Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

¡Necesitamos la paz!


Ante una paz amenazada y rota, en una situación difícil para la paz como la que atravesamos, no podemos cruzarnos de brazos, o permanecer atenazados por el temor o la incertidumbre, o por la sola crítica a quienes la amenazan o la rompen. Necesitamos intervenir. Todos

por Cardenal Antonio Cañizares

Opinión

La paz está amenazada, muy amenazada. La paz está rota en Siria y en otros muchos lugares de la tierra. Guerras, confl ictos, violencia, terrorismo... continúan cosechando víctimas inocentes y generando divisiones y heridas que no se cierran. La paz parece, a veces, una meta verdaderamente inalcanzable. Con el panorama de fondo que tenemos en estos últimos tiempos, ¿cabe esperar la paz? ¡Sí, cabe esperar que venga la paz! ¡Podemos y debemos esperar una verdadera paz en el mundo; habrá un futuro de paz en la tierra! ¡La paz es posible! No se trata de un eslogan, sino de una certeza, porque la paz ha llegado ya en Aquél que trae la paz, que anuncia gozosamente la paz, que ha vencido el odio, que proclama bienaventurados a quienes trabajan por la paz. Ante una paz amenazada y rota, en una situación difícil para la paz como la que atravesamos, no podemos cruzarnos de brazos, o permanecer atenazados por el temor o la incertidumbre, o por la sola crítica a quienes la amenazan o la rompen. Necesitamos intervenir. Todos.

El Santo Padre no cesa de llamar a la paz, sobre todo en Siria, sobre todo desde su vibrante y angustioso llamamiento a la paz durante la oración del Angelus del domingo primero de este mes de septiembre, prolongado en todas sus intervenciones posteriores y hasta en el mismo semblante de preocupación que se adivina en su rostro. En este llamamiento no cesa de recordarnos que una de las intervenciones, sin duda una de las más poderosas, es la oración. La oración entraña un enorme poder espiritual, sobre todo cuando va acompañada del ayuno, del sacrificio y del sufrimiento. Por eso convocó a toda la Iglesia, al resto de las confesiones cristianas, a las otras religiones e incluso a los no creyentes, a una jornada de ayuno y de oración el pasado sábado. ¡Qué impresionante la plaza de San Pedro, en Roma, el sábado por la tardenoche!, llena de gente orando con el Papa, a quien, simultáneamente, se le acompañaba en la misma plegaria en todos los rincones de la tierra: el mundo de rodillas implorando la paz, de Quien viene y vendrá, con toda certeza, la paz.

Pero aquello del pasado sábado no fue un acto de unas horas que pasa. Esa plegaria y aquel ayuno continúan. Todos quedamos emplazados para unirnos al Papa, desde nuestro sitio, para seguir orando y suplicando a Dios por la paz, con ayuno y sacrificio, unidos a tanto sacrificio de cuantos sufren lo inimaginable por la falta de paz, por la guerra fratricida –amasada de intereses bastardos–. La oración, resistente como el acero cuando

se templa bien al fuego del sacrificio y del perdón, hecha con fe y absoluta confianza y con todo el corazón, es la sola arma eficaz para penetrar hasta el corazón, que es donde nacen los sentimientos y las pasiones de los hombres, arma eficaz para acabar con la guerra, para que se implante la paz y se destierre de manera definitiva la violencia, el odio, la injusticia.

Para alcanzar la paz, además, educar para la paz. Esto es más urgente que nunca, porque los hombres, ante las tragedias violentas y destructoras que siguen afligiendo la humanidad, están tentados de abandonarse a la resignación y al fatalismo, como si la paz fuera un ideal inalcanzable. Hay que seguir apostando por una evidencia: ¡la paz es posible; más aún, la paz es necesaria! Necesitamos la paz que exige dominar el afán de todo hombre de sobresalir y de vencer, la intolerancia frente a los que piensan de manera diferente, o la tendencia a la exclusión. Necesitamos la paz que es fruto del cumplimiento de las bienaventuranzas, de la extinción de la causa de la violencia y de la ambición desmesurada del poder, de las riquezas, del interés propio y del egoísmo. Necesitamos la paz que antepone a otras cosas la mansedumbre, que ofrece a los demás el poder y la supremacía –que no el «vasallaje» ni la rendición a la injusticia ni a la iniquidad–, y que exige hacer gestos valientes de desarme, de diálogo auténtico, de afabilidad firme. La paz exige humildad –también social– para aceptar cualquier iniciativa que venga a solucionar o a perfeccionar la vida social. La paz se ha de construir sobre los cuatro pilares o bases señaladas por Juan XXIII, la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Se impone pues un deber a todos los amantes de la paz, a los constructores de la paz: educar a toda la población en estos ideales, para preparar una era mejor para toda la humanidad. Educar en la legalidad y observancia del derecho, porque el derecho favorece la paz –«si quieres la paz, trabaja por la justicia», trabaja por el derecho, reza un viejo adagio–, educar en el respeto al orden jurídico y ético: así la fuerza material de las armas será reemplazada con la fuerza moral del derecho y de la moral. El derecho internacional está llamado cada vez más a ser exclusivamente un derecho de la paz, concebida en función de la justicia y de la solidaridad. Y, en este contexto, la moral debe fecundar el derecho; ella puede ejercer también la anticipación del derecho, en la medida en que indica la dirección de lo que es justo y bueno. Pero no se llegará al final del camino si la justicia no se integra con el amor. Por sí sola la justicia no basta. Más aún puede llegar a negarse a sí misma, si no se abre a la fuerza más profunda del amor. Y aquí tocamos la clave principal para la convivencia y la paz. Me decía hace un par de meses escasos un político muy conocido y de relieve internacional, un gran estadista de un país que sabe tanto históricamente de sufrimientos y de violencia: «Sin Dios no habrá convivencia entre los hombres y los pueblos; sin Dios no es posible la paz»: No lo olvidemos, Dios es, Dios es Amor. ¡Necesitamos la paz. Necesitamos a Dios. Sin Dios no será posible la paz, que es don suyo y reclama el amor!

© La Razón
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