Navidad, Reyes, Santa Claus, Papa Noel...
casi todas las maneras de celebrar el nacimiento del Niño-Dios, han adquirido, en estos tiempos que corren, un sentido dispendioso, de cruce interminable de regalos, hasta el punto de saturar, en particular a los niños, con montones de juguetes y cachivaches, de modo que los pequeños no ven en las fiestas navideñas otro significado que la lluvia de regalos que les van a traer el Niño Jesús, los Reyes Magos o Santa Claus, según cada lugar o tradición
Se acercan las navidades, la festividad más universal, junto con la Pascua de Resurrección, del calendario cristiano, sólo que de manera creciente las vemos adulteradas por la frialdad religiosa y el espíritu comercial que lo invade todo. Las apariencias se mantienen, las grandes ciudades y hasta las pequeñas, se llenan de luces y colores, y las más tradicionales conservan los símbolos propios del tiempo litúrgico: estrellas y cometas, ángeles, campanillas, leyendas alusivas, etc.; pero hasta eso se está diluyendo, al menos en la ciudad de Madrid, de la mano de un reciente alcalde “innovador” y fastuoso, siempre en dirección contraria a la esencia religiosa.
La aldea global en que se ha convertido el mundo debido a las nuevas tecnologías de información, lleva de acá para allá con la rapidez del rayo, imágenes de otros lugares, de otros continentes, de otras costumbres, que se cuelan en los entresijos de nuestro ser como los virus, sin advertirlo, sin notarlo, adoptando mitos foráneos como si se tratara de cosas de toda la vida. Ahí tenemos, por ejemplo, el árbol de Navidad, o San Nicolás (Santa Claus, Papá Noel...) que en muchos hogares españoles forman ya parte, llegadas estas fechas, del entorno familiar, compitiendo con el belén o acaso suplantándolo. Muchas de estas novedades tienen el mismo propósito de enaltecer la grandeza del acontecimiento navideño, pero con formas de otras culturas. No tienen, en sí mismas, ninguna connotación negativa o dañina, siempre que sepamos administrarlas correctamente, esto es, que no destruyan el significado litúrgico de estas manifestaciones, sino que ayuden a enriquecerlas y universalizarlas.
Sin embargo, casi todas las maneras de celebrar el nacimiento del Niño-Dios, han adquirido, en estos tiempos que corren, un sentido dispendioso, de cruce interminable de regalos, hasta el punto de saturar, en particular a los niños, con montones de juguetes y cachivaches, de modo que los pequeños no ven en las fiestas navideñas otro significado que la lluvia de regalos que les van a traer el Niño Jesús, los Reyes Magos o Santa Claus, según cada lugar o tradición. Sólo que mientras unos mensajeros pierden fuerza, otros la ganan. Es el caso de los Magos, víctimas del auge del Santa Claus escandinavo, dueño ya del mundo norteamericano. Esa suplantación, en España, puede tener su explicación, ya que la fecha de los reyes no se compagina muy bien con el calendario escolar. De seguir a este último, como no puede ser de otro modo, resulta que los niños se pasan las vacaciones de Navidad aburridos, nerviosos, anhelando que pasen rápidamente los días para llegar cuanto antes a la fiesta de Reyes y recibir los juguetes prometidos por los padres y demás familia. Pero apenas un par de días después se reanuda el curso y se ven obligados a dejarlos abandonados, con todo el dolor de su corazón, sin haber tenido tiempo siquiera para disfrutarlos, destriparlos o romperlos. En este sentido, los que “confían” en “Santa” o en Papá Noel salen ganando, de ahí que las modas o costumbres extranjeras acaben imponiéndose. Parece bastante lógico, a pesar de que tanto el Nacimientro como la festividad de los Reyes Magos, estén más cerca del relato evangélico que los símbolos de carácter protestante.
En mi casa, donde montábamos siempre el Nacimiento con un conjunto uniforme de figuritas realmente artísticas, solucionamos la disyuntiva antes expuesta, con una fórmula salomónica: dividíamos los juguetes y regalos en dos lotes. Los más lúdicos eran obsequios del Niño Jesús, y aparecían el día de Navidad en torno al belén, con la correspondiente etiqueta de cada destinatario. En cambio, los más prácticos, como material escolar, lápices de colores, caja de acuarelas, zapatos, ropa de abrigo, acaso alguna cartera, etc., aparecían en Reyes. De eso modo no faltábamos a la tradición pero tampoco teníamos a la tropa, que iba en aumento, nerviosita durante la espera que se les hacía eterna. A mi mujer y a mí, la fórmula, cena de Noche Buena y roscón de reyes incluidos, nos funcionó de maravilla. Claro que nosotros siempre fuimos claros con nuestra prole, diciéndoles a todos, desde el primer momento, que los reyes éramos los padres, aunque haciéndoles la salvedad de que no lo dijeran a ningún amiguito o “colegui” ni en la calle ni en el cole. Era de admirar la seriedad como seguían nuestra recomendación. Igual que cuando les contábamos que el nuevo hermanito que venía en camino lo traía mamá y no ninguna cigüeña ni venía de París. Nuestros hijos –siete en total- nos agradecieron siempre la franqueza y confianza que tuvimos con ellos, contándoles en toda circunstancia la verdad de las cosas.
