Sin apostolado seglar avanzaremos poco
No acierto a ver qué instrumentos asociativos se piensa poner en marcha para alcanzar los fines propuestos, que no pueden ser otros que la evangelización –o en nuestro caso, la reevangelización- de la sociedad en la que cada cual vive
Preciso un poco más: quiero decir sin apostolado seglar de base parroquial no sé si la nueva evangelización irá muy lejos. Leo todo lo que llega a mis manos sobre esa iniciativa de Benedicto XVI que me parece fenomenal y sumamente necesaria en los tiempos que corren. Hay que hacer lo que sea para frenar la ofensiva secularista que nos ataca y recuperar la misión que, como cristianos, nos es propia, ser la sal de la Tierra. Sin embargo no acierto a ver qué instrumentos asociativos se piensa poner en marcha para alcanzar los fines propuestos, que no pueden ser otros que la evangelización –o en nuestro caso, la reevangelización- de la sociedad en la que cada cual vive.
Juan Pablo II puso su acento en los nuevos movimientos o nuevas realidades cristianas, cuyo esfuerzo y mérito no voy a poner ahora yo en duda, pero no dejan de ser acciones parciales, fraccionadas, dispersas, insuficientes para alcanzar una cierta globalización apostólica, como globalizadas son o están las termitas que corroen el andamiaje de la fe.
Hablo de este modo quizá condicionado por el recuerdo imborrable o la nostalgia de la vieja Acción Católica, que me dio todo lo que soy como cristiano. En cierta ocasión, don Antonio Montero, arzobispo emérito de Mérida-Badajoz, me dijo que no sabía cómo me las pude arreglar para mantenerme fiel a la Iglesia no obstante los numerosos enredos políticos, algunos realmente peligrosos para la integridad cristiana, en los que me había metido. “Fácil –le contesté-. Me formé, primero, en la Juventud de Acción Católica, y terminé en la HOAC”. Aquella Acción Católica de carácter general y base parroquial que impulsó Pío IX, prestó grandes servicios a la Iglesia en muchos lugares del mundo, y aún se mantiene viva en parte de ellos, por ejemplo, en Italia. En otros, en cambio, caso de España, cumplió su ciclo vital y acabó muriéndose, mejor dicho, acabó matándola la propia jerarquía a la que había servido. Ya hablaré de ello en mejor ocasión.
No quiero decir, con lo dicho, que se resucite el cadáver de aquella Acción Católica, donde los seglares teníamos un papel apostólico –evangelizador- importante, aunque estuviéramos sometidos a la jerarquía, que a mí nunca me pareció mal –tal vez porque me sentí siempre jerárquico-, pero sí digo, porque lo siento, lo anunciado en el título, que sin un asociacionismo seglar de base parroquial, no iremos mucho más allá de donde estamos, a pesar de todo el interés que se ponga en querer alcanzar nuevos horizontes. Ahora bien, un apostolado seglar de base parroquial requiere, como es obvio, la implicación, colaboración o animación de los párrocos, que son a su vez el brazo largo de los obispos. O sea, que de una u otra forma volvemos a un cierto grado de jerarquismo, porque así es la Iglesia, jerárquica y piramidal. Enfocar la nueva tarea de otro modo, sin una visión global y unos medios humanos generalizados, acabaremos creando, tal vez, multitud de partidas guerrilleras, pero nunca un nuevo ejército universal de la fe, y que me perdone el lector el símil bélico que empleo, que, naturalmente, es sólo figurado.
Dios nos espera, ciertamente, siempre nos espera, como el Padre de la parábola del Hijo pródigo. Nos espera tanto más cuanto mayores son las necesidades de las personas y los pueblos, y ahora vemos que el campo –salvo excepciones, salvo pequeñas parcelas- espiritualmente está yermo, sediento, pero cómo haremos para que reciba el agua de mayo que necesita. Esa es para mí la gran cuestión que no acierto a ver: el quién y el cómo de la nueva evangelización.
Juan Pablo II puso su acento en los nuevos movimientos o nuevas realidades cristianas, cuyo esfuerzo y mérito no voy a poner ahora yo en duda, pero no dejan de ser acciones parciales, fraccionadas, dispersas, insuficientes para alcanzar una cierta globalización apostólica, como globalizadas son o están las termitas que corroen el andamiaje de la fe.
Hablo de este modo quizá condicionado por el recuerdo imborrable o la nostalgia de la vieja Acción Católica, que me dio todo lo que soy como cristiano. En cierta ocasión, don Antonio Montero, arzobispo emérito de Mérida-Badajoz, me dijo que no sabía cómo me las pude arreglar para mantenerme fiel a la Iglesia no obstante los numerosos enredos políticos, algunos realmente peligrosos para la integridad cristiana, en los que me había metido. “Fácil –le contesté-. Me formé, primero, en la Juventud de Acción Católica, y terminé en la HOAC”. Aquella Acción Católica de carácter general y base parroquial que impulsó Pío IX, prestó grandes servicios a la Iglesia en muchos lugares del mundo, y aún se mantiene viva en parte de ellos, por ejemplo, en Italia. En otros, en cambio, caso de España, cumplió su ciclo vital y acabó muriéndose, mejor dicho, acabó matándola la propia jerarquía a la que había servido. Ya hablaré de ello en mejor ocasión.
No quiero decir, con lo dicho, que se resucite el cadáver de aquella Acción Católica, donde los seglares teníamos un papel apostólico –evangelizador- importante, aunque estuviéramos sometidos a la jerarquía, que a mí nunca me pareció mal –tal vez porque me sentí siempre jerárquico-, pero sí digo, porque lo siento, lo anunciado en el título, que sin un asociacionismo seglar de base parroquial, no iremos mucho más allá de donde estamos, a pesar de todo el interés que se ponga en querer alcanzar nuevos horizontes. Ahora bien, un apostolado seglar de base parroquial requiere, como es obvio, la implicación, colaboración o animación de los párrocos, que son a su vez el brazo largo de los obispos. O sea, que de una u otra forma volvemos a un cierto grado de jerarquismo, porque así es la Iglesia, jerárquica y piramidal. Enfocar la nueva tarea de otro modo, sin una visión global y unos medios humanos generalizados, acabaremos creando, tal vez, multitud de partidas guerrilleras, pero nunca un nuevo ejército universal de la fe, y que me perdone el lector el símil bélico que empleo, que, naturalmente, es sólo figurado.
Dios nos espera, ciertamente, siempre nos espera, como el Padre de la parábola del Hijo pródigo. Nos espera tanto más cuanto mayores son las necesidades de las personas y los pueblos, y ahora vemos que el campo –salvo excepciones, salvo pequeñas parcelas- espiritualmente está yermo, sediento, pero cómo haremos para que reciba el agua de mayo que necesita. Esa es para mí la gran cuestión que no acierto a ver: el quién y el cómo de la nueva evangelización.
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