Acoso informativo
El amarillismo de los medios está demasiado extendido, índice de la bajeza moral de nuestros tiempo
Hagamos tiempo hasta que empieza el cónclave y aparece la fumata blanca que nos dé sosiego a todos. No dudo que el Espíritu de Dios aconsejará rectamente a los cardenales electores para que no se dejen influir, en bien de la Iglesia, por el ruido callejero y malévolo de no pocos medios informativos.
Hagamos tiempo hablando precisamente de esos medios informativos, del acoso mediático al que someten a quienes, por una u otra razón, se ven expuestos en la picota pública. De inmediato un enjambre de reporteros, micrófono en ristre, se abalanza sobre ellos obstruyéndoles incluso su derecho a circular libremente por la calle. El acoso llega a tal grado de agobio, como puede verse en los informativos televisivos, que casi les meten los chismes de grabación en la boca, por los ojos, sin ningún respeto a la dignidad de las personas y a su presunción de inocencia.
No pretendo defender a nadie, entre otras razones porque los personajes notorios que son objeto de requerimiento judicial, y por ello de presión mediática, tienen sus propios abogados y saben como llevar sus causas. Pero sí lamento profundamente dos cosas: una, que la Justicia se haya convertido en un circo deplorable que algún que otro magistrado propicia a mayor gloria de su ego. Y dos, que la prensa carroñera, amarillista, asquerosamente sensacionalista, se dedique a fomentar juicios paralelos populares que destruyen, más allá de las sentencias judiciales, la honorabilidad de las personas a la que todos tenemos derecho hasta que la Justicia no diga lo contrario. Y a veces aunque lo diga, porque tampoco las leyes y los tribunales tienen palabra de Dios, como decimos en la liturgia de la palabra en las misas.
Personalmente, como profesional de los medios, siempre he defendido la “crónica de sucesos”. En mis tiempos de redactor-jefe de nacional de la agencia Efe, recomendaba a mis redactores que no hicieran ascos ni rehuyeran la información de sucesos, que a veces iba asociada a la de tribunales. Muy agradecidas ambas, con una masa de lectores, oyentes y ahora teleespectadores, segura. El morbo atrae la curiosidad de las gentes. Pero les recomendaba también que fueran respetuosos con las víctimas y hasta con los victimarios. Tuve un redactor, jefe de esa sección, José Miguel Pérez –creo recordar que así se llamaba-, que además de buena persona era un excelente periodista, que tenía un tino especial para relatar los hechos tal cual pero sin ensañarse con nadie. No sé que habrá sido de él. Seguramente ya estará jubilado.
El amarillismo de los medios está demasiado extendido, índice de la bajeza moral de nuestros tiempo. No sé si ese modo de hacer periodismo tiene arreglo sin pedir peras al olmo, pero desde luego dañan a la profesión, que ciertamente nunca ha gozado de mucho prestigio, y, lo que es peor, a la veracidad informativa.
Hagamos tiempo hablando precisamente de esos medios informativos, del acoso mediático al que someten a quienes, por una u otra razón, se ven expuestos en la picota pública. De inmediato un enjambre de reporteros, micrófono en ristre, se abalanza sobre ellos obstruyéndoles incluso su derecho a circular libremente por la calle. El acoso llega a tal grado de agobio, como puede verse en los informativos televisivos, que casi les meten los chismes de grabación en la boca, por los ojos, sin ningún respeto a la dignidad de las personas y a su presunción de inocencia.
No pretendo defender a nadie, entre otras razones porque los personajes notorios que son objeto de requerimiento judicial, y por ello de presión mediática, tienen sus propios abogados y saben como llevar sus causas. Pero sí lamento profundamente dos cosas: una, que la Justicia se haya convertido en un circo deplorable que algún que otro magistrado propicia a mayor gloria de su ego. Y dos, que la prensa carroñera, amarillista, asquerosamente sensacionalista, se dedique a fomentar juicios paralelos populares que destruyen, más allá de las sentencias judiciales, la honorabilidad de las personas a la que todos tenemos derecho hasta que la Justicia no diga lo contrario. Y a veces aunque lo diga, porque tampoco las leyes y los tribunales tienen palabra de Dios, como decimos en la liturgia de la palabra en las misas.
Personalmente, como profesional de los medios, siempre he defendido la “crónica de sucesos”. En mis tiempos de redactor-jefe de nacional de la agencia Efe, recomendaba a mis redactores que no hicieran ascos ni rehuyeran la información de sucesos, que a veces iba asociada a la de tribunales. Muy agradecidas ambas, con una masa de lectores, oyentes y ahora teleespectadores, segura. El morbo atrae la curiosidad de las gentes. Pero les recomendaba también que fueran respetuosos con las víctimas y hasta con los victimarios. Tuve un redactor, jefe de esa sección, José Miguel Pérez –creo recordar que así se llamaba-, que además de buena persona era un excelente periodista, que tenía un tino especial para relatar los hechos tal cual pero sin ensañarse con nadie. No sé que habrá sido de él. Seguramente ya estará jubilado.
El amarillismo de los medios está demasiado extendido, índice de la bajeza moral de nuestros tiempo. No sé si ese modo de hacer periodismo tiene arreglo sin pedir peras al olmo, pero desde luego dañan a la profesión, que ciertamente nunca ha gozado de mucho prestigio, y, lo que es peor, a la veracidad informativa.
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