S.O.S.: la familia en peligro
Vamos a la destrucción de la familia, suplantada por fórmulas de convivencia intrascendentes, frívolas, sin raíces, sin suelo firme que las sustente.
Seguí con el mayor interés a través de 13 televisión, este domingo último, 30 de enero, el desarrollo de la gran fiesta de la familia en la madrileña plaza de Colón, desbordada de participantes y cuya eucaristía estuvo presidida por el cardenal Rouco, arzobispo de Madrid, acompañado del arzobispo de Barcelona, cardenal Martínez Sistach, del arzobispo emérito de Sevilla, cardenal Carlos Amigo, otros arzobispos, numerosos obispos y decenas de sacerdotes concelebrantes. No puede asistir a ella, como hubiera querido, dadas mis limitaciones de movilidad. Antes, en vida de mi mujer, no nos perdíamos ningún acontecimiento de este género. Goyi, que así se llamaba, era una familiarista defensora de la vida de convicciones profundas, que predicó con el ejemplo trayendo al mundo siete hijos como siete soles, entre varones y hembras, y no hubo más porque Dios no quiso.
Pero a pesar del gran esplendor de estas jornadas y el rayo de esperanza que traen cada año a las familias españolas, la situación familiar no puede ser más preocupante en términos generales. Basta mirar a nuestra alrededor para comprobarlo. Cada vez se casan menos parejas por la Iglesia, y ya ni siquiera por lo civil. Lo más corriente es ”arrejuntarse”, “vivir en pareja”, como dicen, o como también se dice, formando parejas de hecho y, en algunos casos, a juzgar por los resultados, de verdadero desecho. Simples amancebamientos temporales. Algo así como apaños de usar y después de un tiempo tirar. Uniones de facto cerradas, con demasiada frecuencia, a la trasmisión de la vida. Uniones estériles de modo consciente, proclives al aborto.
Un hecho tan desolador no se da únicamente en ambientes precarios, o descreídos, u hostiles a la Iglesia, sino también en familias tradicionales, cristianas, cuyos padres se desvivieron por educar como Dios manda a sus hijos, dándoles todo el cariño del mundo, procurándoles además colegios en principio de toda confianza. Chicos y chicas de costumbres religiosas, excelentes estudiantes, formales, serios, ajenos a las drogas y al botellón, pero llegados a la hora de emprender el vuelo por su cuenta, se olvidaron de muchos de los principios y valores que les enseñaron y vieron en sus propias familias. ¿Qué ha pasado, entonces, en las generaciones de los últimos treinta años, para que tantos jóvenes se hayan alejado de tal modo de la fe y la Iglesia? Al contrario que la juventud airada del 68, ahora lo están haciendo sin ruido, sin estridencia, sin malos modos. Sin dejar de sentirse, incluso, culturalmente cristianos, pero Dios no cuenta ya en sus proyectos vitales, en sus perspectivas de futuro. Como dije no hace mucho, esta generación ha perdido el sentido del pecado, del quebrantamiento de los mandatos divinos que dignifican al ser humano. O expresado de otro modo, han sido víctimas o contaminados en la universidad, aunque también fuera de ella, por la atmósfera laicista que lo invade todo.
Por este camino vamos irremediablemente a la destrucción de la familia, a su desaparición como estructura social, suplantada por fórmulas de convivencia livianas, intrascendentes, frívolas, sin raíces, sin suelo firme que las sustente. Árboles frágiles, endebles, expuestos a que cualquier ráfaga de viento se los lleve por delante, abatiendo amores que acaso se decían a sí mismos, eternos. ¿Qué será de la familia el día de mañana? ¿Cómo se llenará el vacío de los hijos destruidos en el camino? Y los que logren sobrevivir a la locura criminal del abortismo ¿en qué espejo podrán mirarse que no refleje al fondo la imagen deforme de sus progenitores? No se trata de ninguna fábula de terror, sino de la probabilidad más segura que le espera a la civilización occidental si no corrige su rumbo. Digo más, si la Iglesia no coge el toro por los cuernos y afronta de cara tan dramática situación, su pervivencia, al menos en Occidente, se volverá muy problemática. No sería la primera vez que se pierden vastos territorios para el cristianismo. Ocurrió en el siglo VII a manos del Islam. Y en el siglo XX a manos del marxismo comunista, que luego se perdió a sí mismo.
