Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Las raíces arcaicas de la locura etarra


por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

Para entender, los que somos ajenos al mundo etarra, su inclinación a la violencia, hay que remontarse a muy atrás, como poco, a las primeras guerras carlistas, y aún más atrás, a los “apostólicos” de la época de Fernando VII. Desde las cortes de Cádiz se formaron dos bandos antagónicos: el de los partidarios de la Constitución del año doce, mal llamados liberales porque el liberalismo no apareció en la escena política hasta veinticinco años después, encabezados por los mandiles, y los partidarios del Antiguo Régimen, es decir, la monarquía de carácter absoluto, orientados por el clero, que veía horrorizado el vendaval laicista que venía de la Revolución francesa. Además el enfrentamiento se agravó a causa de la disputa por el trono entre Carlos, el hermano del rey, y la niña Isabel hija de Fernando. Bueno, esta es la historia de todos sabida, germen de lo que vendría después, y que, en el fondo, estamos todavía sufriendo.

Como se recordará, el lema de aquellos carlistas era “Dios, Patria y Rey”. O sea, que su propósito no era solamente entronizar a su Pretendiente, sino imponer a España, a toda España, la idea que tenían de la sociedad y su organización política. Sin embargo, sus repetidas derrotas provocaron una profunda frustración entre sus partidarios, tanto más cuanto mayor había sido su implicación en aquellas guerras. Fue el caso de las Provincias Vascongadas, Navarra, Cataluña y Valencia principalmente.

Este estado social de rabia mal contenida por sus reiterados fracasos bélicos y políticos, propició la aparición de un mesías, el jesuítico Sabino Arana, que predicaba la redención, pero no de España, ni siquiera de toda Vasconia, sino de los bizcaitarras. Ya que “esos españoles” habían renegado de la fe de sus antepasados, abrazando el nefasto liberalismo, lo mejor que podían hacer los vizcaínos era separarse de España, propuesta que prendió seguidamente en Guipúzcoa y con más dificultad en Álava. “Antiliberal y antiespañol es lo que todo vizcaíno debe ser”, tronaba el padre del separatismo vasco. No me entretengo ahora, porque no me cabe aquí, en el imaginario, a veces disparatado, que se creó a la sazón en torno a los orígenes ancestrales de la raza y la lengua vascas, raza que consideraban muy superior a la degenerada raza española. Aunque sí digo, no obstante, que de aquellos polvos vinieron los lodos nacionalistas-separatistas, que en eso está todavía el PNV.

Pero los cachorros nacionalistas no se contentaron con seguir los pasos de sus mayores, sino que arrastrados por el huracán revolucionario del sesenta y ocho y las ideas “emancipadoras” de los movimientos de liberación nacional que fomentaban los soviéticos en todas partes desde el final de la segunda guerra mundial, emprendieron la lucha violenta marxista-lininista al modo de Castro, el Che Gevara, Mao, Ho-Chi-Min, Pol-Pot, etc. Pretendían crear, no sólo una “república vasca independiente”, sino una nueva Albania a lo Hoxha en la espalda de Europa.

Esto sucedía en el momento en que muchos sectores clericales (de donde procedían los primeros etarras), empezando por la cúpula jesuita, creyeron que el futuro próximo sería comunista, según pregonaban las terminales mediáticas moscovitas en Occidente. En ese contexto crédulo y manipulado, aparecieron los movimientos Pax de fraternización cristiano-marxista, la teología de la liberación en Iberoamérica, y hasta el Vaticano, con Pablo VI, tragó el anzuelo (los Papas también pueden equivocarse cuando descienden a la arena temporal). En tales circunstancias, el cardenal Casaroli, Secretario de Estado, peregrinó de un lado para otro propiciando la apertura a los regímenes comunistas, en perjuicio de las llamadas “Iglesias perseguidas” víctimas de los mismos a los que desde Roma se tendía la mano, que se vieron arrinconadas. El giro más patético lo protagonizaron los jesuitas en tiempos del padre Arrupe, que prepararon el advenimiento del comunismo, liquidando muchas de sus obras de apostolado más significativas, como –en España- las congregaciones marianas, los Luises obreros, la Vanguardia Obrera y sus hogares del Trabajo, etc.

Los pioneros etarras entraron de lleno en esta especie de epidemia enloquecida que afectó a grandes sectores de la Iglesia, optando por el camino más extremoso de todos los posibles, el de la violencia más sanguinaria. Pero también en esta opción se inclinaron por un camino que pronto se manifestó no sólo temerario y cruel, sino arcaico y fuera ya de la corriente de la Historia. Fue necesario que llegase un papa, Juan Pablo II, víctima del totalitarismo comunista, coincidente en el tiempo con un presidente USA, Ronal Reagan, firme en sus convicciones y muy bien informado de lo que pasaba en la ya oxidada trastienda soviética, y la ”dama de hierro” inglesa, Margaret Thatcher, para que todo el tinglado comunista se viniera abajo.

Terminó siendo evidente que los etarras, como sus ancestros de distintas épocas, habían elegido una vez más el atajo no sólo truculento, sanguinario y equivocado, sino anticuado, arcaico, a la postre fuera de tiempo y lugar, además de ineficaz a poco que el Estado español hiciese como Reagan. Esta componenda de ahora con la sentencia del pintoresco Tribunal de Estrasburgo, la suelta masiva de presos con numerosos delitos de sangre y los grandes desfiles con su flamear de banderas aranistas de las tres en raya, no es más que una forma de enmascarar su rotundo fracaso ideológico e histórico, sólo que en ese fracaso han dejado tras de sí un reguero de terror y muerte. Que Dios –del que renegaron al elegir la vía marxista-leninista- les perdone, porque humanamente resulta muy duro tener que perdonarles.
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