En los umbrales de Semana Santa
Dentro de unos días, con la conmemoración de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, sobre una borriquilla y aclamado por el pueblo sencillo, comienza la Semana Santa, que año tras año llena de un hálito diferente la vida de nuestros pueblos, particularmente algunos de ellos, y los envuelve en una esfera distinta, sagrada. Semana, por excelencia, Santa. Sólo desde la fe cristiana se entiende la Semana Santa. Asombra y sobrecoge adentrase en la espesura del Misterio que estos días celebramos: es el misterio de Dios y del hombre, de la vida y de la muerte, del mal y de la gracia, del odio y del perdón. Toda la historia, todo su sentido, todo el drama del hombre y de la humanidad entera se concentra y esclarece ahí, en lo que celebramos estos días. Estremece contemplar en silencio, a corazón abierto, sin prejuicios, con corazón sincero, los acontecimientos que esta semana evocamos: Jesucristo, el Hijo de Dios, que se rebaja hasta el extremo, por nosotros, que carga sobre sí todos nuestros males y pecados , sufrimientos y heridas, por nosotros; que se despoja de todo, lo da y se da todo, por nosotros; ahí está el abismo de un Amor sin límite ni medida, desbordante – Dios mismo que es Amor–, que nos rescata de los poderes infernales de la muerte, nos redime de la culpa, nos salva y plenifica con la paradoja de la cruz y la sabiduría más grande, la de la Verdad y del Amor, que en ella se contiene. Todo
por nosotros, que somos tan poca cosa, pero que, sin embargo, valemos tanto ante los ojos divinos de misericordia, que nos abrazan. Es necesario recuperar toda la verdad de la Semana Santa, el Misterio de la Pascua: aquí nos penetra e invade el amor infinito y la misericordia incontenible y sin límite, entrañable, del Padre que tanto nos ha amado que nos ha entregado a su propio Hijo, quien se ha despojado de su rango y se ha rebajado hasta la muerte y una muerte tan ignominiosa como la de la Cruz, por nosotros y por nuestra salvación. ¡Qué torrente de gracia, de consuelo y esperanza! Todo ha quedado inundado y anegado por el Amor que es Dios, palpable y visible en el Misterio de la Pascua. ¿Quién podrá apartamos de este amor de Dios, al que nada ni nadie escapa? Esto es lo verdaderamente importante, lo más real, lo más decisivo para la humanidad entera, que se hace vivo, presente y patente en las celebraciones litúrgicas en los días santos de la Semana Santa, y que se plasman en las tan expresivas muestras de las obras del arte, de la literatura o de la música, y en las manifestaciones tan elocuentes de la religiosidad popular. Liturgia y culto popular nos introducen e insertan de veras en el misterio mismo de Cristo. Es el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, es el misterio de la pasión de Dios, del Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos. Son, junto con la encamación y nacimiento de Jesús, los misterios centrales de nuestra fe cristiana y de toda la historia de los hombres. Lo que acaeció en Jerusalén en tiempo de Anás y Caifás, de Herodes y Pilatos, en la persona de Jesús, el Nazareno –su aclamación por las gentes sencillas, los niños y los jóvenes con ramos de olivo o palmas en sus manos a su llegada a la Ciudad Santa sobre los lomos de un pollino, o su cena pascual con los discípulos, su oración en el Huerto de los Olivos, su traición, prendimiento, pasión, condena, crucifixión, muerte y sepultura, su resurrección- todos estos hechos, han roto de manera definitiva y para siempre el dominio del mal y de la muerte sobre los hombres, han aniquilado los temores y las angustias del mundo entero y nos ha traído la salvación a todos, sin que nadie se siente excluido de la inmensidad de este amor tan misericordioso y casi inenarrable; todos estos hechos han trasladado a la humanidad entera, sufriente, dolorida, desterrada y esclava del mal y de la muerte, al reino de la vida, de la esperanza, al reino de la gloria, y la ha hecho entrar en la patria verdadera, en los nuevos cielos y en la nueva tierra donde el Señor habita, el amor y la justicia moran.
Esto es la Semana Santa: Semana de la Pasión de Cristo, Semana de la Pasión de Dios, Semana de su victoria, la victoria de su desbordante amor sobre el pecado y la muerte, sobre el enemigo que nos odia y atenaza, la victoria de Quien es la vida y quiere la vida para el hombre que Él ama. ¡Qué capacidad tan gigantesca tenemos los hombres para acostumbrarnos a las realidades más tremendas! ¡Con qué facilidad, como si nada sucediera pasamos ante estos hechos y esta memoria, esta fe, que los evoca! Bastaría que nos parásemos un poco y nos detuviésemos a pensar en lo que esto significa para que nos diésemos cuenta de lo que tiene de inaudito. Basta que consideremos el significado de la cruz como instrumento de ajusticiamiento de un condenado, de uno que es estimado como malhechor y bandido, y nos percatemos, al mismo tiempo, de Quién es el que está clavado en la Cruz para que se nos muestre este hecho como algo sobrecogedor, que mueve a derramar lágrimas copiosas de compunción y dolor. Ahí se nos ha revelado Dios. Ahí ha brillado de manera definitiva la inmensidad de su gloria. ¿Cómo es posible esto: que se revele la gloria de Dios, la gloria que le corresponde como Hijo, el cielo mismo, en alguien que muere condenado por las autoridades de su pueblo, y como abandonado de Aquel en quien ha puesto enteramente e indefectiblemente toda, absolutamente toda, su confianza? Y todavía más. ¿Cómo creer que ahí, en ese lugar tan ignominioso como ningún otro, y en Este que cuelga del madero, se dé la salvación al mundo entero? Ahí, precisamente, es donde vemos a Dios, que tanto ha amado al mundo que le ha entregado a su Hijo Unigénito, y se ha identificado tanto, tanto con el hombre caído, que ha asumido, como suyo, todo su sufrimiento y desamparo. Dios se ha entregado todo, hasta el vacío mismo de la nada que es la muerte. Ha bajado hasta lo último, hasta el lugar de los muertos, hasta los mismos infiernos de los poderes de la muerte. Y su amor lo ha llenado todo. Y nos ha arrancado de esos poderes, nos ha redimido de ellos. Sus heridas nos han curado.
