El cardenal Carles y su preocupación por el laicismo
En el curso de esta conversación nos confesó que su gran preocupación era el laicismo que invadía Barcelona. Tenía parroquias, antaño florecientes, que en aquel momento apenas asistían a la misa dominical un tres por ciento de su población.
Tuve amistad por razón de paisanaje y otras de carácter más personal o familiar, con el recién fallecido cardenal don Ricardo María Carles, arzobispo emérito de Barcelona. En cierta ocasión fui a visitarle acompañando a un empresario afecto al Opus que quería exponerle un importante proyecto periodístico que llevaba entre manos y que finalmente no llegó a ramos de bendecir. Don Ricardo nos recibió en su despacho con la amabilidad que le era propia y hablamos, de manera distendida, no sólo del tema objeto de la visita, sino de otras cuestiones. En el curso de esta conversación nos confesó que su gran preocupación era el laicismo que invadía Barcelona. Tenía parroquias, antaño florecientes, que en aquel momento apenas asistían a la misa dominical un tres por ciento de su población.
Temo que desde entonces, mediados de los años noventa, la situación cristiana no ha hecho más que empeorar, porque hoy Barcelona, y muchas partes de Cataluña, son un desierto religioso, tierra baldía en la que crecen, sobre todo, espinos y aliagas secularistas. Cierto que el laicismo expansivo no es un fenómeno sociológico exclusivo del ámbito catalán, sino que desde finales de los años sesenta de este último siglo, está haciendo estragos en la vieja y decrépita Europa, pero en Cataluña se manifiesta de una manera especialmente aguda por circunstancias locales que agravan la situación y en las que tuvo y tiene una gran responsabilidad la Iglesia católica de la región.
Esta Iglesia, históricamente tradicional, estuvo siempre muy ligada a los movimientos identitarios surgidos a partir del romanticismo medievalista que propició en el Principado la llamada Renaixença cultural en la segunda mitad del siglo XIX. El nacimiento de la Renaixença coincidió con el poderoso despegue industrial principalmente barcelonés, que atrajo una oleada de emigrantes castellano parlantes para atender las necesidades de mano de obra de las nuevas industrias. Estos emigrantes procedían principalmente de Aragón, zonas montañosas de Castellón, en parte también de habla castellana, y los primeros murcianos. Tales inmigrantes no eran generalmente increyentes, el contrario. Originarios de ámbitos rurales, llevaban consigo las costumbres y tradiciones religiosas de sus lugares de origen, pero al llegar a Cataluña no encontraron la comprensión necesaria para ser admitidos no sólo como fuerza de trabajo, sino como personas con sus hábitos peculiares. Desarraigados socialmente, no se vieron acogidos ni en las instituciones eclesiásticas ni en las civiles. Conozco bien el fenómeno, porque toda mi numerosa familia, tanto paterna como materna, emigraron, en una u otra época, desde el río Mijares a Cataluña, y allí, con el paso del tiempo, echaron raíces.
Las clases dirigentes catalanas que se aprovechaban de esa mano de obra, trataron de evitar, sin embargo, igual que la Iglesia, que los nuevos residentes alteraran la cultura local y así mantener las distancias sociales, acentuando el catalanismo identitario, que de hecho marginaba a los inmigrantes, relegándolos a la condición de ciudadanos de segunda. Ello tuvo efectos muy negativos, sobre todo en el aspecto religioso. Los nuevos catalanes de residencia, viéndose marginados crearon sus propios anticuerpos defensivos, como fue, primero, el lerruxismo, de un radicalismo laicista exaltado, y luego el anarco-sindicalismo violento y rabiosamente anticlerical, dirigido mayormente por líderes foráneos. La Iglesia supeditó su pastoral a los sueños independentistas, con lo cual no se ganó a los que venían de fuera, y ahora ha perdido a la inmensa mayoría de los de dentro.
