La nueva evangelización debe pasar por la parroquia
Una misa atractiva empieza por unas lecturas bien dichas. Sin embargo, con demasiada frecuencia, se leen mal, tan mal que en la mayoría de los casos no se entiende lo que se lee, arruinando la finalidad de la liturgia de la palabra.
Vengo diciendo que la nueva evangelización propuesta por San Juan Pablo II y reiterada por Benedicto XVI sólo alcanzará frutos generalizados y perceptibles si arraiga en las parroquias. Mas para ello es necesario reanimar a las parroquias, sacarlas de la modorra que sufren muchas de ellas. Al menos en Madrid, que es lo que algo conozco y sufro.
La parroquia, con su iglesia, no puede ser un simple dispensario de sacramentos generalmente cerrado, salvo en horario de misas, y confesionario vacío. Acaso como principal servicio parroquial, el teléfono móvil del párroco para quienes lo quieran requerir, que por desgracia no son muchos.
No creo que al objeto de reanimar a las parroquias hagan falta grandes planes sobre el papel elaborados por súper expertos en pastoral de altos vuelos. Tan altos que no hay forma de hacerlos aterrizar. Bastarían, me parece a mí, ciertas acciones a ras del suelo, que atraigan e involucren a la fiel infantería, convertida en fuerza de choque de la nueva evangelización.
Inicialmente habría que empezar, tal vez, por algo tan elemental como hacer atractivas las misas, siquiera en los días de precepto. No supuestamente divertidas o folklóricas. Nada de “misas de arte y ensayo”, como las llamaba monseñor Antonio Montero, arzobispo que fue de Mérida-Badajoz. La misa no es un espectáculo ni un concurso de canto a ver quién desafina más. Pero tampoco puede ser una salmodia plana y monocorde, amodorrante.
Una misa atractiva empieza por unas lecturas bien dichas. Sin embargo, con demasiada frecuencia, se leen mal, tan mal que en la mayoría de los casos no se entiende lo que se lee, arruinando la finalidad de la liturgia de la palabra.
Personalmente me di cuenta de la importancia de unas lecturas bien hechas asistiendo a misa, mi mujer y yo, en Estados Unidos, a donde hicimos numerosos viajes. No sé inglés, mi reina tampoco sabía; ambos apenas lo imprescindible para decir precisamente eso, que no hablábamos inglés, “only spanish”, pero sin entender el texto daba gusto escuchar la entonación, el énfasis, la “música” con que suelen hacer allí las lecturas, las preces, la proclamación del Evangelio.
En España se lee mal, muy mal, y se habla peor. Empezando por políticos y algún que otro obispo y hasta cardenal. ¿Recuerdan ustedes a don Manuel Fraga, que se tragaba la mitad de las palabras de lo que pretendía expresar? El buen decir no se enseña en ningún nivel educativo. Basta escuchar las emisoras de radio o televisión para percatarse de ello. ¡Dios santo, qué dicción más torpe de la mayoría de los parlantes! ¡Qué pobreza de vocabulario! También los hay –debemos ser justos- que se recrean en la suerte y lo hacen estupendamente: Elsa González de la COPE, Carlos Herrera de Onda Cero, Matías Prats de Antena 3, pero no muchos más.
Leer bien, con sosiego y buena dicción, no es ningún don de personas privilegiadas, sino una cuestión técnica, y como toda técnica, en este caso sencilla, susceptible de fácil aprendizaje. ¿Pueden las diócesis poner en marcha cursillos de lectura al alcance de las parroquias? Serían de gran utilidad y eficacia didáctica, o sea, catequética. Hablo por experiencia.
Y llegamos a la homilía, a las homilías, ¡ay las homilías! Qué puedo decir de ellas que no se sepa. Si las lecturas mal hechas amodorran, las malas homilías duermen a las ovejas.
El sacerdote, periodista y escritor José Luis Martín Descalzo, llenaba hasta la bandera, como se dice en términos taurinos, la iglesia donde solía celebrar los domingos a media mañana, en una parroquia de nueva planta sita en la calle Fermín Caballero o Sanjenjo de Madrid, de cuyo nombre no me acuerdo aunque quiera. Acudían muchos colegas residentes en la próxima Ciudad de los Periodistas, sólo para oírle predicar.
El también sacerdote y erudito Federico Sopeña, que llegó a ser director del Museo del Prado, hacía asimismo unas homilías deliciosas en el monasterio de la Encarnación, junto al Senado, los domingos a las doce. Eran muy breves. Seguramente tenía en cuenta aquello de que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. De modo que en lugar de machacar a los feligreses con una repetición embarullada de todas las lecturas del día, se fijaba sólo en la almendra del Evangelio. Una exposición lacónica pero profunda y eficaz. Sus palabras calaban hondo. Luego, al terminar la misa solía obsequiar a los asistentes con un pequeño concierto de órgano a cargo de alguno de sus numerosos amigos organistas. ¡Una verdadera delicia!
