El amor incondicional de Dios
Leo con pesar en el artículo de opinión La creencia popular que vacía las iglesias de William Kilpatrick publicado el pasado 7 de marzo: “Aunque el amor de Dios es inmenso, no es incondicional. En el Antiguo Testamento encontramos que Dios estableció mandamientos que debemos seguir. Y en el Nuevo Testamento vemos que Jesús dice a sus discípulos: ‘Si me amáis, guardaréis mis mandamientos´ (Jn 14, 15)”.
En el artículo encuentro ideas que comparto, otras que no, y algunas sobre las que no puedo pronunciarme. Hasta ahí, normal. Pero en el momento en que aparece la afirmación de que el amor de Dios no es incondicional, no puedo evitar sentir un profundo dolor. No es la mejor forma de empezar el día.
Lo del dolor puede parecer una exageración, pero no lo es. He visto tantas vidas, comenzando por la mía, reconstruidas por el anuncio del kerigma, que no puedo callar, no puedo frenar este impulso de gritar que Dios ama a todos los hombres de forma gratuita e incondicional. ¿Qué condición me ha puesto Jesucristo para subir por mí (en mi lugar) a la cruz? Ninguna. ¿Qué merito? Ninguno. ¿Qué buena noticia tenemos que transmitir los cristianos si no es que Dios ama al pecador hasta el extremo, que no puede dejar de amarle? Sabemos que no puede dejar de hacerlo porque nosotros, los cristianos, somos (no éramos) pecadores y no nos deja de amar.
Si el amor de Dios no fuera incondicional, todos estaríamos perdidos. ¿Acaso podríamos reconocerlo como Padre, sabiendo que podemos perder su amor? ¿Acaso el sentimiento humano de temor a Dios no impediría recibir la gracia del temor de Dios? Precisamente porque nuestra naturaleza está herida por el pecado original y no somos “buenas personas” -tesis que sí sostiene Kilpatrick-, los cristianos sabemos que somos capaces de lo peor y que no somos mejores que nadie. De ahí el no juzgar al otro y remitir la justicia a Dios.
A mis nueve hijos sólo les he transmitido una cosa: que tengo la experiencia y la certeza de que Dios me ama como soy. Y cómo soy ya lo ven ellos, por mucho que intente disimularlo: pecador. Y que no hay nada que pueda hacer para que Dios deje de amarme. Ni siquiera cometiendo el único pecado para el que no hay perdón, el pecado contra el Espíritu Santo, rechazar la salvación. Incluso en ese pecado no dejará de amarme, aunque yo en mi libertad me condene. No soy teólogo, pero no tengo miedo a desviarme de lo que enseña la Iglesia, mi Madre. Esto es lo que he recibido, y no otra cosa, desde que el Señor me concedió volver a ella.
Recurro a la conocida cita del Papa Francisco: “Dios no se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón”. Conviene cuestionarse por qué nos cansamos de pedir perdón y a qué nos conduce. Mi respuesta personal es que es la soberbia la que tantas veces me lleva a intentar cumplir la Ley (no los mandamientos, sino el sermón de la montaña…) y así no tener necesidad de pedir perdón, que siempre requiere entrar en la humildad de reconocer el error y la incapacidad. En el mejor de los casos, esto acaba en una fatiga estéril… y en el confesionario. Pero otras veces, conduce a la antítesis del cristianismo: al engaño, la autojustificación, la concesión a uno mismo de un certificado de buena conducta, y la inevitable exigencia y juicio a los demás. Uno de los mayores enemigos del cristianismo es convertirlo en un moralismo, en el vano intento de vencer el pecado con nuestras propias fuerzas. Esto sí que vacía la Iglesia a chorros.
Comparto la preocupación de Kilpatrick por la “normalización” del pecado a través de la aceptación de ideas y comportamientos contrarios al magisterio de la Iglesia, y los cristianos estamos llamados a defender la verdad frente al relativismo que se nos impone; pero sin dejar de mostrar al mundo que el cristianismo es el acontecimiento del amor gratuito de Dios haciendo morada entre los hombres, entre todos los hombres dispuestos a acogerlo. Esto no es suavizar o dulcificar el Evangelio. Al revés: sólo desde la profunda experiencia existencial del amor incondicional de Dios es posible el fruto de la radicalidad evangélica y, por tanto, de la santidad.
Termino con dos citas de San Juan Pablo II: “Dios nos ama con un amor incondicional, incansable y eterno” (audiencia general del 28 de noviembre de 2001). “El efecto más consolador de su presencia en nosotros es precisamente la certeza de que este amor perenne e ilimitado, con el que Dios nos ha amado primero, no nos abandonará nunca: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? (...) Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 35. 38-39)" (audiencia general del 6 de octubre de 1999).
Pido perdón al autor si le he malinterpretado. Sea o no el caso, estoy seguro de que compartimos el interés de ayudar, en la medida de nuestras posibilidades, a transmitir la fe a los alejados y especialmente a los jóvenes, que tan necesitados están de encontrar lo que, sin saberlo, no dejan de buscar.