Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

¡Ay, esas homilías...!


Una cosa está clara: el escaso atractivo de no pocas homilías, no ayuda a retener al personal ni a llamar a los alejados. Tal vez por eso, o en parte por eso, cada vez somos menos y más viejos

por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

Cambio de iglesia según el programa que tenga cada domingo y aún los días de labor, y no encuentro, en la gran mayoría de ellas, un celebrante con algo de estilo que haga atractiva la homilía. Al final todo queda en un run-run repetitivo o insustancial de las lecturas de la misa del día. Ya las lecturas las hacen normalmente seglares con más voluntad que acierto, sin una buena dicción o una voz agradable que atraiga la atención de los asistentes. Es un problema, o más bien una grave deficiencia, muy extendida en la Iglesia española. Incluso el arzobispo de Madrid, cardenal Rouco, lee mal –y me duele decirlo porque soy oveja de su rebaño y le tengo en gran estima y respeto- sus pláticas o charlas que transmite todos los domingos en la cadena COPE. La voz, fosca, no le acompaña. Su dicción resulta, además, monocorde, apagada, sin las necesarias pausas, sin énfasis. Estoy seguro que nadie le enseñó técnicas de comunicación, ni él se preocupó de adquirirlas.

De esta manera, la liturgia de la palabra, tan importante y necesaria en una catequesis permanente de los fieles, se desperdicia, se desaprovecha. Cierto que no todos los ordenados tienen el don de la palabra, pero al menos podrían preparar con algún interés lo que corresponda decir. No sé, siquiera, si en los seminarios se enseña retórica, como se hacía antiguamente en el bachillerato argentino –de ahí el buen rollo de las gentes de aquel gran país gobernado por mangantes-, o dialéctica, como imparten en los institutos de enseñanza media estadounidenses, o, como se dice modernamente, técnicas de comunicación, de las que algo sé porque me preocupé de aprenderlas y luego explicarlas en ciertos medios políticos. De ahí también que, aún sin querer, repare en los fallos de los “comunicadores”, y si estoy en alguna reunión o en misa, note la reacción de los “escuchantes”. Por lo general, cuando la perorata resulta aburrida, los asistentes desconectan el chip y se aíslan en su mundo particular sin prestar ninguna atención al bla-bla que les llega del exterior.

A lo largo de mis años he conocido a más de un homilista excelente: el sacerdote-periodista José Luis Martín Descalzo; el carmelita también periodista, Eduardo Gil de Muro; el arzobispo Mons. Antonio Montero, asimismo periodista; el cura José Manuel de Córdoba, todos ellos entrañables amigos míos, y el padre Federico Sopeña, que entre otras importantes funciones fue, en algún período de su vida, director del Museo del Prado (cesado por Felipe González) y director del Real Conservatorio de Bellas Artes de San Fernando.

Martín Descalzo solía decir misa los domingos al mediodía en una parroquia nueva sita en la calle Sanjenjo de Madrid, por donde vivía, próxima a la Ciudad de los Periodistas. La iglesia se ponía de bote en bote, muchos de los asistentes iban sólo por oírle predicar. Gil de Muro dirigió durante años, con muy buena mano y una insuperable dicción riojana, el programa religioso que emitía Televisión Española, y además hacía crítica, precisamente homilítica, en ABC.

El padre Sopeña, vocación tardía, musicólogo, crítico de arte, doctor en Teología, de una vastísima cultura, oficiaba los domingos también a las doce, en el monasterio de la Encarnación, junto al Senado, en cuyo templo conservan la reliquia de la sangre de San Pantaleón. Hacía unas homilías muy breves, deteniéndose únicamente en la almendra de las lecturas, pero con tal claridad y profundidad, que uno salía de allí plenamente “convencido”. Además, al concluir la eucaristía, siempre ofrecía un pequeño concierto de órgano a cargo de alguno de los grandes organistas amigos suyos. Con estas referencias a nadie puede extrañar que en el templo se llenara hasta la bandera.

El oscense José Manuel de Córdoba, otra vocación tardía, alguna vez consiliario de la Acción Católica Rural, culo de mal asiento, pozo sin fondo de chistes verdes, embobaba al personal con sus pláticas de expresión un tanto rústica pero incisivas y brillantes. Ahora me llegan noticias desde Norteamérica muy elogiosas del joven obispo de Ciudad Rodrigo, Raúl Berzosa, hermano de la madre Verónica, que, según me dicen, ofrece unas magníficas charlas los lunes a media mañana en la COPE, recomendándome que las oiga, recomendación que trasmito a mis lectores.

Bueno, ¿pero qué puede hacerse para mejorar las deficiencias expuestas? Desde luego una cosa es cierta y perentoria: hay que “poner en valor”, como dicen los políticos cursis de nuestros días, la liturgia de la palabra, ahora totalmente devaluada por cuestiones meramente técnicas. Las lecturas son fundamentales en toda eucaristía para alcanzar la plenitud del sacramento. Y para no aburrir ni espantar a la feligresía. No es tiempo de malbaratar los menguantes ahorros humanos que tenemos. Por lo tanto, lo primero que habría que hacer es instruir mediante breves lecciones de personas competentes en la dicción, a los lectores de las parroquias en el bien decir, en el buen leer, con apropiada entonación, pausada, dándole el énfasis, sin exagerar, que los textos de las lecturas litúrgicas requieren. Luego habría que ver cómo deben ser las homilías de los celebrantes, cuestión muy complicada, porque el clero no se aviene fácilmente a normas superiores ni a sugerencias externas. Empero, como he dicho antes, Dios no ha concedido a todo el mundo el don de la palabra. El hecho de haber sido ordenado sacerdote no garantiza la facultar de hablar como “Dios manda”.

Sin embargo, una cosa está clara: el escaso atractivo de no pocas homilías, no ayuda a retener al personal ni a llamar a los alejados. Tal vez por eso, o en parte por eso, cada vez somos menos y más viejos.
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