La aldea global en que se ha convertido el mundo debido a las nuevas tecnologías de información, lleva de acá para allá con la rapidez del rayo, imágenes de otros lugares, de otros continentes, de otras costumbres, que se cuelan en los entresijos de nuestro ser como los virus, sin advertirlo, sin notarlo, adoptando mitos foráneos como si se tratara de cosas de toda la vida. Ahí tenemos, por ejemplo, el árbol de Navidad, o San Nicolás (Santa Claus, Papá Noel...) que en muchos hogares españoles forman ya parte, llegadas estas fechas, del entorno familiar, compitiendo con el belén o acaso suplantándolo. Muchas de estas novedades tienen el mismo propósito de enaltecer la grandeza del acontecimiento navideño, pero con formas de otras culturas. No tienen, en sí mismas, ninguna connotación negativa o dañina, siempre que sepamos administrarlas correctamente, esto es, que no destruyan el significado litúrgico de estas manifestaciones, sino que ayuden a enriquecerlas y universalizarlas.
Sin embargo, casi todas las maneras de celebrar el nacimiento del Niño-Dios, han adquirido, en estos tiempos que corren, un sentido dispendioso, de cruce interminable de regalos, hasta el punto de saturar, en particular a los niños, con montones de juguetes y cachivaches, de modo que los pequeños no ven en las fiestas navideñas otro significado que la lluvia de regalos que les van a traer el Niño Jesús, los Reyes Magos o Santa Claus, según cada lugar o tradición. Sólo que mientras unos mensajeros pierden fuerza, otros la ganan. Es el caso de los Magos, víctimas del auge del Santa Claus escandinavo, dueño ya del mundo norteamericano. Esa suplantación, en España, puede tener su explicación, ya que la fecha de los reyes no se compagina muy bien con el calendario escolar. De seguir a este último, como no puede ser de otro modo, resulta que los niños se pasan las vacaciones de Navidad aburridos, nerviosos, anhelando que pasen rápidamente los días para llegar cuanto antes a la fiesta de Reyes y recibir los juguetes prometidos por los padres y demás familia. Pero apenas un par de días después se reanuda el curso y se ven obligados a dejarlos abandonados, con todo el dolor de su corazón, sin haber tenido tiempo siquiera para disfrutarlos, destriparlos o romperlos. En este sentido, los que “confían” en “Santa” o en Papá Noel salen ganando, de ahí que las modas o costumbres extranjeras acaben imponiéndose. Parece bastante lógico, a pesar de que tanto el Nacimientro como la festividad de los Reyes Magos, estén más cerca del relato evangélico que los símbolos de carácter protestante.
En mi casa, donde montábamos siempre el Nacimiento con un conjunto uniforme de figuritas realmente artísticas, solucionamos la disyuntiva antes expuesta, con una fórmula salomónica: dividíamos los juguetes y regalos en dos lotes. Los más lúdicos eran obsequios del Niño Jesús, y aparecían el día de Navidad en torno al belén, con la correspondiente etiqueta de cada destinatario. En cambio, los más prácticos, como material escolar, lápices de colores, caja de acuarelas, zapatos, ropa de abrigo, acaso alguna cartera, etc., aparecían en Reyes. De eso modo no faltábamos a la tradición pero tampoco teníamos a la tropa, que iba en aumento, nerviosita durante la espera que se les hacía eterna. A mi mujer y a mí, la fórmula, cena de Noche Buena y roscón de reyes incluidos, nos funcionó de maravilla. Claro que nosotros siempre fuimos claros con nuestra prole, diciéndoles a todos, desde el primer momento, que los reyes éramos los padres, aunque haciéndoles la salvedad de que no lo dijeran a ningún amiguito o “colegui” ni en la calle ni en el cole. Era de admirar la seriedad como seguían nuestra recomendación. Igual que cuando les contábamos que el nuevo hermanito que venía en camino lo traía mamá y no ninguna cigüeña ni venía de París. Nuestros hijos –siete en total- nos agradecieron siempre la franqueza y confianza que tuvimos con ellos, contándoles en toda circunstancia la verdad de las cosas.
Comentarios
Otros artículos del autor
- Valencia celebra a su patrón San Vicente Ferrer: predicador infatigable y «desfacedor de entuertos»
- Apostolado de los pequeños gestos
- Tontos útiles y cambio climático
- La fe en el cambio climático
- Nosotros, los niños de la guerra
- Así terminaréis todos
- Sigo aquí, todavía
- De periodista a obispo
- Nos han robado el alma
- Migraciones masivas nada inocentes