de regenerar el tejido eclesial, muy dañado por los avatares de la guerra.
Yo formé parte, siendo pollito recién salido del cascarón, de la junta de mi pueblo, y después, residente en Marruecos, de la junta parroquial de la misión franciscana de Nador, como secretario, por ser el más joven de sus integrantes. Era presidente de la misma don Carlos Montesinos, cónsul de España en aquella población moruna, hombre encantador que se ganaba por su simpatía a todo el mundo. Bien podía decirse que ejercía el apostolado de la amabilidad. Y no digamos su mujer, aún más encantadora que el marido.
De una junta parroquial activa deberían formar parte los representantes de todo aquello que se mueva en el entorno parroquial: Cáritas, máxime en los tiempos que corren, equipos de catequistas y de cursillos prematrimoniales, cofradías de Semana Santa o de la Virgen tutelar de la población, si las hay, “franquicias” de asociaciones, obras y movimientos que puedan existir en la demarcación parroquial, etc., etc. Incluso los “técnicos” de la gestión económica y burocrática de la parroquia, dado que existan, que debería existir, y algún “notable” local de significada práctica religiosa. Todo ello bajo la batuta del párroco, naturalmente, que para algo es el responsable último, ante el obispo, del funcionamiento del ente parroquial.
Una junta así no se limitaría a decorar la iglesia del barrio o del pueblo, reuniéndose de higos a brevas para cubrir el expediente, sino que tendría que estar de manera permanente al pie del cañón, con reuniones siquiera una vez al mes, para programar, activar y revisar la pastoral parroquial, aportando iniciativas y soluciones a los problemas y deficiencias de la acción evangelizadora.
Una junta o consejo de esta naturaleza, activa y participativa, ciertamente limitaría mucho la libertad del párroco para hacer de su capa un sayo, pero no es menos cierto que hallaría una gran colaboración de los parroquianos para hacer de la parroquia un potente foco de irradiación apostólica. Imagine el lector lo que sería de nuestra Iglesia si dispusiera de una amplia y dinámica red de parroquias abiertas, acogedoras, activas y, digo una vez más, participativas. Y si el consejo diocesano de pastoral fuese algo más –o bastante más- que de nuevo otra reunión de clérigos. ¡Señores obispos, apéense del burro, que los laicos también somos Iglesia!
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