La Gazeta de Vich denunciaba el 21 de abril de 1934: “Hasta 1931 la oración de los catalanes a sant Jordi era para que nos librara de los enemigos exteriores. Hoy que en Cataluña del mismo campo de antiguos amigos han salido enemigos, nuestra plegaria será para que nos libre de nuestros enemigos interiores... ya que la libertad de Cataluña no puede ir acompañada por un encadenamiento de la religiosidad del pueblo catalán”. “Ya era demasiado tarde, el catalanismo conservador había parido y alimentado al catalanismo de izquierdas, pero éste ahora tenía mucha hambre y empezaría a devorar a su progenitor”. (Del libro Cataluña Hispana, de Javier Barraycoa, pág. 93, editado recientemente por “LibrosLibres”, de lectura obligada si se quiere entender el enorme embrollo catalán).
Temo que desde entonces, mediados de los años noventa, la situación cristiana no ha hecho más que empeorar, porque hoy Barcelona, y muchas partes de Cataluña, son un desierto religioso, tierra baldía en la que crecen, sobre todo, espinos y aliagas secularistas. Cierto que el laicismo expansivo no es un fenómeno sociológico exclusivo del ámbito catalán, sino que desde finales de los años sesenta de este último siglo, está haciendo estragos en la vieja y decrépita Europa, pero en Cataluña se manifiesta de una manera especialmente aguda por circunstancias locales que agravan la situación y en las que tuvo y tiene una gran responsabilidad la Iglesia católica de la región.
Esta Iglesia, históricamente tradicional, estuvo siempre muy ligada a los movimientos identitarios surgidos a partir del romanticismo medievalista que propició en el Principado la llamada Renaixença cultural en la segunda mitad del siglo XIX. El nacimiento de la Renaixença coincidió con el poderoso despegue industrial principalmente barcelonés, que atrajo una oleada de emigrantes castellano parlantes para atender las necesidades de mano de obra de las nuevas industrias. Estos emigrantes procedían principalmente de Aragón, zonas montañosas de Castellón, en parte también de habla castellana, y los primeros murcianos. Tales inmigrantes no eran generalmente increyentes, el contrario. Originarios de ámbitos rurales, llevaban consigo las costumbres y tradiciones religiosas de sus lugares de origen, pero al llegar a Cataluña no encontraron la comprensión necesaria para ser admitidos no sólo como fuerza de trabajo, sino como personas con sus hábitos peculiares. Desarraigados socialmente, no se vieron acogidos ni en las instituciones eclesiásticas ni en las civiles. Conozco bien el fenómeno, porque toda mi numerosa familia, tanto paterna como materna, emigraron, en una u otra época, desde el río Mijares a Cataluña, y allí, con el paso del tiempo, echaron raíces.
Las clases dirigentes catalanas que se aprovechaban de esa mano de obra, trataron de evitar, sin embargo, igual que la Iglesia, que los nuevos residentes alteraran la cultura local y así mantener las distancias sociales, acentuando el catalanismo identitario, que de hecho marginaba a los inmigrantes, relegándolos a la condición de ciudadanos de segunda. Ello tuvo efectos muy negativos, sobre todo en el aspecto religioso. Los nuevos catalanes de residencia, viéndose marginados crearon sus propios anticuerpos defensivos, como fue, primero, el lerruxismo, de un radicalismo laicista exaltado, y luego el anarco-sindicalismo violento y rabiosamente anticlerical, dirigido mayormente por líderes foráneos. La Iglesia supeditó su pastoral a los sueños independentistas, con lo cual no se ganó a los que venían de fuera, y ahora ha perdido a la inmensa mayoría de los de dentro.
La Gazeta de Vich denunciaba el 21 de abril de 1934: “Hasta 1931 la oración de los catalanes a sant Jordi era para que nos librara de los enemigos exteriores. Hoy que en Cataluña del mismo campo de antiguos amigos han salido enemigos, nuestra plegaria será para que nos libre de nuestros enemigos interiores... ya que la libertad de Cataluña no puede ir acompañada por un encadenamiento de la religiosidad del pueblo catalán”. “Ya era demasiado tarde, el catalanismo conservador había parido y alimentado al catalanismo de izquierdas, pero éste ahora tenía mucha hambre y empezaría a devorar a su progenitor”. (Del libro Cataluña Hispana, de Javier Barraycoa, pág. 93, editado recientemente por “LibrosLibres”, de lectura obligada si se quiere entender el enorme embrollo catalán).
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