Claro que, como dice el proverbio, “lo que natura non dat, Salamanca non praestat”. Pero el método del padre Sopeña tampoco es tan difícil de aplicar. Es una cuestión de reciclaje. En todo caso, las jerarquías diocesanas no pueden eludir el tema de las homilías. Tal como las hacen la inmensa mayoría los celebrantes, ¿atraen o ahuyentan al personal? Ese es el punto de partida. De todos modos, la regeneración de las parroquias no termina con un aprovechamiento más eficaz de las misas de “precepto”. Hablaremos de ello.
La parroquia, con su iglesia, no puede ser un simple dispensario de sacramentos generalmente cerrado, salvo en horario de misas, y confesionario vacío. Acaso como principal servicio parroquial, el teléfono móvil del párroco para quienes lo quieran requerir, que por desgracia no son muchos.
No creo que al objeto de reanimar a las parroquias hagan falta grandes planes sobre el papel elaborados por súper expertos en pastoral de altos vuelos. Tan altos que no hay forma de hacerlos aterrizar. Bastarían, me parece a mí, ciertas acciones a ras del suelo, que atraigan e involucren a la fiel infantería, convertida en fuerza de choque de la nueva evangelización.
Inicialmente habría que empezar, tal vez, por algo tan elemental como hacer atractivas las misas, siquiera en los días de precepto. No supuestamente divertidas o folklóricas. Nada de “misas de arte y ensayo”, como las llamaba monseñor Antonio Montero, arzobispo que fue de Mérida-Badajoz. La misa no es un espectáculo ni un concurso de canto a ver quién desafina más. Pero tampoco puede ser una salmodia plana y monocorde, amodorrante.
Una misa atractiva empieza por unas lecturas bien dichas. Sin embargo, con demasiada frecuencia, se leen mal, tan mal que en la mayoría de los casos no se entiende lo que se lee, arruinando la finalidad de la liturgia de la palabra.
Personalmente me di cuenta de la importancia de unas lecturas bien hechas asistiendo a misa, mi mujer y yo, en Estados Unidos, a donde hicimos numerosos viajes. No sé inglés, mi reina tampoco sabía; ambos apenas lo imprescindible para decir precisamente eso, que no hablábamos inglés, “only spanish”, pero sin entender el texto daba gusto escuchar la entonación, el énfasis, la “música” con que suelen hacer allí las lecturas, las preces, la proclamación del Evangelio.
En España se lee mal, muy mal, y se habla peor. Empezando por políticos y algún que otro obispo y hasta cardenal. ¿Recuerdan ustedes a don Manuel Fraga, que se tragaba la mitad de las palabras de lo que pretendía expresar? El buen decir no se enseña en ningún nivel educativo. Basta escuchar las emisoras de radio o televisión para percatarse de ello. ¡Dios santo, qué dicción más torpe de la mayoría de los parlantes! ¡Qué pobreza de vocabulario! También los hay –debemos ser justos- que se recrean en la suerte y lo hacen estupendamente: Elsa González de la COPE, Carlos Herrera de Onda Cero, Matías Prats de Antena 3, pero no muchos más.
Leer bien, con sosiego y buena dicción, no es ningún don de personas privilegiadas, sino una cuestión técnica, y como toda técnica, en este caso sencilla, susceptible de fácil aprendizaje. ¿Pueden las diócesis poner en marcha cursillos de lectura al alcance de las parroquias? Serían de gran utilidad y eficacia didáctica, o sea, catequética. Hablo por experiencia.
Y llegamos a la homilía, a las homilías, ¡ay las homilías! Qué puedo decir de ellas que no se sepa. Si las lecturas mal hechas amodorran, las malas homilías duermen a las ovejas.
El sacerdote, periodista y escritor José Luis Martín Descalzo, llenaba hasta la bandera, como se dice en términos taurinos, la iglesia donde solía celebrar los domingos a media mañana, en una parroquia de nueva planta sita en la calle Fermín Caballero o Sanjenjo de Madrid, de cuyo nombre no me acuerdo aunque quiera. Acudían muchos colegas residentes en la próxima Ciudad de los Periodistas, sólo para oírle predicar.
El también sacerdote y erudito Federico Sopeña, que llegó a ser director del Museo del Prado, hacía asimismo unas homilías deliciosas en el monasterio de la Encarnación, junto al Senado, los domingos a las doce. Eran muy breves. Seguramente tenía en cuenta aquello de que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”. De modo que en lugar de machacar a los feligreses con una repetición embarullada de todas las lecturas del día, se fijaba sólo en la almendra del Evangelio. Una exposición lacónica pero profunda y eficaz. Sus palabras calaban hondo. Luego, al terminar la misa solía obsequiar a los asistentes con un pequeño concierto de órgano a cargo de alguno de sus numerosos amigos organistas. ¡Una verdadera delicia!
Claro que, como dice el proverbio, “lo que natura non dat, Salamanca non praestat”. Pero el método del padre Sopeña tampoco es tan difícil de aplicar. Es una cuestión de reciclaje. En todo caso, las jerarquías diocesanas no pueden eludir el tema de las homilías. Tal como las hacen la inmensa mayoría los celebrantes, ¿atraen o ahuyentan al personal? Ese es el punto de partida. De todos modos, la regeneración de las parroquias no termina con un aprovechamiento más eficaz de las misas de “precepto”. Hablaremos de ello.
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