Esperanza y misericordia
Han pasado los días de la Semana Santa y los de la Pascua. Han pasado muchas cosas, siguen pasando muchas y graves cosas: la pandemia del covid sigue ahí, con menos fuerza, tal vez –eso quisiéramos–, pero sigue, y los miedos y temores, las tribulaciones y los sufrimientos, las pruebas y las heridas abiertas del Crucificado, en quien tenemos nuestra actual pasión, compartida por Él por puro amor, continúan; y al mismo tiempo continúa irrevocable la esperanza que trae el Resucitado, vencedor de toda muerte y de toda destrucción.
¡Cuánta necesidad tenemos de la esperanza que obra en nosotros la misericordia divina! ¡Cuánta necesidad de la misericordia de Dios tiene nuestro mundo, la tenemos todos, nuestro mundo contemporáneo!
Donde dominan el odio, las estrategias del mal, sin importar ni bien común ni bien de las personas; donde prima el interés propio o del grupo por encima de cualquier otra consideración razonable; donde prevalecen la lucha por el poder y el prestigio, la mentira y el engaño, el dominio, la sed de venganza, la falta de concordia o la despreocupación por ella; donde imperan el miedo o las tiranías redivivas; donde la guerra y el hambre conducen al dolor y la muerte de inocentes en tantos lugares; donde la carrera armamentística no disminuye sino que se agranda amenazante; donde el terrorismo y el narcotráfico, el exilio, la marginación, y la pobreza agrandada, el acoso a la familia, el desentendimiento de los más pobres se acrecienta, como se acrecienta el número de los parados y los sin techo; donde, lejos de disminuir, están aumentando la pseudo cultura de la mentira, el relativismo, la negación de la verdad o su reducción a lo técnico, práctico o «científico»; donde se están segando tan cruel como indigna, injusta y despiadadamente tantas vidas humanas por el aborto «legal» o la aprobación de leyes eutanásicas que no respetan la vida humana ni la dignidad de la persona; donde no se está favoreciendo la ética del cuidado, el acompañamiento o los cuidados paliativos justos; donde se está caminando por sendas de secularización y laicismo que olvidan a Dios y rechazan su reconocimiento y obediencia; donde se están propiciando, de manera taimada, tan suicida, sin futuro y sin salida, la soberbia que piensa en el hombre como dueño absoluto de todo, y, al mismo tiempo, los siete pecados capitales; donde no se sabe ya qué es el bien y qué es el mal; donde las instituciones educativas están fracasando por no educar, por paradójico que parezca; y un largo etcétera, uno se pregunta ¿cabe la esperanza?
No es lo que digo un «Syllabus» de males de nuestro tiempo ni soy un pesimista que todo o muchas cosas las ve mal, ni tampoco tengo una mirada moralizante o desviada. Es que veo con lucidez que necesitamos y podemos cambiar; que necesitamos volver a Dios revelado y presente y actuante en su Hijo, Jesucristo.
A menudo el hombre de hoy vive como si Dios no existiera, e incluso el hombre contemporáneo se pone a sí mismo en el lugar de Dios, pretende ocupar su puesto. Se arroga el derecho del Creador de interferir en el misterio de la vida humana, quiere decidir, mediante manipulaciones, la vida del hombre y determinar los límites de la vida y de la muerte, del bien y del mal, de la verdad y la mentira, de lo verdadero y lo bello.
Y, de este modo, tal vez sin proponérselo directamente, se observa una tendencia, dotada de mucho poder, de superpoderosos dominadores del mundo, que quiere eliminar la religión, sobre todo la Iglesia católica presidida por Pedro, el cristianismo, y reducirlas a pura ética universal fabricada en laboratorio por un consenso de fuerzas en correlación, donde Dios no cuente, ni tampoco la verdad (que nos es dada, que es «aletheia», revelación, gratuidad). Se está intentando que Dios no cuente, en la vida pública y hasta en la privada.
Pero el hombre, sin Dios, muere; la Muerte de Dios, base de una cultura de muerte, es la raíz y el vaticinio de la muerte del hombre. Esto es una regresión sin futuro, una huida al pasado, a la muerte, al sepulcro, a la tristeza irremisible que no puede triunfar el Amor, la desolación de que no puede triunfar la Vida sobre el odio, la transgresión, el pecado y la muerte.
Pero la verdad, gracias a Dios, que tanto quiere al hombre, que es Amor con un corazón que es ternura y perdón sobre la miseria, y a su infinita misericordia, no es esa. La verdad la tenemos en Jesucristo – Verdad de Dios y del hombre– a quien Dios ha resucitado y que nos ha salvado y liberado del abismo. La resurrección de Jesucristo nos abre a la esperanza y señala caminos que nos conduce al verdadero futuro.
¡Es hora de la esperanza, de una esperanza grande, es hora de la alegría, es hora de que la Iglesia, animada por la fe, anuncie a Jesucristo! Sin ningún miedo, todo lo contrario: abrir las puertas a Cristo es la tarea de la Iglesia que ha de ser renovada interiormente, por la fe, por el Espíritu, con la oración, los sacramentos, con el amor a Dios sobre toda las cosas y amando a los demás como a nosotros mismos, singularmente a los muy preferidos del Señor, que son los últimos y los más necesitados de su misericordia. Así será una Iglesia que admire a los demás por su alegría. Esto es lo que se espera de la Iglesia, de los cristianos. No lo olviden, es la hora de la fe, ahí está la victoria que vence a este mundo, del que antes daba algunas señales de riesgo.
Publicado en La Razón.
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