© La Razón
por nosotros, que somos tan poca cosa, pero que, sin embargo, valemos tanto ante los ojos divinos de misericordia, que nos abrazan. Es necesario recuperar toda la verdad de la Semana Santa, el Misterio de la Pascua: aquí nos penetra e invade el amor infinito y la misericordia incontenible y sin límite, entrañable, del Padre que tanto nos ha amado que nos ha entregado a su propio Hijo, quien se ha despojado de su rango y se ha rebajado hasta la muerte y una muerte tan ignominiosa como la de la Cruz, por nosotros y por nuestra salvación. ¡Qué torrente de gracia, de consuelo y esperanza! Todo ha quedado inundado y anegado por el Amor que es Dios, palpable y visible en el Misterio de la Pascua. ¿Quién podrá apartamos de este amor de Dios, al que nada ni nadie escapa? Esto es lo verdaderamente importante, lo más real, lo más decisivo para la humanidad entera, que se hace vivo, presente y patente en las celebraciones litúrgicas en los días santos de la Semana Santa, y que se plasman en las tan expresivas muestras de las obras del arte, de la literatura o de la música, y en las manifestaciones tan elocuentes de la religiosidad popular. Liturgia y culto popular nos introducen e insertan de veras en el misterio mismo de Cristo. Es el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, es el misterio de la pasión de Dios, del Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos. Son, junto con la encamación y nacimiento de Jesús, los misterios centrales de nuestra fe cristiana y de toda la historia de los hombres. Lo que acaeció en Jerusalén en tiempo de Anás y Caifás, de Herodes y Pilatos, en la persona de Jesús, el Nazareno –su aclamación por las gentes sencillas, los niños y los jóvenes con ramos de olivo o palmas en sus manos a su llegada a la Ciudad Santa sobre los lomos de un pollino, o su cena pascual con los discípulos, su oración en el Huerto de los Olivos, su traición, prendimiento, pasión, condena, crucifixión, muerte y sepultura, su resurrección- todos estos hechos, han roto de manera definitiva y para siempre el dominio del mal y de la muerte sobre los hombres, han aniquilado los temores y las angustias del mundo entero y nos ha traído la salvación a todos, sin que nadie se siente excluido de la inmensidad de este amor tan misericordioso y casi inenarrable; todos estos hechos han trasladado a la humanidad entera, sufriente, dolorida, desterrada y esclava del mal y de la muerte, al reino de la vida, de la esperanza, al reino de la gloria, y la ha hecho entrar en la patria verdadera, en los nuevos cielos y en la nueva tierra donde el Señor habita, el amor y la justicia moran.
Esto es la Semana Santa: Semana de la Pasión de Cristo, Semana de la Pasión de Dios, Semana de su victoria, la victoria de su desbordante amor sobre el pecado y la muerte, sobre el enemigo que nos odia y atenaza, la victoria de Quien es la vida y quiere la vida para el hombre que Él ama. ¡Qué capacidad tan gigantesca tenemos los hombres para acostumbrarnos a las realidades más tremendas! ¡Con qué facilidad, como si nada sucediera pasamos ante estos hechos y esta memoria, esta fe, que los evoca! Bastaría que nos parásemos un poco y nos detuviésemos a pensar en lo que esto significa para que nos diésemos cuenta de lo que tiene de inaudito. Basta que consideremos el significado de la cruz como instrumento de ajusticiamiento de un condenado, de uno que es estimado como malhechor y bandido, y nos percatemos, al mismo tiempo, de Quién es el que está clavado en la Cruz para que se nos muestre este hecho como algo sobrecogedor, que mueve a derramar lágrimas copiosas de compunción y dolor. Ahí se nos ha revelado Dios. Ahí ha brillado de manera definitiva la inmensidad de su gloria. ¿Cómo es posible esto: que se revele la gloria de Dios, la gloria que le corresponde como Hijo, el cielo mismo, en alguien que muere condenado por las autoridades de su pueblo, y como abandonado de Aquel en quien ha puesto enteramente e indefectiblemente toda, absolutamente toda, su confianza? Y todavía más. ¿Cómo creer que ahí, en ese lugar tan ignominioso como ningún otro, y en Este que cuelga del madero, se dé la salvación al mundo entero? Ahí, precisamente, es donde vemos a Dios, que tanto ha amado al mundo que le ha entregado a su Hijo Unigénito, y se ha identificado tanto, tanto con el hombre caído, que ha asumido, como suyo, todo su sufrimiento y desamparo. Dios se ha entregado todo, hasta el vacío mismo de la nada que es la muerte. Ha bajado hasta lo último, hasta el lugar de los muertos, hasta los mismos infiernos de los poderes de la muerte. Y su amor lo ha llenado todo. Y nos ha arrancado de esos poderes, nos ha redimido de ellos. Sus heridas nos han curado.
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