A mi modesto entender, el mayor problema que tiene hoy frente a sí la Iglesia católica, en realidad todas las iglesias cristianas, es la licuación de la institución familiar, su transformación en puro vapor gaseoso. Y sin familias sólidas, perennes y de firme espíritu religioso, no habrá feligreses que recojan el testigo del relevo generacional, no habrá vocaciones, no habrá operarios en los campos de mies. El secularismo masónico, hoy dominante en numerosas facetas de la vida, terminará campando por sus respetos, habrá alcanzado la meta final de todos sus sueños: el hundimiento de la Iglesia. Mi esperanza para que esto no suceda, está en la Nueva Evangelización, pero si no recuperamos la familia, si no logramos liberarla del cautiverio laicista al que se halla sometida, veo el futuro de nuestra fe comprometido. Como he dicho antes, no sería la primera vez que el cristianismo registra grandes retrocesos, empujado por sus enemigos. La clave para superar los tremendos envites laicistas está en la familia, en su redención, en su regeneración, en su recuperación. Esta es la gran tarea a la que deberíamos ser convocados.
Pero a pesar del gran esplendor de estas jornadas y el rayo de esperanza que traen cada año a las familias españolas, la situación familiar no puede ser más preocupante en términos generales. Basta mirar a nuestra alrededor para comprobarlo. Cada vez se casan menos parejas por la Iglesia, y ya ni siquiera por lo civil. Lo más corriente es ”arrejuntarse”, “vivir en pareja”, como dicen, o como también se dice, formando parejas de hecho y, en algunos casos, a juzgar por los resultados, de verdadero desecho. Simples amancebamientos temporales. Algo así como apaños de usar y después de un tiempo tirar. Uniones de facto cerradas, con demasiada frecuencia, a la trasmisión de la vida. Uniones estériles de modo consciente, proclives al aborto.
Un hecho tan desolador no se da únicamente en ambientes precarios, o descreídos, u hostiles a la Iglesia, sino también en familias tradicionales, cristianas, cuyos padres se desvivieron por educar como Dios manda a sus hijos, dándoles todo el cariño del mundo, procurándoles además colegios en principio de toda confianza. Chicos y chicas de costumbres religiosas, excelentes estudiantes, formales, serios, ajenos a las drogas y al botellón, pero llegados a la hora de emprender el vuelo por su cuenta, se olvidaron de muchos de los principios y valores que les enseñaron y vieron en sus propias familias. ¿Qué ha pasado, entonces, en las generaciones de los últimos treinta años, para que tantos jóvenes se hayan alejado de tal modo de la fe y la Iglesia? Al contrario que la juventud airada del 68, ahora lo están haciendo sin ruido, sin estridencia, sin malos modos. Sin dejar de sentirse, incluso, culturalmente cristianos, pero Dios no cuenta ya en sus proyectos vitales, en sus perspectivas de futuro. Como dije no hace mucho, esta generación ha perdido el sentido del pecado, del quebrantamiento de los mandatos divinos que dignifican al ser humano. O expresado de otro modo, han sido víctimas o contaminados en la universidad, aunque también fuera de ella, por la atmósfera laicista que lo invade todo.
Por este camino vamos irremediablemente a la destrucción de la familia, a su desaparición como estructura social, suplantada por fórmulas de convivencia livianas, intrascendentes, frívolas, sin raíces, sin suelo firme que las sustente. Árboles frágiles, endebles, expuestos a que cualquier ráfaga de viento se los lleve por delante, abatiendo amores que acaso se decían a sí mismos, eternos. ¿Qué será de la familia el día de mañana? ¿Cómo se llenará el vacío de los hijos destruidos en el camino? Y los que logren sobrevivir a la locura criminal del abortismo ¿en qué espejo podrán mirarse que no refleje al fondo la imagen deforme de sus progenitores? No se trata de ninguna fábula de terror, sino de la probabilidad más segura que le espera a la civilización occidental si no corrige su rumbo. Digo más, si la Iglesia no coge el toro por los cuernos y afronta de cara tan dramática situación, su pervivencia, al menos en Occidente, se volverá muy problemática. No sería la primera vez que se pierden vastos territorios para el cristianismo. Ocurrió en el siglo VII a manos del Islam. Y en el siglo XX a manos del marxismo comunista, que luego se perdió a sí mismo.
A mi modesto entender, el mayor problema que tiene hoy frente a sí la Iglesia católica, en realidad todas las iglesias cristianas, es la licuación de la institución familiar, su transformación en puro vapor gaseoso. Y sin familias sólidas, perennes y de firme espíritu religioso, no habrá feligreses que recojan el testigo del relevo generacional, no habrá vocaciones, no habrá operarios en los campos de mies. El secularismo masónico, hoy dominante en numerosas facetas de la vida, terminará campando por sus respetos, habrá alcanzado la meta final de todos sus sueños: el hundimiento de la Iglesia. Mi esperanza para que esto no suceda, está en la Nueva Evangelización, pero si no recuperamos la familia, si no logramos liberarla del cautiverio laicista al que se halla sometida, veo el futuro de nuestra fe comprometido. Como he dicho antes, no sería la primera vez que el cristianismo registra grandes retrocesos, empujado por sus enemigos. La clave para superar los tremendos envites laicistas está en la familia, en su redención, en su regeneración, en su recuperación. Esta es la gran tarea a la que deberíamos ser convocados.
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