Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

Don y profecía


A medida que nos adentramos en este Tercer Milenio, nos percatamos con gratitud creciente del gran regalo que ha sido, y sigue siendo, el Concilio y, consiguientemente, la responsabilidad que hemos contraído para con él

por Cardenal Antonio Cañizares

Opinión

Hace unos días, concretamente el 11 de este mismo mes de octubre se cumplieron 50 años de la solemne apertura del Concilio Vaticano II, sin duda, el acontecimiento más importante de la Iglesia en el pasado siglo XX, que como un nuevo Pentecostés irrumpió de manera inesperada en nuestra historia.

Un gran acontecimiento de esperanza, «signo, puerta abierta y camino de esperanza», para la Iglesia y para el mundo, verdadera primavera que abre a una esperanza de vida nueva y de transformación según el propósito divino, un don magnífico de Dios a la Iglesia y al mundo, con un alcance de futuro que todavía ahora solo podemos vislumbrar, pero que, en los planes de Dios, la semilla sembrada con él está aún creciendo y dará sus frutos, algunos ya presentes y palpables en los tiempos de aplicación en que nos encontramos.

Un Concilio como el Vaticano II no se asume, se interioriza y se aplica en un espacio corto de tiempo, se requiere, como estamos viendo, mucho tiempo para ello. El Vaticano II es, sin duda, la gran voz del Espíritu Santo a la Iglesia al finalizar el Segundo Milenio y al comenzar el Tercero, una irrupción de la Fuerza vivificadora de lo Alto, el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida. Ahí, en el Concilio Vaticano II, está lo que Dios nos pide hoy, lo que quiere para su Iglesia y lo que quiere llevar a cabo con ella; tremenda responsabilidad la nuestra, la responsabilidad de quienes por don de Dios somos parte de la Iglesia, para escuchar, acoger, obedecer y llevar a cabo lo que, a través del Concilio, «el Espíritu dice a las Iglesias»; «¡Ojala escuchemos hoy su voz!».

Para ayudar a interiorizar, asumir y aplicar entre nosotros esta voz del Espíritu no podemos dejar de tener en cuenta los Papas –Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, y Benedicto XVI– que El mismo ha suscitado, sus enseñanzas, su magisterio, su testimonio, su actuación pastoral que, con toda certeza, son una llamada para toda la Iglesia en orden a secundar lo que Dios reclama de su Iglesia: a ellos les ha correspondido, en su misión de guiar a todo el Pueblo de Dios y confirmarlo en la fe, la convocación del Concilio, la conducción y guía de su realización, o la interpretación fiel y la justa aplicación de las enseñanzas conciliares (en orden a la interpretación y aplicación baste evocar, como realidad emblemática, el Catecismo de la Iglesia Católica, el fruto más significativo y relevante en el posconcilio).

No podemos olvidar, por otra parte, en modo alguno todos los Sínodos Universales de los Obispos –como el de ahora– celebrados (de manera particular el Sínodo Extraordinario de 1985 a los veinte años de la clausura del Concilio Vaticano II) y los Sínodos continentales, con las correspondientes Exhortaciones Apostólicas postsinodales del Santo Padre. Inseparable de esta asumpción y aplicación fiel del Concilio Vaticano II como Dios quiere, El mismo, Señor de la historia y de nuestro destino, suscitó a través del Papa Juan Pablo II, el Gran Jubileo del año 2000, con su preparación inmediata, con su celebración jubilar y con su prosecución en el proyecto que el mismo Juan Pablo II diseñó para los comienzos de este Tercer Milenio, y que está tan admirablemente concretando el Papa Benedicto XVI, por ejemplo, con la iniciativa del «Año de la Fe», cincuenta años después de la clausura del Concilio y veinte de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica.

El Concilio Vaticano II, según los caminos de la Providencia divina, lo prepararon los movimientos bíblico, litúrgico y ecuménico; en él influyeron eficazmente el acercamiento a los Padres de la Iglesia, la renovación pastoral y misionera, la trayectoria larga y fecunda de la Acción Católica, el camino de la Doctrina Social de la Iglesia, la urgencia de acercarse al mundo, a esa humanidad sufriente y zarandeada por acontecimientos tan lacerantes como las grandes guerras del siglo XX, o la increncia cultural de masas. El Concilio de nuestro tiempo ha contribuido de una manera extraordinaria, sin duda, a que la Iglesia, renovada sin cesar, viva y acentúe generosamente con renovado vigor la solidaridad con la humanidad, en sus esperanzas e inquietudes y a que, confiada en Dios, con valentía afronte la evangelización del hombre contemporáneo: para que el mundo crea. El Espíritu, con toda certeza, nos ha enseñado lo que quiere decir a la Iglesia en la hora presente de su peregrinación. A medida que nos adentramos en este Tercer Milenio, nos percatamos con gratitud creciente del gran regalo que ha sido, y sigue siendo, el Concilio y, consiguientemente, la responsabilidad que hemos contraído para con él.

Tomo unas palabras del Mensaje Final de este Sínodo que, en mi intención, querría ser como el mensaje mío también, mi ferviente y sincero deseo con este artículo que con amistad ofrezco a todos: «Animados por esta esperanza para la Iglesia y para el mundo, os invitamos a conocer mejor e íntegramente el Concilio Vaticano II, a realizar un estudio del mismo más intenso y profundo, a penetrar mejor la unidad de todas sus constituciones, decretos y declaraciones, y la riqueza de su conjunto. Se trata de llevarlas a la práctica con mayor profundidad: en comunión con Cristo, presente en la Iglesia (Lumen Gentium), en la escucha de la Palabra de Dios (Dei Verbum), en la Sagrada Liturgia (Sacrosanctum Concilium), en el servicio a los hombres, sobre todo a los más pobres (Gaudium et Spes). El mensaje del Vaticano II, como el de los concilios que jalonan la historia de la Iglesia, no podrán producir sus frutos más que mediante un esfuerzo perseverante y constante en el tiempo. Así podremos experimentar la verdad del título de esta comunicación: «El Concilio Vaticano II, don y profecía».

Antonio Cañizares Cardenal

© La Razón
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